"...Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado" (Quevedo)
En 1781 publicó
Leonardo de Uria y Orueta una biografía de Carlos XII de Suecia. En un momento
en que la edición de libros, por su coste y por el escaso número de lectores,
era una aventura financieramente arriesgada, el hecho de que se acometiese la
publicación de esta obra da una idea del número de probables lectores
interesados en ella: había un lugar para la esperanza en la España de su
tiempo.
Pero lo que me interesa señalar es que en el “Prólogo al lector”
Uria se refiere a su biografiado como “Príncipe a quien universal compasión
lloró luterano”. No es frecuente encontrar expresiones como ésa, y menos
motivadas por la fe religiosa. Son palabras que, leídas en frío, pueden parecer
fruto de la ampulosidad literaria del momento, pero yo he vuelto a ellas ahora,
unos días después de asistir en la prensa al dolor desesperanzado de Fernando
Savater en el tercer aniversario del fallecimiento de su esposa. “El amor
continúa en la ausencia -dice el filósofo-, sin consuelo ni
desánimo”. El dolor, que no es la soledad, sino la ausencia, el hueco que
deja la persona amada. Fernando Savater nos enfrenta a la pérdida del amor
profundo, verdadero, que se perpetúa en la queja de quien “nunca dejará de
echar de menos”. Es inevitable que nos alcance ese sentimiento de compasión
del que hablaba Uria.
“Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia es seguir
fiel a la presencia borrada del amor”, nos dice Savater. El amor nos
transforma, nos configura para incluir a esa persona. Ya no podemos renunciar a
ella, porque supondría dejar de ser quien somos. Sólo podemos seguir viviendo
en hueco, en falso.
No estamos acostumbrados a asistir públicamente a esa clase de
amor. Lo que estamos habituados a ver son los amores de quita y pon, que
funcionan como remolinos de superficie: nos alcanzan y se alejan de nosotros
sin afectar a las corrientes profundas de nuestra vida.
"No hay mayor dolor que recordar el tiempo de
felicidad en la desgracia", decía Dante. Por eso conmueve la situación
de Savater. Por eso, y porque nos sorprende desarmados, indefensos, sin nada a
lo que agarrarnos para sobrevivir a la riada. Y, sin embargo, ya desde los
enterramientos del hombre de Neandertal se pone de manifiesto que el hombre ha
sentido, desde sus orígenes, cómo la vida ordinaria, la vida concreta de cada
uno, de cada día, se abre a la trascendencia. Y se abre de forma natural, no
forzada, como consecuencia del vivir real y ordinario del hombre concreto.
Aspiramos a la inmortalidad porque amamos, y no renunciamos pacíficamente a amar.
Por eso, Gabriel Marcel, hombre esperanzado, aseguraba que “Amar
a alguien es decir: -Tú jamás morirás”. Jamás morirás, porque tu
desaparición supone la mía, mi vida exige que vivas tú para que yo pueda seguir
siendo quien soy: mi vida -mi amor- reclama tu inmortalidad. Sólo el amor
vuelve a poner a la vida en su lugar. En 1981 se despedía Simone de Beauvoir de
Jean Paul Sartre, su cuasi-compañero de más de cincuenta años, con estas
palabras abatidas: “Su muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”. Es la
expresión de su propia vida desolada. Entre nosotros, Julián Marías afrontaba
la proximidad de la muerte con la ilusión del que se acerca a su plenitud: “Mientras
me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable…”. Dos
filósofos en las antípodas, dos conceptos antagónicos de la vida humana.
La muerte no puede tener la última palabra, porque es
inconciliable con nuestra más íntima realidad, con nuestra más profunda
aspiración. Transformaría nuestra vida en un absurdo, y nos enseñaron en el
colegio que la reducción al absurdo probaba la falsedad de una sentencia. No es
sorprendente que el propio Sartre definiera al hombre –se definiera a sí mismo-
como “una pasión inútil”: la vida humana carente de sentido, el absurdo
como bandera.
Planteada la muerte en serio, que es como la plantea la vida
real, se esfuman esas concepciones vaporosas del “donde quiera que esté” y
otras parecidas. Planteada en serio, la cuestión de la muerte sólo se resuelve
de una de estas dos maneras: o en el absurdo y el nihilismo de Sartre y de
Beauvoir, que cierra el paso a la felicidad ya desde ahora, o la actitud
esperanzada y abierta a la plenitud en la trascendencia de Marcel y Marías.
Precisamente en estos días celebramos la muerte y la resurrección de Jesús, el
hombre en el que se manifestó Dios, del que dice la Escritura que es Amor, y
del que brota la vida. Porque sólo la vida perdurable es capaz de albergar al
amor en su plenitud. Tenían razón Marcel y Marías, se equivocaban Sartre y de
Beauvoir: la vida tiene un sentido, el amor nos ha hecho inmortales y no hay
mayor consuelo que considerar, en la desgracia, la felicidad que se aproxima.