martes, 21 de febrero de 2012

EL AUGE DEL PRIMITIVISMO

  

Nos cuesta apreciar lo que tenemos, ya lo sabíamos. Pero o aprendemos a valorarlo, o acabaremos por perderlo. Es el caso del nivel desde el que ahora vivimos, que no es fruto espontáneo de la naturaleza, sino la consecuencia del trabajo y el tesón de los que nos precedieron. Nosotros tenemos la responsabilidad de, por lo menos, conservarlo sin deterioro. Todo eso que tan frecuentemente oímos acerca de la “conservación del medio ambiente” y de “¿qué planeta vamos a dejar a nuestros hijos?” debemos aplicarlo con más afán aún, porque es infinitamente más precario y frágil, al medio ambiente científico y técnico, que nos ha traído desde Altamira hasta aquí: un viaje tan trabajoso que dudo yo de que ni siquiera los más sinceros ecólatras estén dispuestos a sacar billete de vuelta.

No tengamos tanta prisa en exaltar la vida natural antes de pensar despacio lo que vamos a decir, porque alguien podría preguntarnos qué significa eso de la vida natural: ¿estamos dispuestos a irnos a vivir a una cueva y a cubrirnos con pieles? Durante unos años se ha extendido la creencia de que la práctica de las vacunaciones atenta gravemente contra la vida natural, que, nos dicen, tienen sus propios recursos para salir adelante. Lo malo es que no se ve muy bien qué razones podría tener "la naturaleza" para preferir favorecerme a mí en vez de al virus del SIDA, pongo por caso. O del sarampión, que es ahora de máxima actualidad. Cuando las primeras familias de inconformistas decidieron desengancharse de los programas de vacunación pudieron mirar alrededor con una sonrisa de suficiencia: no se habían vacunado y, sin embargo, no enfermaban, exactamente lo que vaticinaba su doctrina de la "defensa natural”.

Estaban engañados, pero eran incapaces de aceptar los razonamientos de la medicina tradicional. Y la explicación era muy sencilla: estaban, efectivamente, protegidos contra esas enfermedades, pero no por una "defensa natural", sino por un cordón sanitario formado por toda la población restante que sí estaba vacunada y que actuaban como cortafuegos que impedía a los agentes infecciosos llegar hasta él. Hasta él, que tan alegremente había renunciado a mirar el riesgo que corría.

Era un espejismo, pero un espejismo que reclutaba partidarios nuevos cada día. Y nadie escuchó a los expertos. "Los médicos no saben Medicina", era la conclusión. Es verdad: hay muchas sombras en la Medicina, muchas preguntas aún sin respuesta, y muchas incertidumbres que probablemente nunca llegarán a ser certezas. Pero aun con todo eso, los médicos siguen siendo los que más Medicina saben, y es una temeridad despreciar las enseñanzas de 2500 años de historia para volver a los chamanes y a la doctrina de los cuatro humores, porque ése es exactamente el billete que nos devuelve a Altamira. Ahora, cuando se han multiplicado los "huecos" de ese cortafuegos defensivo y la enfermedad ha llegado hasta nosotros, nos echamos las manos la cabeza. ¿Por qué no pensamos las cosas antes? Reconstruir ahora ese cortafuegos es, desde luego, más laborioso, más caro y más lento que echarlo abajo despreocupada e irresponsablemente.

El caso de las vacunas es un buen ejemplo, pero no es el único. Acabamos de conocer la triste noticia de la muerte de Caroline Lovell, conocida por su encendida defensa de los partos a domicilio: ha muerto tras dar a luz a su hija Zahra en su casa de Melbourne. No se puede evitar sentir rabia mezclada con una honda tristeza por esa mujer a la que una idea romántica del parto ha podido costarle la vida. Y sobrecogidos aún por esta dramática noticia, nos llega un estudio que publica American Medical News en el que comparan esta práctica con la del parto hospitalizado a partir de la experiencia en los EE.UU. Es verdad que el parto en casa no es ya lo que ha sido durante milenios, y la atención sanitaria en esos momentos puede en muchos aspectos trasladarse hasta el hogar de la mujer, haciendo de esos momentos un acontecimiento más cercano, cálido y acogedor. Pero claro está que no es equivalente a dar a luz en un entorno hospitalario, y las mujeres que pueden acudir al hospital parten ya con ventaja. Por eso se selecciona cuidadosamente a las madres que serán asistidas en su casa: las mujeres que tienen embarazos tórpidos o complicados y las que tienen hogares problemáticos son derivadas siempre a los hospitales; sólo las madres con todos los datos a favor son asistidas a domicilio. Bueno, pues a pesar de esa selección, el índice de recién nacidos muertos en los primeros días de vida es el doble entre los nacidos en casa que entre los nacidos en el hospital. Es verdad que es un índice muy bajo: dos de cada mil frente a uno de cada mil. Pero es el doble. Es decir: la mitad de ellos se habría salvado si el parto hubiera tenido lugar en el hospital

