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domingo, 19 de enero de 2020

EL MEJOR MINISTERIO DE EDUCACIÓN.

El profesor de Sociología preguntaba a sus alumnos qué es el poder. -“La capacidad de hacer algo”, decía un alumno, -“¡No!”, -contestaba el profesor. -“La facultad de decidir”, decía otro. -“¡No!” -“La capacidad de mandar”… -“La disponibilidad de la fuerza”… Cuando, tras varias negativas, había sembrado suficiente desconcierto y desazón, el profesor resolvía el enigma con palabras enérgicas: “El poder es… ¡lo que yo diga que es el poder!”. Se extendió entonces un rumor de protesta por el aula, en el que se fueron destacando voces individuales más claras. -“¡Hombre, eso será si tiene usted razón!”, -“Bueno, pero no vale cualquier cosa que diga”, -“Vamos a ver, el poder será lo que sea, aunque diga usted otra cosa.”, y otras reacciones parecidas. Entonces sentenció el profesor: ¡El poder es lo que yo diga, porque soy yo el que manda aquí, y al que diga otra cosa lo echo a la calle y le suspendo el curso!”. Se hizo un incómodo silencio. Al cabo de unos momentos sonrió ligeramente, y añadió: -“Esto es el poder, lo que habéis sentido ahora. El poder no se define. El poder se siente”.

Una mujer se despierta en la noche, ve una luz encendida y grita: -“¡Mafalda! ¡Apaga esa luz y duérmete de una vez, que son las doce y pico”. En la viñeta siguiente la niña apaga la luz y refunfuña: “¡Horas extras!¡Además de ser la madre de una todo el día, encima hace horas extras!”.

Aquellos alumnos salieron de clase con ideas claras sobre el poder; Mafalda reconoce la autoridad de su madre. El uno se apoya en el ejercicio de la fuerza; la otra, en el reconocimiento de la especial dignidad de quien la ostenta.

Asistimos estos días a una confrontación entre el poder del Estado y la autoridad de los padres, que rivalizan por la formación moral de los hijos en asuntos de género y sexualidad. El Estado no se da cuenta de que no es un padre ni una madre, y de que, con todo el poder que tiene, nunca ha educado a un niño, y nunca lo hará, porque carece de la autoridad necesaria. Por eso han fracasado todos los intentos de sustitución de la familia por parte del Estado. Totalitario, siempre. O con vocación de totalitario. También en este caso, en que se nos dice que se trata de valores comunes, democráticos y constitucionales. Porque no es verdad. No son comunes, porque no los comparte toda la población –ni siquiera una porción significativa. No son democráticos, porque impone los valores del ideólogo a quienes no piensan como él. Y no son constitucionales, porque expropian el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias creencias.

Para educar a un niño hace falta, en primer lugar, amarlo. Amarlo con un amor personal, oblativo, generoso, desinteresado. Y hablarle de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal. Por eso es la familia la más amable de las creaciones humanas, porque su único interés es formar personas civilizadas y felices. Sólo ella transmite con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida. Y no sólo de orden individual: virtudes sociales tan importantes como la justicia y el respeto a los demás se aprenden, sobre todo, en la familia. Y también el ejercicio de la autoridad y su acatamiento. La convivencia familiar es una enseñanza incomparablemente superior a la de cualquier razonamiento abstracto sobre la tolerancia o la paz social.

