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martes, 13 de abril de 2021

"TODO ES SEGÚN EL COLOR DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA", O HISTORIAS DE HOMÍNIDOS (Y DE MULIÉRIDAS)

 

Raymond Dart descubrió el Australopitecus -de hace tres millones de años, la última especie de nuestro árbol genealógico antes de la aparición del género Homo- en una cueva de Sudáfrica, en 1924. Había encontrado el famoso hombre-mono, con lo que venía a confirmar la sospecha de Darwin de que el origen del hombre estaba en ese continente. Al comprobar más tarde que junto a los restos de australopitecos aparecían huesos afilados de diversos animales y cráneos de otros australopitecos con fracturas hundidas, Dart concluyó que el australopiteco había fabricado armas y con ellas se había envuelto en luchas fratricidas. Nació así la hipótesis  “Mono asesino”, según la cual fue esa agresividad lo que le puso en la pista de despegue de la especie humana. Recordemos la fecha: 1924.

 Cuarenta años más tarde, en 1962, Louis y Mary Leakey asociaron por primera vez la elaboración de verdaderas herramientas al Homo habilis -hace un millón de años- que acababan de descubrir en Olduvai (Tanzania). El australopiteco de Dart no había tenido ocasión alguna de elaborar las armas que se le atribuían, ni de llevar a cabo aquella matanza.

 Pasaron veinte años más hasta que, en 1981, Bob Brain reinterpretó los hallazgos de Dart y llegó a una conclusión que a esas alturas resultaba ya obvia para todos: los australopitecos no eran asesinos, sólo eran el plato fuerte del festín celebrado en aquel escenario. En realidad, los rasgos físicos del australopiteco, con largos brazos para huir balanceándose por los árboles, y carente de un pulgar oponible como los nuestros, resultaban poco adecuados para representar el papel que le había atribuido Dart. Lo que había ocurrido era, simplemente, que en 1924 el mundo estaba recuperándose de la matanza de la Primera Guerra Mudial. El hombre había desatado la mayor carnicería de que se tenía noticia, y ese dato actuaba desde los sótanos de la mente de Dart, y teñía su mirada y su concepción del mundo, haciendo que interpretase lo que veía en una dirección concreta.

 En 1978 Glynn Isaac observó que los huesos y piedras talladas se distribuían en Olduvai formando círculos, lo que le llevó a pensar que se encontraba ante los “hogares” de aquellos grupos humanos. Surgió así la hipótesis “Base de operaciones”: los Homo habilis no eran humanos sólo porque elaboraban herramientas -como habían establecido los Leakey-, sino también porque trabajaban juntos. O, mejor dicho, porque llevaban a cabo una distribución especializada del trabajo: los hombres se ocupaban de cazar y las mujeres, de la crianza y la alimentación.

 Hasta que en 1984, usando la evidencia de los modelos economicistas, Richard Potts aseguró que tales sitios no significaban necesariamente hogares, pues no habría sido rentable viajar de vuelta al lugar de partida exponiéndose por el camino al peligro de depredadores. Lo que había ocurrido era, de nuevo, fruto de un prejuicio: también a Isaac, como a Dart (y como al propio Potts, todo hay que decirlo), le resultaba más cómodo que los pueblos prehistóricos se asemejasen a las sociedades en las que ellos mismos vivían.

Acaba de publicarse un trabajo que estrena un nuevo método para determinar el sexo de los restos fósiles. En el esmalte de nuestros dientes se encuentran algunas proteínas codificadas por el cromosoma X y otras codificadas por el cromosoma Y. Como la mujer tiene dos cromosomas X y ninguno Y, y el varón tiene uno de cada, la presencia de unas u otras de estas proteínas en los dientes fósiles permite identificar el sexo con más seguridad que con los métodos tradicionales utilizados hasta ahora.

Se han estudiado con este método los enterramientos de cazadores sudamericanos, de entre los años 6000 y 12000 a. JC, y se ha encontrado que alrededor del 40% de ellos son enterramientos de mujeres. Algo que cuestiona la propuesta de la hipótesis “Base de operaciones” que acabamos de recordar. 

