Mostrando entradas con la etiqueta mentira. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mentira. Mostrar todas las entradas

miércoles, 18 de octubre de 2017

ENEMIGO PÚBLICO



Mientras vivimos con unánime inquietud en toda España las vicisitudes a las que “el procès” nos está arrastrando se hacen públicas diferentes opciones para corregir o atenuar los graves inconvenientes que ahora son, por fin, evidentes hasta para sus más decididos partidarios. Estamos ya metidos en faena, y no sabemos cómo acabará la cosa, pero sí sabemos que acabará: al final, la vida sigue. Y -con permiso de Julio Iglesias- no queremos que siga igual. Algo hemos sacado en limpio de todo esto. 

La figura del político tiene mala prensa, y estamos tentados de decir que con razón. Pero debemos hacer un esfuerzo por revalorizarla: presta un servicio imprescindible a la convivencia y el buen funcionamiento de la sociedad, y amortigua los tirones desde las bandas. Claro que eso obliga a contemporizar, a hacer concesiones y renuncias, a tragar a veces sapos y culebras. Sólo así es posible el entendimiento y la convivencia.

Poco a poco se ha ganado su prestigio entre nosotros la idea de “tolerancia”, que suena tan dulce a nuestros oídos: hay que tolerar un cierto margen de maniobra a la palabra y la acción del político, dejar cierta holgura para que encaje con su vecino. Al fin y al cabo, de ello depende la paz y la armonía social que necesitamos todos.

Y, en consecuencia, no acabamos de tomarnos en serio, hasta el final, su discurso. Sabemos que está destinado a realizarse a base de dejarse jirones en el camino, y tendemos a ser indulgentes si, por esas cosas de la política, tiene que rebasar alguna línea roja: ya se entiende que son maneras de hablar, un tributo a la galería.

Y así, poco a poco, vamos haciendo hueco a la falsedad hasta llegar a sentirnos cómodos con ella, y si alguien nos la señala y la denuncia le hacemos ver que tiene poca importancia, que en lo que debe fijarse es en el objetivo que persigue el personaje en cuestión, y pelillos, a la mar. El camino está ya preparado para aceptar, finalmente, la mentira pura, deliberada, que luego, a fuerza de repeticiones, acaba siendo aceptada como verdad y se levantan sobre ella programas y doctrinas. Programas y doctrinas que son, naturalmente, castillos en el aire, y acaban, como estamos viendo ahora, en nada bueno para nadie.

Este es el peligro de cruzar indiferentemente “líneas rojas”. Se nos olvida que la tolerancia se refiere sólo a lo malo -no toleramos lo bueno-, y que hay cosas ante las que debemos ser intolerantes. O, para decirlo con palabras que no provoquen rechazo, hemos de tener tolerancia-cero.

Hay cosas máximamente respetables ante las que no es posible seguir tragando sapos y culebras, y la más respetable de ellas es la realidad: cuando alguien nos pide que la sustituyamos por lo que él nos cuenta es el momento de darle la espalda. No se pueden hacer concesiones a expensas de la verdad, el precio que se paga es siempre altísimo. Cuando rastreamos el origen de cualquiera de los graves conflictos que salpican la Historia siempre descubrirnos una falsificación de la verdad, cuando no una mentira deliberada: en los Balcanes, en las Guerras Mundiales, en la nuestra Civil,...

Hemos convivido pacíficamente durante años con la labor de zapa de una mentira programática llevada adelante con constancia e implacablemente, y esto a lo que ahora asistimos no es más que su consecuencia natural: la quiebra de la estabilidad y de la armonía social, el envenenamiento de la convivencia, la abolición de la espontaneidad, la intrusión del recelo, de la sospecha, del miedo: en suma, el encorsetamiento de la libertad, la vida en falso.

Es necesario señalar y excluir la mentira: no es aceptable convivir con ella. No es algo comparable con el error: al error tenemos derecho, es posible -es inevitable-, y se puede convivir con él, siempre que lo reconozcamos y estemos dispuestos a rectificar oportunamente. Pero con la mentira no puede haber transigencia: el mentiroso deforma conscientemente la realidad y opta por una actitud hostil, dañina: nos ataca. Por eso debe ser señalado. No merece nuestra atención, hay que desacreditarlo inmediata e inapelablemente.

Se da por sentado que todo el mundo miente. No es verdad. Pero sí es verdad que hoy existen grupos, partidos, publicaciones, que mienten por sistema, que han hecho de la mentira una forma de instalación en el mundo. Su sombra se proyecta con una eficacia desconocida, alentada por una aceptación social cómplice y acrítica.

No perdamos la esperanza. Las personas son, en su mayor parte, decentes. Les gusta lo bueno y lo distinguen de lo malo, prefieren lo mejor a lo menos bueno y reconocen la bazofia aunque se les presente aliñada. Puede ser que, alguna vez, pasiva y resignadamente, acaben por aceptarla, pero no se entregan a ella. Son capaces de sentir admiración por lo que es admirable y lo repugnante les provoca rechazo. No siempre se atreven a alzar la voz entre el griterío que les rodea,  pero reconocen el fulgor de la verdad y perciben con claridad la hostilidad de la mentira. 