William Bennett, tras una larga experiencia interviniendo en la formación de los jóvenes -como Secretario de Educación y como Comisario Nacional del Plan contra la Droga en los Estados Unidos- llegó a la conclusión de que “demasiados chicos son víctimas de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas”,  para concluir: “Debemos hablar y actuar en favor de la familia: después de todo, la familia es el primer y mejor Ministerio de Sanidad, el primer y mejor Ministerio de Educación y el primer y mejor Ministerio de Bienestar Social”.


miércoles, 23 de diciembre de 2015

JE SUIS BODNARIU



Mientras nos acercamos al día de la familia, la familia anda ahora de cabeza en Noruega a cuenta de Marius Bodnariu, un rumano casado con una noruega que hace diez años se trasladó con ella de Bucarest a Naustdal. La cosa empezó el pasado 16 de noviembre, cuando agentes estatales acudieron a la escuela en la que se encontraban dos hijos suyos, de 9 y 7 años, y se los llevaron de allí sin ni siquiera comunicárselo a sus padres. Más tarde se presentaron en su casa para llevarse a otros dos, de 5 y 2 años, dejando con su madre sólo a un pequeño de 3 meses, pequeño al que también se llevaron de allí veinticuatro horas más tarde. Y al cabo de dos días les comunicaron que habían quedado a cargo de familias de acogida, y que se estaban adaptando bien.

¿Por qué este secuestro estatal? La iniciativa partió del director de la escuela, quien, alertado por el hecho de que los miembros de la familia Bodnariu eran "muy cristianos", y considerando que eso "crea una discapacidad en los niños", los denunció ante el Servicios de Protección Infantil: los Bodnariu son ahora sospechosos de "radicalismo cristiano y adoctrinamiento". Las autoridades llegaron a someter al bebé a radiografías y TACs, y pese a no haber podido demostrar lesión alguna ni otros signos de maltrato infantil, Protección Infantil insiste, contra todos los testimonios de familiares, vecinos y conocidos, en que Marius es un hombre violento.

El pasado día 27 de noviembre rechazaron un recurso de la familia  para que les devolviesen a sus hijos. El Estado les permite ahora ver a su hijo pequeño dos veces a la semana -dos horas cada vez-, y también podrán ver a sus hijos mayores, pero no se les permite visitar a sus hijas.

Mientras preparan una segunda apelación, los Bodnariu llevan recogidas 30.000 firmas, y han abierto una página en Facebook ("Norway Return the children to Bodnariu Family") en la que cuentan su historia.

Con todo esto se ha destapado una historia que merece ser conocida. La reclamación de Bodnariu ha sacado a la luz numerosos hechos similares en los que el Estado noruego ha apartado a menores de sus familias en un proceso sin garantía procesal alguna, y ha puesto en marcha con ellos un proceso de “reeducación” durante el cual pierden su lengua familiar y los recuerdos “de casa”. Son 38 familias de diferentes países (Noruega, Polonia, Lituania, Eslovaquia, la República Checa, Rumanía, los Estados Unidos, el Brasil, Turquía, Iraq, la India y Filipinas), que han denunciado a Noruega por haber secuestrado a sus hijos, y han presentado la documentación pertinente ante el Parlamento Europeo, la Comisión Europea, el Vaticano y las Naciones Unidas.

No es la primera vez que un Estado se empeña en sustituir a la familia. Son experimentos que, finalmente, acaban siempre mal, y hay que retroceder a toda prisa, pero, para entonces, ya han producido una enorme cantidad de dolor, dolor de personas concretas del que quizás no se recobrarán nunca.

Cuando la alternativa es “o familia o Estado”, la familia es la única posibilidad. No sólo porque la familia es tan antigua como la humanidad, mientras que el Estado apenas tiene unos cientos de años, sino porque es una necesidad antropológica profunda, algo sin lo cual el desarrollo del hombre queda amputado.

La familia es el lugar en el que el hombre es más plenamente él mismo, donde es mirado como tal y amado como tal: en la familia no se considera a la persona como “un miembro de la clase media”, “un obrero” o "un aristócrata”, sino como a la persona particular y concreta que  realmente es. La familia es la única escuela del amor, en la familia aprende el hombre a amar y a entregarse -es, en realidad, el único lugar en el que gente completamente corriente ama a los demás más que a sí mismo-. Y el amor tiene un efecto maravillosamente vitalizador. Gracias al amor la vida es digna de ser vivida, mientras que sin él, cualquier grado de bienestar se rebaja hasta adquirir una palidez mortal. Y esto, que es tan evidente cuando tratamos de las personas, también lo es cuando tratamos de la sociedad, que ha sido definida como “un conjunto de hombres unidos por estar de acuerdo acerca de las cosas que aman”.

