miércoles, 31 de marzo de 2021

GETSEMANÍ

Está condenado a muerte. No tiene escapatoria, ya lo sabe. Siempre lo ha sabido, ha hablado de ello, se lo ha anunciado a las personas más cercanas. Su propia palabra infundía serenidad a los que lo oían. Hace sólo unos días admitía ante ellos que su corazón estaba turbado. A pesar de lo cual, les decía, ¡qué iba a hacer sino aceptar el futuro que está esperándolo desde hace tantos años! El miedo ya estaba aquí, pero todavía era gobernable. 

Ahora es otra cosa. Lo tiene ya encima, le está aplastando. Ha dejado de ser una amenaza lejana y se revela como un peso colosal, abrumador, que le hace tambalearse, que lo aplasta como a un gusano. Todo el mal del mundo cae sobre él. 

Crece la angustia en su corazón, una angustia mortal. Acorralado por el miedo, hundido en la miseria: reducido a pura miseria humana sin contemplaciones ni paliativos. Vacilante. Tembloroso. La inminencia de la muerte le infunde pavor. Ésa es la condición humana a la que ha descendido sin trampas, sin privilegios, en su más cruda realidad. 

Abrumado por el horror de la cruz, por la pesadumbre del mal, mira a su alrededor y sólo encuentra soledad y abandono. Grita al cielo, él, que decía “Yo sé que siempre me escuchas”, pero no hay respuesta. A su grito (“¡Mírame!... ¡Mírame,...!”) responde un muro de silencio. 
 
Los suyos están cerca. Pero son impotentes ante este dolor, ante este final irrevocable que estaba ya escrito desde antes del principio. Va a morir, pero ¿qué pueden hacer ellos? ¿Cómo van a impedirlo? Habría que tener el poder y la fuerza de Dios para salvarlo. 
 
De sobra sabe él que nada va a evitar su muerte, que nadie puede hacer nada por su vida. Y, sin embargo… 
 
Sin embargo, aun sabiendo que nada va a evitar su muerte, ha acudido a ellos. “Quedaos aquí y velad conmigo”. Busca calor en sus amigos. No espera ya un milagro, pero su corazón necesita su compañía y su consuelo. No pueden hacer nada por su vida, pero sí pueden cambiar su muerte. Puede morir abandonado, apartado a un lado, como alguien ante quien se vuelve el rostro, o puede morir arropado por el calor de otro corazón que late con el suyo. 
 
Morir con una muerte a la altura del hombre. Con humanidad. Como mueren las personas que son amadas. Su Padre, “que siempre lo escucha”, actuará en su momento, ya lo sabemos. Pero ahora les toca a ellos reflejar con su vida ese amor que tiene el Padre.

miércoles, 24 de marzo de 2021

ESPECIES DE LA EVOLUCIÓN HUMANA

Todos sabemos qué es una especie a condición de que nadie nos lo pregunte. Porque cuando tenemos que contestar a eso acabamos contra la pared. El propio Darwin reconocía que era un término poco nítido (“un término asignado arbitrariamente, para mayor conveniencia, a un conjunto de individuos que se asemejan notablemente”).

 Ciento cincuenta años más tarde, las cosas no están mejor. Basta darse un paseo por las diferentes ramas de la Biología para comprender que no es fácil delimitar con nitidez una especie. Hay un criterio biológico (que se fija en que sean capaces de reproducirse dentro del grupo pero no fuera de él, y en que sus hijos sean fértiles), otro ecológico (que se fija en su adaptación a nichos biológicos concretos), otro evolutivo (evolucionan separadamente), otro filogenético (proceden de un antepasado común), otro morfológico, (comparten determinados rasgos físicos) y, finalmente, otro genómico (comparten un genoma). De modo que cuando oímos a un científico hablar de especies todavía no sabemos de qué está hablando. 

 La cosa se complica si nos asomamos a nuestro árbol genealógico: catorce especies del género Homo en 3,5 millones de años. Catorce. Quizás no sea un número excesivo: la Biología es caprichosa, y, además, el hallazgo de restos fósiles depende de multitud de circunstancias, empezando por el interés personal de los investigadores. Pero, ¡vaya!, son un buen puñado de especies. Nuestro caballo, por ejemplo, alcanzó su forma actual hace 5 millones de años.

 Por sus nombres (“Homo nadeli”, “Homo habilis”, etc) uno diría que se trata, efectivamente, de especies biológicas; pero, en realidad, no es más que un truco para poder referirnos a ellas. El nombre que reciben de verdad es simplemente un código (por ejemplo, KNM-ER 1813), pero luego se les agrupa según ciertas semejanzas morfológicas para poder manejarlos mejor, “para mayor conveniencia”, como decía Darwin. Porque todas, con una sola excepción, se han definido con un criterio morfológico. 

 La excepción es Denisovano, la primera especie fósil definida por su genoma. Sabemos que en los tiempos que corren la clave para todo lo que huele a vida ya no es la forma, sino el ADN. Y ahora que se estudian cada vez más genomas resulta que aparecen constantemente nuevas noticias de híbridos entre las más recientes especies de Homo: heildelbergenses y denisovanos comparten ADN mitocondrial, denisovanos y neandertales comparten ADN nuclear, hombres modernos europeos e indonesios comparten genes con denisovanos, heildelbergenses comparten ADN nuclear con neandertales y hombres modernos y ADN mitocondrial con denisovanos,…

 Nuestro árbol genealógico se está convirtiendo en una maraña inextricable. Tanta especie está dejando de ser “conveniente”. Quizá haya llegado el momento de sentarnos y pensar. Es lo que sugiere el profesor Rafael Jordana, catedrático emérito de la Universidad de Navarra, que en su libro “La ciencia en el horizonte de una razón ampliada” nos da un toque de atención: tanto entrecruzamiento de ADN ¿nos está diciendo que pertenecemos todos a la misma especie?