jueves, 15 de noviembre de 2018

EL TIEMPO, QUE NI VUELVE NI TROPIEZA



Emile Ratelband, un holandés ya talludito, se ha dirigido a los tribunales para reclamar que le devuelvan veinte años de su vida que ya se ha gastado: ha cumplido 69 pero se siente como un hombre de 49 -a todo tirar- atrapado en un cuerpo que no es el suyo. Bueno, en un cuerpo, y en unas condiciones financieras, y laborales, y de salud, que no son las suyas. Pero lo fueron, y quiere que vuelvan a serlo. Aspira a que el tiempo, para su caso particular, se detenga y dé media vuelta antes de seguir avanzando. Quiere volver a firmar una hipoteca a 30 años, comenzar una carrera profesional cargada de futuro, vivir la juventud, y madurar y envejecer -¡ahora sí, por fin!- con el amor de su vida. 

No se puede negar que Emile tiene la virtud de nadar en la cresta de la ola. Nada hay más actual que el trans-ismo. Al fin y al cabo, si se puede escoger el sexo a voluntad, habrá pensado, ¿por qué razón no iba a poderse escoger la edad? Aunque, pensándolo bien, el trans-ismo, más que actual es permanente: tiene más años que la playa. Todos conocemos ejemplos de transplutarios, pobre gente adinerada atrapada en las condiciones sociales y económicas de la gente menesterosa. O transraciales, como Michael Jackson, un hombre blanco atrapado en el cuerpo de un hombre… blanco. O transetarios “avant la lettre” -¿o debería decir “après la lettre”?-, toda una legión de personas atrapadas en un cuerpo muchos años mayor que ellas, pero que no renuncian a cubrirlo con la indumentaria juvenil que su verdadera edad exige.

El “self-made-man” de los americanos ha quedado reducido a esto: el hombre hecho a sí mismo a partir de la quimera, que es otro nombre de la nada. Un castillo en el aire, una fantasía, una ficción. Lo que hacía temblar un día a Oscar Wilde (“¿Es posible que hayamos vivido nuestras vidas en un mundo de ensueño? ¡Qué triste sería!”) es, de repente, encumbrado a la cima de las aspiraciones para lograr vivir al margen de la realidad. Cada uno diseña su vida como quiere.

Sí, ya sé que es triste, pero, por mucho que nos empeñemos, no vamos a conseguir cambiar las cosas. Los ríos seguirán su camino cuesta abajo, el sol seguirá dirigiéndose al oeste y mañana todos llevaremos un día más a cuestas. Era bonito -y era enriquecedor- cuando aceptábamos pacíficamente el paso de los años: abandonábamos viejos planes y proyectábamos otros nuevos. Deseables, desde luego, pero, sobre todo, posibles. A eso se reduce la misma evolución, a ir adaptándose a los cambios de la realidad.

Emile Ratelband se empeña en negar la evolución y persigue una felicidad que ya no es suya. Aunque el paso del tiempo podría haberle servido para reorientar su proyecto, él prefiere anclarse en el pasado. Es mal sitio para vivir. “Hay que dejar el pasado en el pasado”, decía Pumba, o algo así. Que es lo mismo que decir: deja el pasado donde está, vive el presente y disponte a recibir el futuro, que es lo que nos llama con una fuerza irresistible. Y, puestos a inventarnos, inventemos quiénes vamos a ser. Pero para eso necesitamos saber a qué atenernos, conocer nuestras posibilidades, contar con la realidad.

El afán por conservarnos en el estadio juvenil nos priva del carácter argumental que la vida ha de tener, arranca de nuestro horizonte posibilidades reales que podrían enriquecernos y enriquecer a otros, y nos instala en la postura infantil del “quiero, y quiero”, que, si es estéril en la infancia, a la edad de Emile sólo puede traer frustración y resentimiento.

“Recoge mansamente el consejo de los años, renunciando graciosamente a las cosas de la juventud”, nos recomendaba el Max Ehrmann de “Desiderata”  hace ya casi cien años (1) . Nuestro Emile desoye ese consejo, pero se tiene a sí mismo en contra: el tiempo no va a volver atrás, sus arterias no van a desandar veinte años.