Que no jueguen a Ingeniería Social con la familia. La inmensa mayoría de los hombres de todas las épocas desean nacer, crecer, vivir y morir en el seno de una familia, rodeado del afecto de sus seres queridos. La familia es el lugar natural para alcanzar la felicidad.

No es función del Estado rivalizar con la familia. La función del Estado es crear las condiciones para la paz social; es defender la verdad y la justicia: si no defiende la verdad y la justicia, ¿qué diferencia al Estado –pongamos por caso, al noruego-, qué lo diferencia de una banda de delincuentes?

No, no le toca al Estado decidir el tipo de ciudadanos que quiere: somos los ciudadanos los que debemos decidir el tipo de Estado que queremos. No somos nosotros los servidores del Estado: es el Estado el que es nuestro servidor, y tenemos que pedirle que nos haga carreteras y hospitales, no que nos forme la conciencia.

miércoles, 21 de mayo de 2014

EL QUINTO PODER


                                                                           A John Galbally, que me enseñó a ver más claro.


Sabemos que nuestra libertad, de la que tan orgullosos nos sentimos, no es absoluta, que tiene límites. El más evidente es la misma realidad, que nos impone sus propias condiciones: cuando nos negamos a aceptarlas la realidad se “venga” con un sistema implacable de resistencias. Así aprendemos que hacer concesiones en materia de impenetrabilidad de los cuerpos o de la ley de la gravedad, pongo por caso, nos pasa siempre factura.

Pero no existe sólo la realidad física, estamos también inmersos en otras clases de realidad. Y esa necesidad, que nadie discute, de respetar las condiciones que impone la realidad del mundo físico, tiende a olvidarse cuando nos referimos al mundo de lo humano: lo personal, lo social, lo histórico. Es verdad que su estructura es más compleja, y, por ello, más difícil de descubrir y precisar, pero es tan real como la otra, y despreciarla tiene un alto precio, un precio que se paga con calamidades, con desastres.

En una sociedad polifacética como la nuestra, en la que conviven puntos de vista tan diferentes y opiniones tan enfrentadas sobre los más diversos asuntos, la acción del César se complica por la necesidad de “engrasar” la maquinaria social para evitar rozamientos y conflictos. Y puede caer en la tentación de atajar, de implantar en la sociedad el proyecto que persigue sin tener en cuenta la realidad, que reclama imperiosamente sus derechos.

Porque, a diferencia de los deseos o la voluntad del hombre, que pueden acabar desistiendo, la realidad no desiste nunca: no puede. Por eso tiene las más graves consecuencias olvidarnos de ella. El ejemplo más evidente es el triunfo y arraigo del nacionalsocialismo en la Alemania de los años 30: si examinamos el grado de falsificación de la realidad que hay en sus orígenes nuestra reacción es de asombro: ¿cómo pudo ocurrir? Y, sin embargo, aquella doctrina arraigó en la nación que estaba a la cabeza del desarrollo filosófico, científico y técnico del mundo en esa época, y trajo la devastación a Europa y dolorosas consecuencias a buena parte del mundo. Lo cual, por cierto, es algo que deberíamos recordar cuando nos insisten en que el desarrollo de las naciones es el antídoto de la guerra.