Son dos noticias que deberían hacernos pensar. A la hora de rechazar lo que hemos conseguido al cabo de los siglos tenemos que saber bien a qué renunciamos y qué es lo que hemos preferido. Recorrer un camino alegremente no significa que ése sea el camino más adecuado. Especialmente si va a convertirnos en nuestros antepasados.

jueves, 2 de febrero de 2012

EMPUJANDO CONTRA LA VALLA




En algún lugar cuenta Saint-Exupéry que, siendo director del campo de aviación de Cabo Juby, tenía una granja en la que criaba gacelas, como era costumbre en el lugar. Las capturaban apenas nacían, y las encerraban en recintos al aire libre. No conocían la libertad, toda su vida la pasaban cautivas del hombre, que podía acercarse a ellas sin peligro, acariciarlas y darles de comer en la mano. Uno creería que estaban definitivamente domesticadas, pero un buen día se las encontraban presionando con sus cuernecitos contra la valla, empujando en dirección al desierto. Si entonces se acercaban a ellas para acariciarlas o darles de comer, regresaban a su rutina, pero apenas se las dejaba solas de nuevo, volvían a empujar, silenciosa y tenazmente, contra la valla. La conclusión que sacaba Saint-Exupéry era sencilla de puro evidente: las gacelas tenían nostalgia. No conocían la vida libre, pero en su interior bullía el anhelo por las largas carreras, por las distancias sin parapetos, por los saltos imprevistos, por los peligros de leones y chacales: el anhelo por la verdad de las gacelas.

Me venía esta historia a la cabeza al leer que el filósofo británico Alain de Botton propone construir un “templo del ateísmo” dedicado, según sus palabras, a “cualquier cosa positiva y buena, como el amor y la amistad”. Es su manera de ofrecer un antídoto al “viejo, agresivo y destructivo ateísmo” de Richard Dawkins y Christopher Hitchens, una forma de celebrar la bondad y la belleza. La idea no es nueva. Como ha señalado Luis Alfonso Gámez, hay ya asociaciones humanistas que tienen sedes en las que celebran matrimonios y funerales según el “rito ateo”.

No es casual que sean precisamente el amor y la amistad, los matrimonios y los funerales, las ceremonias que se celebran en estos templos del ateísmo, porque son los momentos en que sentimos con mayor evidencia nuestra menesterosidad. En el amor esa menesterosidad se manifiesta en nuestra orientación hacia el otro, en la necesidad que nos lleva a buscar nuestra plenitud en el otro, nuestra felicidad en la felicidad del otro. La condición amorosa es una rendija por la que se introduce en nuestra vida la trascendencia, que nos proyecta más allá de nosotros mismos.

La otra rendija la encontramos en el duelo: la desaparición de la persona amada nos enfrenta a nuestra propia insuficiencia, porque tenemos necesidad de ella para ser verdaderamente quienes somos; el duelo es la negativa a aceptar su desaparición definitiva, su aniquilación, porque esa aniquilación es inconciliable con mi felicidad y con mi propia vida: la trascendencia aparece aquí como la imposibilidad de existir en soledad.

Los planteamientos del ateísmo “viejo, agresivo y destructivo” no conducen más que al regusto amargo de la propia insuficiencia. Este otro ateísmo que nos presenta Alain de Botton, que se toma a sí mismo en serio y se plantea cuestiones últimas de la vida humana, forzosamente tenía que desembocar en una apertura a la trascendencia. En los otros momentos de nuestra vida es fácil vivir “entretenido” y ajeno a ella. Pero en el amor y en el duelo la palpamos de tal manera que no nos vale ya con el viejo entretenimiento y necesitamos algo más –más grande y más profundo-, necesitamos abrirnos a un “más allá de nosotros” que nos pone en la pista de la verdad del hombre, que nos aparta de nuestra rutina y nos acerca a la valla para empujar hasta derribarla.