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martes, 29 de mayo de 2012

EL COLOR DEL CRISTAL

Cuando se acerca al poema que Antonio Machado dedicó en junio de 1938 “a Líster, jefe en los ejércitos del Ebro” que expresa el deseo “si mi pluma valiera tu pistola”, el lector experimenta un sentimiento que lo sacude por lo sorprendente, casi diría que por lo inconciliable que resulta con la trayectoria del poeta, que en ese momento era ya larga: la impresión de que el poeta es infiel a sí mismo. En dos sentidos: es infiel a su vocación poética, arrastrado por una pasión bélica que el momento contagiaba y que le hace “bajar el tono” poético (y que hace también que “se le vaya la mano”, todo hay que decirlo), pero también infiel a la verdad, a la contemplación serena de la realidad, a la que ha dedicado tantos versos. Porque Antonio Machado no podía desconocer el enorme poder de la palabra para cambiar la realidad. A nosotros nos basta recordar cómo era España hace cuarenta años, y cómo es ahora: el cambio se ha producido únicamente por medio de la palabra. Ése es su poder. Quizás no tan inmediato como el de las armas, pero muchísimo más eficaz y duradero.

Por eso es inquietante la actual simplificación de recursos expresivos, que comenzó siendo propio de la juventud –y, por eso, transitorio- pero que se extiende a otros grupos de edad y se resiste a abandonarnos. Lo que hace el caso grave es que la simplificación expresiva lastra el pensamiento, que se simplifica también, y se hace caricatura de sí mismo. Desaparecen los matices, que son lo que nos permite ceñirnos a la realidad, y se produce la sustitución de esa realidad por otra cosa más chata, sin relieve ni contrastes, algo que no es real pero que es tratado como si lo fuera: es, en definitiva, la falsificación de la misma vida.

Y sin embargo, cada día es más frecuente la renuncia a los matices y la simplificación del pensamiento. Un ejemplo es esa expresión que acaba llegando a los labios de cualquiera que tenga un micrófono cerca: “¡Exijo...!”: “¡Exigimos a ETA que abandone las armas!”, “¡Exigimos que se libere a los detenidos!”, “¡Exigimos que se readmita a los despedidos!”, etc. Habría que preguntar: “Y si no,... ¿qué?”. Porque el que exige “pide imperiosamente”, es decir, se apoya en la fuerza, amenaza con recurrir a ella si no consigue lo que pide. ¿Estamos de verdad, en esos momentos, en condiciones de exigir? Hay otras posibilidades más ajustadas a la realidad y más suaves –“solicitar”, “pedir”, “reclamar”,...- que no acorralan al contrario y le dejan una salida honrosa a la que puede recurrir para dar satisfacción a nuestras pretensiones, y que, además, mantienen abierta la posibilidad, llegado el caso, de “apretar” para forzar la mano de la otra parte. Pero son verbos que han desaparecido del vocabulario corriente y ya nadie piensa en ellos: no estamos por contemporizar con nada, lo debido parece ser imponernos a cualquier precio.

Hay un ejemplo que me parece especialmente peligroso: hoy, de nadie se dice que se ha equivocado: si se demuestra que lo que dijo no se ajusta a la verdad, la conclusión inmediata es: “¡Ha mentido!”. Claro que no es indiferente. Equivocarnos es algo que fácilmente nos pasa varias veces al día, mentir es otra cosa. Si digo de alguien que se equivoca, todavía no he dicho nada, pero si digo que miente, lo que digo es que pretende engañarme, que mantiene una postura claramente contraria a la verdad para aprovecharse de mí. Señalar al que se ha equivocado como un mentiroso produce una reacción de hostilidad hacia él, y el efecto último es minar la convivencia. (Entre paréntesis: paradójicamente, cuando la mentira es real y se demuestra, la reacción suele ser el olvido inmediato… no del personaje en cuestión, que ha hecho méritos para que no volvamos a prestarle atención; no: nos olvidamos de que ha demostrado no merecer nuestra confianza).

Recientemente, el periodista Antonio Caño se preguntaba por qué en España ya nadie “critica”, sino que “arremete”; ya nadie “derrota”, sino que “tumba”; ya nadie “protege”, sino que “blinda”. Si alguien se manifiesta contrario a la posición de otro, podemos estar seguros de que la noticia no dirá que no está de acuerdo con él, sino que “le ataca”; si se denuncia la actitud o las palabras de alguien, no se dirá que las rechaza, sino que “reprime” a esa persona. Y, naturalmente, es difícil sentir alguna simpatía por quien “arremete”, “ataca” y “reprime”.

Asistimos invariablemente al uso sistemático de verbos extremos, antipáticos, que no invitan a la concordia, que enfrentan, que crispan. Yo creo que si los periodistas ampliasen su vocabulario con estos verbos “extinguidos”, especialmente para referirse a lo que no es de su preferencia –sea Papa, Rey, partido político, sindicato, empresario, diputado, equipo de fútbol,...- veríamos las cosas con otro aspecto cuando nos levantamos por la mañana.

No es buena cosa escribir “a la tremenda”, y nos estamos acostumbrando a un cierto “tremendismo” en la vida –y en la opinión- pública. No es peligroso mientras sea un fenómeno marginal, pero nos exponemos a que deje de serlo, a que el fleco se extienda a todo el tejido social, y ya sabemos que la extensión de un fleco a todo el tejido significa que se ha deshecho el tejido.