Otro ejemplo de lo que quiero decir lo encontramos en la única utopía que se pensó que podría hacerse realidad: en la sociedad sin clases de Karl Marx no hay lugar para la familia. Y es instructivo contemplar el esfuerzo soviético para sustituirla por el Estado: facilitaron el divorcio como en ninguna otra sociedad; enseñaron que los celos eran una perversión burguesa; arrancaron a los niños de sus madres prácticamente al nacer -liberando así de un golpe a los niños para el Estado y a las madres para las fábricas-; impidieron que los padres educasen a sus hijos -al fin y al cabo, ciudadanos como ellos-... Pero la cosa no salió bien: resultó que el proletario estaba tan expuesto a los celos como el burgués; que las madres se desinteresaban de las fatigas de traer hijos al mundo si no se les permitía conservarlos; que si los padres no podían corregir a sus hijos el Estado se encontraba con tal índice de delincuencia que ni siquiera podía soñar con contenerlo (¡y hay que recordar que se trataba del Estado soviético!). Y al final del experimento, después de tanto dolor –dolor personal- inútil, tuvieron que emprender, apresuradamente y a gran escala, la restauración de la vida de familia. Pensaron que podían convertir la utopía en realidad, y descubrieron que la realidad era exactamente lo contrario.

Hay que tener un profundo respeto por la realidad: tenerla en cuenta, contar con ella. Y estudiarla, y analizarla. Y rectificarla: tiene, ya lo sabemos, limitaciones, y debemos intentar superarlas, y remediar lo que se pueda remediar. Pero no podremos hacerlo dándole la espalda, ignorándola. Incluso para cambiarla, para sustituirla por otra,  tenemos que partir de ella: acabamos de verlo.

Solemos hablar de “Poderes” para referirnos a cada uno de los tres brazos en que dividimos las funciones del Estado, y hasta hemos llamado “Cuarto Poder” a la facultad de crear opinión. Pero si “poder” significa "facultad de imponerse", ninguno de esos poderes puede compararse con la realidad, omnipresente e incansablemente resistente. No nos conviene olvidarnos de ella.

Y no nos conviene que la olvide el César.


jueves, 19 de julio de 2012

SER O NO SER, ÉSTA ES LA CUESTIÓN

El reciente documento de la Conferencia Episcopal sobre el amor humano ha sido recibido por algún medio de comunicación con el titular “Los obispos arremeten contra la ideología de género”. Me parece buena ocasión para tratar el asunto con cierto detenimiento.

Es un dato de la experiencia universal que el ser humano percibe su corporalidad como una parte constitutiva de su ser. La persona forma una unidad indisociable con su cuerpo, no tanto porque mi cuerpo y yo somos uno, como a veces se oye decir, sino porque yo soy corpóreo.

Pero el cuerpo humano existe necesariamente como masculino o femenino, y por eso, cada persona es –y lo es en cada una de sus células- masculina o femenina, varón o mujer. No hay otra posibilidad. Y lo es siempre, en todas las facetas y aspectos de la vida: este carácter sexuado es algo que afecta al núcleo más íntimo de la persona. Varón y mujer son dos formas polares de ser persona, como ser mano derecha y ser mano izquierda son dos formas polares de ser mano: diferentes uno y otra, irreducibles uno a otra, pero igualmente personas uno y otra.

La diferencia sexual expresa su recíproca complementariedad, pues se relacionan consigo mismos, con el mundo y con las otras personas respectivamente de manera distinta. Y se refiere también a la forma de sentir, expresar y vivir el amor humano, en el cual concurren inseparablemente con sus cuerpos.

El amor establece entre el hombre y la mujer una alianza que no es simple relación de convivencia, sino que afecta al mismo núcleo de la masculinidad y la feminidad y se refleja en todos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad… Una alianza de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir lo que tienen y lo que son, una alianza que exige abrirse y entregarse plenamente.

Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor que se renueva cada día y se hace más profundo y más fuerte compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de toda la persona. Aquí surge la exigencia de fidelidad: por el matrimonio cada uno de los esposos ha pasado a formar parte del otro, y por eso se “deben” el uno al otro. Y, siendo el amor conyugal una donación plena de sí mismo al otro, el matrimonio exige de raíz que esa donación sea en exclusiva y para siempre: “me entrego a ti, pero también me entrego a otros”, o “me entrego a ti de momento, pero mañana ya veremos” son frases que expresan exactamente lo contrario de una donación total.