Siempre es difícil olvidar los estereotipos: una encuesta realizada recientemente entre estudiantes de Prehistoria reveló que cuando se imaginan a los neandertales, sólo el 20% de ellos imagina a una mujer, y nadie imagina a niños, pese a que todos saben que unas y otros están forzosamente presentes en toda sociedad.

 Toda esta historia pone de manifiesto algo de lo que parece que no somos conscientes: que la ciencia no es imparcial, que nunca se produce en el vacío. Los autores de las hipótesis de trabajo son siempre personas reales, que viven en una sociedad y en un ambiente concretos, y cuyo sistema de creencias comparten; personas que reflejan en su trabajo las prevenciones y los miedos, los prejuicios y los intereses, del mundo en el que viven: “todo se ve del color del cristal con que se mira”. Max Planck, fundador de la Física Cuántica, sabía cuánto cuesta dejar atrás los prejuicios cuando aseguraba que el progreso de la ciencia se produce "funeral a funeral" ("Moriré con la tristeza de no poder aceptar la Física que se ha hecho a partir de mi descubrimiento"). 

 Y otra cosa nos recuerda esta historia, algo que con demasiada frecuencia sólo lo científicos recuerdan: que la ciencia no dice nunca la última palabra, sólo ofrece interpretaciones de la realidad a la altura de su tiempo.


miércoles, 6 de enero de 2016

FE Y CIENCIA


Tengo un gran afecto a mi amigo Jose (sin acento), hombre abierto, comunicativo y ajeno a cualquier tipo de convencionalismo. Me gusta hablar con él, y aunque las ocasiones escasean, siempre me proporcionan un buen rato, una pequeña fiesta. Está, por otra parte, en mis antípodas en muchos aspectos, pero la relación es siempre serena y teñida por nuestro mutuo afecto, y por eso disfruto de nuestros encuentros.

La víspera de Reyes la conversación, errática, nos llevó a tratar de la fe. Es un hombre profundamente humano, pero no entiende que se pueda uno confiar a ella. Su condición de hombre de ciencia parece bloquear en él el sentido de la fe. Le digo que la fe es condición de humanidad, que en cualquier faceta de la vida tenemos que descansar inevitablemente en ella. Si rechazase la fe, si sólo tuviese en cuenta los saberes a los que accedo directamente a través de mi propia experiencia, a lo que he visto con mis propios ojos, entonces una sucesión interminable de realidades –los átomos, Carlomagno, el Himalaya, el metabolismo, el Big Bang, los satélites de Júpiter, los habitantes de Angola,… - desaparecerían del horizonte. ¡Ni siquiera conocería mi fecha de nacimiento! Sin fe, la vida no sería posible, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos.

Para la mayoría aplastante de nosotros, también el conocimiento científico actúa como una fe más: creemos a los científicos. Podríamos no hacerlo, pero les creemos  –a veces, contra toda “evidencia”, como cuando Galileo se empeñó en asegurar que el sol permanece inmóvil- porque damos por sentado que ellos sí calibran el valor de las pruebas que aducen, y que no quieren engañarnos. Pero, en el fondo, es lo mismo: yo creo lo que me dice esa persona.

¿Por qué? ¡Ah!, a eso debe responder cada uno, porque nada de lo que creemos es forzoso creerlo, se trata siempre de una opción personal, libre: creer a alguien, confiar en alguien, es darle, en ese aspecto, carta blanca, dar por bueno lo que dice simplemente porque lo dices tú. Es ponernos en sus manos, una forma de entrega: una forma de amor. Creemos lo que nos dice la gente que sabemos que nos quiere, y, muchas veces, lo creemos contra nuestra propia experiencia. Y, en grado eminente, creemos lo que nos dice Dios, “porque lo dice Él”: “por ser Tú quien eres”.