No hay más defensa contra el mentiroso que aislarlo, dejarlo al margen, “pasar de él”. ¿Merece la pena seguir dedicando nuestra atención y nuestro tiempo al que ha probado ya que miente? No podemos poner nuestra vida en manos de quien la desprecia. No podemos ser solidarios con quien pretende que las nuevas generaciones ignoren quiénes son, de dónde vienen, en qué época han nacido y de qué recursos disponen para vivir una vida a la altura de su tiempo.

lunes, 25 de agosto de 2008

LA MENTIRA

Acaban de terminar unos Juegos Olímpicos cuyo Comité Organizador ha confesado que en la ceremonia de inauguración hubo fraude. No lo ha dicho así, pero eso es lo que ha dicho. Ha pretendido justificarlo en vistas de un interés nacional anterior y superior a la ceremonia, pero ha admitido que falseó la realidad para trasmitir una idea distinta, artificial, de su país; es decir, ha confesado su intención de engañar. O sea, que ha mentido. Porque mentir, a pesar de lo que estamos acostumbrados a oír a nuestros políticos, no es faltar a la verdad. Faltar a la verdad es algo que todos podemos hacer, porque no somos infalibles y nos equivocamos muchas veces al día. Mentir es otra cosa, mentir es deformar voluntariamente la verdad para engañar a otros; y esto es algo que sí podemos evitar.
 
Pero lo más significativo no ha sido esa mentira, sino la imperturbabilidad con que la mentira ha sido acogida. Apenas se ha levantado alguna voz de censura por lo que consideraba un acto de discriminación; lo mayoritario ha sido aceptarla con una sonrisa indulgente que ha puesto de manifiesto que, en el fondo, vivimos en una sociedad que vive de espaldas a la verdad, si no directamente contra ella. Esto, y no lo que pueda tener de discriminatorio, es lo más grave del asunto. En realidad, ya sabíamos que la verdad no es uno de nuestros valores, y tuvimos una buena prueba de ello cuando, en los mundiales de Corea-Japón, Ronaldo declaró sin ruborizarse que había fingido el penalti que le valió una victoria. Ahí estaba la novedad: “sin ruborizarse”. Siempre hemos convivido con la mentira, pero hasta ahora se consideró que era algo vergonzoso, cuyo conocimiento público desprestigiaba a su autor. Ahora no, en estos tiempos utilitarios sólo se valora un acto por el beneficio que produce, sin referencia a un valor propio intrínseco. Por eso, inmediatamente, el Real Madrid ofreció por el jugador una cantidad indecente de dinero. Y por eso el jefe del Partido Comunista Chino, Liu Qi, que conoce la realidad, ha declarado al finalizar los Juegos: “El mundo ha recuperado su confianza en China”.
 
Éstas son las cosas que expulsan a la verdad. Pero expulsar a la verdad tiene consecuencias. La primera es que las falsificaciones se acumulan hasta impedirnos desenvolvernos en la realidad, en la que braceamos a bulto con la esperanza de dar con algo a lo que agarrarnos. Pero la realidad es como es, y va a seguir siéndolo después de su ocultamiento, porque no puede desistir. Por eso acaba reapareciendo y vengándose de los desprecios que recibe. Aunque, lamentablemente, no siempre en la persona que la despreció. Por eso debemos defendernos y aislar al mentiroso, excluirlo de nuestra atención, ponerlo en evidencia para contrarrestar el efecto de sus mentiras.
 
Pero faltar a la verdad tiene otra consecuencia que es, acaso, más grave: con la repetición de mentiras nos vamos convirtiendo en mentirosos. Esto puede no parecer muy grave en los tiempos que corren, pero la verdad es que lo es en un grado que no sospechamos. Aristóteles fue el primero en afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber” y nuestra historia muestra que aspiramos a conocer la verdad de todas las cosas y a conocer toda la verdad de cada cosa. Pero si “el hombre es el ser que busca la verdad”, vivir contra ella es vivir contra nuestra propia naturaleza, es hacernos la guerra, cortarnos las alas y renunciar a nuestra humanidad. Recuerdo haber oído expresiones como “¡Mira qué vicio ha cogido esa puerta!” para expresar que, por la humedad o el largo tiempo que había permanecido abierta, la puerta se había combado o descendido, y ya no podía cumplir el papel para el que fue pensada: cerrar el hueco de la pared. Éste es el verdadero sentido de la palabra “vicio”. Por eso decimos que el hábito de la mentira es un vicio, porque nos incapacita para entrar en posesión de la verdad y dar satisfacción a nuestra tendencia natural. Cuando Jesús dijo que la verdad nos hará libres no estaba diciendo ninguna tontería. Es cierto que, en el fondo, los hombres no somos muy diferentes unos de otros, y, desde luego, nuestras diferencias estriban no tanto en nuestros logros como en nuestras pretensiones, pero la pretensión de vivir en la verdad o de espaldas a ella es definitiva.
 
Hay una tercera consecuencia que ofrece alguna esperanza y que está en la base del derecho a la libertad de expresión: cuando oigo a alguien mentir, o defender la verdad, tengo información de primera mano sobre esa persona, una información que me permite saber quién es en el fondo el que está hablando, conocer su catadura intrínseca, saber si puedo fiarme de él o no, si debo prestarle atención cuando tenga de nuevo la oportunidad de oírle; en definitiva, me permite saber a qué atenerme con respecto a esa persona. Por eso importa no olvidar quién propaló las mentiras que se han demostrado tales, porque ha puesto en evidencia que no merece nuestro crédito ni nuestra atención.
 
Y, en el fondo, las propias mentiras proclaman el valor de la verdad, porque su pretensión es hacerse pasar por ella y ser apreciadas como verdades. Los que desprecian la verdad y apuestan por la mentira necesitan, para conseguir sus fines, que nosotros sí apostemos por la verdad. La mentira se contradice, se destruye a sí misma. No sería posible en un mundo de mentirosos.