Hasta aquí todo trascurre en el ámbito de la privacidad. Pero surge ahora otra dimensión del amor de los esposos. Al tratarse de un amor que rechaza cualquier forma de reserva, la expresión de ese amor, abierto a la sexualidad, se encuentra naturalmente orientada a la procreación. No es una casualidad que la expresión física de ese amor conduzca de modo natural a los mismos gestos que llevan a la procreación.

Pero esa procreación implica la crianza y educación de la prole, y eso exige continuidad, colaboración, estabilidad; pero también, muchas veces, sacrificio y renuncia de sus miembros. Porque vivir con rectitud el matrimonio cuesta, es difícil. Pero tiene un profundo interés social. Y por eso el Estado, que no se inmiscuye en la vida afectiva de los ciudadanos, que no le interesa quién quiere a quién ni quién se acuesta con quién -¡no faltaba más!-, pero que tiene un interés claro y decidido en el nacimiento y educación de nuevas generaciones, por eso -y sólo por eso- se hace presente en el momento de la formalización del matrimonio, recibe el compromiso de los contrayentes de constituirse como tales –con la aceptación de las mutuas obligaciones y de las que adquieren de cara a esos hijos y, por tanto, de cara a la sociedad - y, en justa reciprocidad, se obliga ante ese matrimonio, teniendo con él una consideración especial, que se traduce en el Derecho de Familia. Son las contraprestaciones a la insustituible función social del matrimonio, la forma que tiene el Estado de asegurarse de que la sociedad tendrá continuidad.

Por eso cuesta entender que el Estado, ahora, agravie al matrimonio aplicando ese mismo Derecho de Familia a quien no contribuye al futuro de la sociedad de la misma forma que lo hace un matrimonio, porque el Estado, insisto, no se interesa en las relaciones amorosas de sus miembros –una intromisión gravísima en la vida privada de los ciudadanos que hasta hace poco se habría considerado inaceptable- sino sólo en proteger el motor del recambio generacional. Invirtiendo la razón y actuando contra sus intereses, el Estado es ahora el primero en desproteger el matrimonio, convirtiéndolo, con la ley de divorcio-express, en uno de los contratos que menos obligaciones comporta y cuya rescisión es más sencilla. O usurpando sus funciones, adjudicándose una responsabilidad en la formación moral de los ciudadanos que no le corresponde.

Una situación, en fin, en la que el Derecho promueve la mayor de las injusticias: tratar a una realidad como si fuese lo que no es.

lunes, 12 de enero de 2009

UNA APROXIMACIÓN A LA FAMILIA. Respuesta a José Asensi Sabater (1)

Se difumina el concepto de familia, se extiende la confusión. Ante la diversidad de versiones de la familia parece atractiva la idea de analizarla “hacia atrás”, desde el presente, para descubrir en qué consiste. Pero pensar hacia atrás nunca es buena idea, porque plantea las cosas al revés, y cuando planteamos las cosas al revés podemos estar seguros de que alcanzaremos una conclusión equivocada. Me gustaría intentar la actitud contraria: empezar por las premisas y ver adonde me lleva la conclusión.

Para empezar, acudiré a los datos de la naturaleza, que me permitirán saber “hacia dónde cae” eso que llamamos familia. Uno de los hechos incontrovertibles de la evolución de las especies es que en el caso de la especie humana ha tomado la dirección de mayor inmadurez en el momento del nacimiento, y de eliminación de los instintos, todo lo cual obliga a un período de aprendizaje en los primeros años de vida, lo que a su vez exige una estrecha y prolongada convivencia del niño con sus padres, que cooperan en la educación de los hijos y en la supervivencia de la familia.