Nada de todo esto va en contra del conocimiento científico, nacido –no lo olvidemos- en el seno de la fe cristiana, que fue el substrato que lo hizo posible. El propio Johannes Kepler, que pasó muchos años mirando al cielo e intentando hallar fórmulas para explicar el movimiento que observaba, y que tuvo que soportar desilusión tras desilusión y una dificultad tras otra, dejó constancia escrita de que lo que le mantuvo incansable, productivo y lleno de energía, lo que le animó a continuar su investigación sin desfallecer, fue su fe en la existencia de un Dios infinitamente inteligente y bueno, que ha creado el mundo dotándolo de un orden natural, y que ha hecho al hombre a su propia imagen de tal manera que es capaz de ir descubriendo ese orden. Sostenido por esa fe, pudo sentir que su trabajo merecía la pena, y esa fe vivificó y alumbró su propia vida azarosa. Tycho Brahe tuvo en sus manos el mismo material que él, y una posición incomparablemente más desahogada, y mejores oportunidades; pero no tenía su misma fe en la existencia de un plan definido detrás de la creación, y no pasó de ser un investigador más.

La ciencia es hoy un gran tren puesto en marcha. Uno puede subirse a él, y, trabajando, mejorar su funcionamiento. Pero hasta hace unos tres siglos, de este tren sólo existían unas pocas piezas sueltas. Para su construcción y puesta en marcha se necesitó una cultura con las bases filosóficas necesarias para que la ciencia tuviera sentido. Ahora el tren ya está en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo, pero no fue en un ambiente materialista ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. La ciencia moderna no nació de ninguna clase de oposición a la fe, sino de su seno.

Pero la ciencia no agota el territorio de la verdad, no todo puede ser logrado por sus medios. Hay toda una serie de experiencias (éticas, estéticas, religiosas, históricas, políticas,…) que están más allá de los límites de la ciencia, y que son, por naturaleza, irreductibles a sus métodos. Lo expresó muy bien sir Arthur Eddington, que fuera durante años el director del Observatorio de Cambridge y a quien debemos nuestro conocimiento sobre la energía, estructura y evolución de las estrellas. Acudía para ello a una parábola: un biólogo está explorando la vida del océano. Arroja una red al agua y saca un surtido de peces. Examinándolos sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos, llega a la conclusión de que ninguna criatura marina mide menos de 5 cm. En esta analogía la pesca representa el conocimiento científico, y la red, los medios que utilizamos para obtenerlo. Podríamos objetar que hay muchas criaturas en el mar de menos de 5 cm, y que la red no puede capturarlas. El biólogo -el “cientifista”- contesta: “No hay nada en el mar que no sea apresable por mi red; lo que mi red no puede atrapar, sencillamente, no existe”.

El método científico es altamente eficaz, pero deja fuera una enorme porción del mundo. Especialmente, queda fuera de la ciencia todo el campo del sentido, cuya importancia para nuestra vida nadie puede negar: es un asunto que se encuentra en la raíz del equilibrio (o desequilibrio) de mucha gente, que tiene cubiertas sus necesidades “ordinarias” y, sin embargo, lo pasan mal, y llegan a la desesperanza, porque no encuentran sentido a lo que hacen. El sentido es inalcanzable al método científico: estoy garabateando con un bolígrafo en un papel, y, sin levantar el bolígrafo, empiezo a escribir una frase con sentido: desde un punto de vista puramente químico, lo escrito no parece diferir en nada de los garabatos, pero, para alguien que sepa leer, hay algo nuevo que el análisis químico no está en condiciones de captar. 

El conocimiento científico alcanza una certeza que sólo puede alcanzarse con el método científico. Pero eso no significa que fuera de la ciencia no pueda alcanzarse la certeza: sólo significa que la certeza que puede alcanzarse no es la científica. De la misma manera que yendo a pie no se alcanza la velocidad de un tren, pero sí se pueden alcanzar cimas de montañas a las que no llegan las vías, y se puede bucear, y cruzar los aires en parapente, cosas imposibles cuando se viaja en tren.  

jueves, 1 de enero de 2015

GONZALO HERRANZ Y EL GATO CON BOTAS



El conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no procede de ninguna investigación de carácter científico: la afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce, principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo que se creía anteriormente. 

La fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.

Tampoco es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.

De modo que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.

El profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad. Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de las células de un embrión único en etapas precoces de su desarrollo.

Ha dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un artículo al anterior  hasta dar con aquél del que procede lo que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología. Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que la Ciencia ha elevado a dogma.

Me quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica, que  viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas, el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo,  porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios. Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia, pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de humanidad al embrión temprano.

El argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a la gestación monocorial humana.

Pero era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y, apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis pendiente de verificación-, sino como un  registro preciso de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en 1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible, insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.  

Hoy, merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría. Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada, constituida por una población celular que presenta gradientes específicos de activación génica y de actividad de señalización, y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación monocigótica.

Cuando el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin más argumento que el prestigio de su promotor.

Revelar a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de Perrault: 

¡Cómo no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con Botas dice que está a su servicio!



viernes, 8 de febrero de 2013

UN ERROR ELEMENTAL

 
         La reciente propuesta de George Church, experto en Biología Sintética de la Universidad de Harvard, de clonar al hombre de Neandertal, ha sido calificada como descabellada por Camilo José Cela (Conde), que concluye de esa declaración que “parece aburrirse, o se le cruzan los cables mentales” (1). El profesor Cela es un especialista en el estudio del proceso evolutivo que ha conducido hasta nosotros, y coautor, en colaboración con Francisco J. Ayala, de un libro, “Senderos de la evolución humana”, que ha sido adoptado como texto base en los estudios universitarios de Antropología. Pertenece, además, al grupo de investigación “Evolución y Cognición Humana” de la Universidad de la Islas Baleares, y es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia. Vaya, que es una autoridad en la materia. Lo que nos hace pensar que algo de razón tendrá cuando se pronuncia en asuntos de su especialidad.
Llega a decir el profesor Cela que la propuesta de George Church es no sólo descabellada, sino “de esas que jamás se atrevería a incluir en sus artículos serios -porque, de hacerlo, irían al cesto de los papeles-”. Efectivamente, las revistas profesionales cuentan con comités que supervisan el rigor y la calidad de los manuscritos que reciben y seleccionan los que llegarán a publicarse, que llevan ya, por eso, un marchamo de seriedad científica; por el contrario, las revistas de divulgación e información general carecen de criterio para seleccionar los artículos de mayor rigor científico.  Por eso sospecha el profesor Cela que Church nunca publicaría en una revista profesional lo que ha publicado en Der Spiegel.  No es tanto el nombre del autor como el medio que lo publica lo que representa –o no- una garantía para el lector inadvertido.
Pero el mismo Cela cae en la situación que critica cuando afirma, poco después, que el hecho de que un biólogo acepte la Creación (divina) es, en sí mismo, una anomalía. Dudo seriamente que se atreviese a escribir eso en un artículo profesional, porque no constituye en absoluto una afirmación científica. No estoy negando al señor Cela su derecho a afirmar algo así, digo, simplemente, que cuando dice cosas como esa no está respaldado por su prestigio profesional ni por sus conocimientos científicos, sino que se encuentra a ras de suelo, tratando un asunto que no compete a la rama del saber en la que es una autoridad reconocida. Vierte su opinión, pero no puede verter un conocimiento. La superespecialización que impera hoy hace que cuando los científicos vagan por el campo de la Filosofía o de la Teología y comienzan a pronunciarse sobre las últimas realidades, lo hacen a menudo sin los instrumentos intelectuales adecuados, y muchas veces sin conciencia alguna de que existen tales instrumentos.
Si, como parece, Cela considera que fuera de la ciencia no podemos encontrar verdades respetables, hay que advertir que eso ya no es ciencia, sino cientifismo. El cientifismo sirve muy bien a sus partidarios, porque les convence de que sólo la ciencia proporciona un paradigma válido de conocimiento, pero es una ideología que se autodestruye: sus afirmaciones no son la conclusión de ninguna investigación científica, sino que se encuentra exactamente en la posición que critica. La pretensión de que no puede haber conocimiento válido fuera de la ciencia no puede ser defendida desde dentro de la ciencia. Se trata de un error filosófico elemental, como el de un niño que pretendiera que no existen más personas que las que viven en su casa porque él no conoce a nadie más.
Cuando reflexionamos sobre la ciencia, sus objetivos, su valor, sus límites, no estamos haciendo ciencia, sino filosofía. Esto puede que no guste a los cientifistas poco amigos de la filosofía, pero no hay manera de evitarlo. El profesor Cela es, seguramente, un buen científico, y, desde luego, un buen comunicador. Pero parece no darse cuenta de que como filósofo –y no digamos nada como teólogo- es bastante pobre.
¿Cómo puede un científico llegar a ser cientifista? Porque ciencia y cientifismo son incompatibles. La ciencia basa su éxito en que adopta puntos de vista restringidos, delimita su ámbito y evita preguntas que caen fuera de él. El científico se concentra en asuntos muy concretos, los estudia con métodos rigurosos y pone especial cuidado en evitar extrapolaciones y generalizaciones injustificadas. Y eso es precisamente lo que es el cientifismo: una generalización sin base, una mala filosofía. Que se presenta disfrazada de ciencia, pero es sólo para ver si cuela.
Pues no, no cuela.
 