De modo que si algo podemos afirmar es que la familia trae su origen de la propia naturaleza humana. El hecho de que a lo largo de la historia aparezca modulada por factores culturales no debe hacernos perder de vista que su origen último nunca puede reducirse a hechos culturales. Y es verdad que aparece modulada de diversas maneras y en diferente grado, pero en todos los modelos de familia encontramos algunos puntos invariables que pueden tener algún interés para nuestro propósito: para empezar, se forja, como hemos visto, a partir de la unión de un hombre y una mujer, ambos con un carácter mutuamente complementario, y con la posibilidad de establecer una relación estable entre ellos. Esa relación se hace pública ante la sociedad, pero la sociedad hace algo más que aceptarla: reconoce en esa relación la fuente de nuevos ciudadanos y su importancia en la primera formación de los mismos; es decir, la sociedad reconoce en la familia su propio origen.

Esto es lo que históricamente ha venido siendo una familia, y es lo que nos encontramos en las manos cuando intentamos la comprensión de las nuevas formas sobrevenidas. Intentemos ahora responder a algunos puntos más detenidamente.

Se ha hecho notar el papel indudablemente práctico que desempeña la familia, y se ha utilizado como argumento para combatir el concepto de “familia natural”. Pero este planteamiento da a entender que la naturaleza debería agotarse en la producción de formas inútiles, exactamente lo contrario de lo que nos enseña el propio Darwin: que perdura lo que resulta ventajoso.

¿Introduce el amor un elemento de inestabilidad en la familia? Aquí habría que decir dos cosas: la primera es que el amor no es tanto un sentimiento como un movimiento de la voluntad, que cuando yo amo a alguien sólo secundariamente experimento un sentimiento; lo primario es mi determinación a permanecer junto a esa persona y hacer mías sus necesidades y proyectos; más exactamente, a hacer que esa persona pase a formar parte de mi proyecto. Y si es cuestión de voluntad, su constancia no depende ya de la veleidad de un sentimiento, sino de algo más profundo. Lo segundo que hay que decir es que, como todo lo humano, la determinación de la voluntad admite grados y no está clausurada: permanentemente debe confirmarse y afianzarse en mi proyecto de vida. De modo que si observamos inseguridad en la familia no es porque intervenga el amor, sino porque interviene el hombre, que no está nunca “dado”, que es una realidad “viniente”. Eso es lo que le da consistencia humana y valor tanto a las relaciones familiares como a cualquier relación personal que establezcamos. No hay que temer, porque si el amor es asunto de la voluntad, entonces podemos estar tranquilos: estamos en nuestras propias manos.

En cuanto a la diversidad actual de modelos, eso no indica más que la extraordinaria vitalidad de la familia incluso en sus formas deficitarias o parciales. Porque es verdad que una familia mermada sigue siendo una familia. Pero es verdad que está mermada. Su forma plena puede ser infrecuente, incluso puede no darse en nuestra realidad inmediata, pero no por eso deja de ser su forma plena. Podría, en todo caso, argüirse que la plenitud es un grado difícil de alcanzar y de sostener, pero ¿hay alguien tan ignorante de la condición humana que se sorprenda por eso?

¿Está a la vista que la familia natural no puede erigirse como patrón jurídico? Esa es una cuestión algo más peliaguda, y lo es por un motivo que ha generando cierto debate últimamente: ¿cuál es la fuente del derecho? Podemos responder que la propia legislación positiva, de modo que sería derecho todo aquello que reconozca la ley como tal. Sería el caso del derecho a perseguir judíos, o palestinos. Y podemos pensar que la ley positiva se limita a reconocer un hecho anterior que fundamenta ese derecho. En el caso que nos ocupa bien puede pensarse que la figura de la familia recibe un trato especial en materia sanitaria, fiscal, de pensiones, etc, en virtud de su ya mencionado papel, único e irrenunciable, como motor del recambio generacional. Papel, por cierto, que algunas formas "familiares" recientemente diseñadas por nuestros legisladores no cumplen ni siquiera en sentido analógico remoto.

(1)
"La familia al natural", Diario Información, 1 de enero de 2009.