 

domingo, 5 de septiembre de 2010

¡SEA HAWKING! Y HUBO OSCURIDAD...

El profesor Stephen Hawking saca ahora un nuevo libro en el que, según avanza el diario The Times, niega la existencia de Dios por considerarla una hipótesis científicamente inaceptable. El profesor de Astrofísica más conocido en el mundo –ninguno de los profanos en la materia ignoramos su nombre, ni conocemos el de ninguno de sus colegas- se apoya en sus enormes conocimientos de ciencia, y en su renombre mundial, para hacer pública una primicia: la Física puede demostrar que Dios no existe. Y, abochornados por el peso de su prestigio, el público enmudece admirado y se dispone a rectificar su paradigma. Parece como si Hawking nos repitiese la pregunta que un día formuló Marx (en este caso, Groucho): -“¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos?”

Porque no es algo evidente que Dios sea objeto de la Física. Todas las ciencias son construcciones parciales del hombre para entender la realidad. Pero son parciales: los criterios de la Biología, por ejemplo, no son válidos fuera del ámbito de la Biología: por eso, mientras los físicos nos dicen que el desorden aumenta incesantemente (aumento de la entropía), los biólogos afirman que lo que aumenta incesantemente es el orden (evolución de las especies).

No, ni la Física, ni ninguna otra ciencia, puede demostrar que Dios no existe, como tampoco puede demostrar que sí existe. Pero eso no es un defecto de la ciencia, sino simplemente la consecuencia del hecho de que Dios no es un dato empírico. No es el método científico mismo, sino la fe en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está reñido con la fe en Dios. Las ciencias son niveles importantes en una jerarquía ordenada de explicaciones de la realidad. Pero las ciencias, todas las ciencias, dejan fuera de sus teorías, hipótesis y modelos una buena porción de lo que existe en el mundo, y no están en condiciones de ofrecer explicaciones últimas.

A cambio de una entrada para ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los lectores de Hawking se comprometen a no preguntar sobre el sentido de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a través de lentes que filtran los colores que no interesa que vean, y han de prestar atención a las partes, procesos y mecanismos componentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera, pero no al “todo” que componen.

La mejor manera de entender la fe es como respuesta a preguntas límite, no como soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola. La fe, como la ciencia, tiene que ver con lo que realmente ocurre en el universo, pero abre una dimensión de la realidad que no puede sino pasar desapercibida para la investigación científica.

Supongamos que tengo al fuego un cazo con agua hirviendo y alguien me pregunta por qué está hirviendo el agua. Puedo contestar que el agua hierve porque sus moléculas escapan a medida que se calienta el cazo. Es una explicación perfecta, pero no excluye otras. También puedo contestar que está hirviendo porque he encendido el fuego: otra explicación aceptable, pero que también permite seguir profundizando. En tercer lugar, puedo decir que está hirviendo porque quería hacerme un té… No tendría sentido decir que el agua hierve por la actividad molecular más que por mi deseo de tomar té, ni porque deseo tomar té más que porque he encendido el fuego

Razonando así, el profesor Hawking se esfuerza en negar su propia afirmación, y se expone a que actuemos en consecuencia. Cuando le vemos comunicarse a través de la voz metálica de un ordenador sentimos la tentación de decirle:

-Ese sonido que oigo procede de una máquina: sé cómo se produce y cómo se transmite. Hasta puedo expresarlo en términos matemáticos… Me temo, querido maestro, que tu existencia ya es sólo una hipótesis. Más aún: creo que no existes.