Y, lo que es peor, sospecho que el director de la oficina de su banco ya lo sabe.


---------------

(1) Por si leyese esto alguien que aún no conociese ese poema, quiero dejarlo aquí para su provecho:

DESIDERATA

Anda plácidamente entre el ruido y la prisa, y recuerda que paz puede haber en el silencio. 

Vive en buenos términos con todas las personas, todo lo que puedas sin rendirte.

Di tu verdad tranquila y claramente, escucha a los demás, incluso al aburrido y al ignorante, ellos también tienen su historia.

Evita las personas ruidosas y agresivas sin vejaciones al espíritu.

Si te comparas con los demás puedes volverte vanidoso y amargo, porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú.

Disfruta de tus logros así como de tus planes.

Mantén el interés en tu propia carrera, aunque sea humilde: es una verdadera posesión en las cambiantes fortunas del tiempo.

Usa la precaución en tus negocios porque el mundo está lleno de trampas.

Pero no por ello te ciegues a la virtud que pueda existir; mucha gente lucha por altos ideales, y en todas partes la vida está llena de heroísmo.

Sé tu mismo. Especialmente no finjas afectos. Tampoco seas cínico respecto del amor, porque frente a toda aridez y desencanto el amor es perenne como la hierba.

Recoge mansamente el consejo de los años, renunciando graciosamente a las cosas de la juventud.

Nutre tu fuerza espiritual para que te proteja en la desgracia repentina, Pero no te angusties con fantasías. Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.

Junto con una sana disciplina, se amable contigo mismo. Tú eres una criatura del universo, no menos que los árboles y las estrellas; tú tienes derecho a estar aquí

Y te resulte evidente o no, sin duda el universo se desenvuelve como debe.

Por tanto, mantente en paz con Dios, de cualquier modo que lo concibas y cualesquiera que sean tus trabajos y aspiraciones, mantén en la ruidosa confusión paz con tu alma.

Con todas sus farsas, trabajo y sueños rotos, éste sigue siendo un mundo hermoso. Ten cuidado, esfuérzate en ser feliz.

martes, 30 de octubre de 2018

LLEVAR LOS UNOS LAS CARGAS DE LOS OTROS



A Julián González Sierra, porque es un ejemplo máximo de una vida volcada al exterior,  porque es amigo mío y porque es su cumpleaños.

El altruismo, el comportamiento por el cual nos esforzamos por proteger y beneficiar a otros, ha sido un largo motivo de debate por parte de filósofos y biólogos. A John Stuart Mill su utilitarismo le llevaba a creer que es una conducta antinatural, que el hombre debe ser educado a contravenir su naturaleza para llegar a ella; Richard Dawkins, empeñado en sustituir el todo por las partes, asegura que todo se reduce a una estrategia de los genes, a los que personaliza de tapadillo para salirse con la suya. Y en Genética en particular suscriben aquella frase de Haldane: “Daría mi vida por dos hermanos o por ocho primos”, que refleja una cierta sequedad desabrida, un amargo desencanto.

Sin embargo, la Etología plantea la cuestión de otra manera. Estudiando el comportamiento durante los primeros años de vida, los psicólogos han comprobado que el altruismo es evidente en el niño ya a la edad de 18 meses, apenas empieza a organizar actividades en torno a su ambiente, y antes, desde luego, de que la educación empiece a dar su fruto. Ayudar a los demás es algo connatural al hombre, y lo señala con particular elocuencia la Paleoantropología cuando recorre la historia del altruismo en paralelo con nuestra propia historia:

Shanidar I es el nombre de un esqueleto de neandertal de hace unos 35.000-45.000 años hallado en Irak en 1957 que es sorprendente por varios motivos: algo impactó contra él en su juventud, y, como consecuencia, quedó deformada una de sus órbitas, perdiendo la visión de ese ojo. Dañó también su cerebro, lo que debió afectar, total o parcialmente, a la movilidad de la parte derecha del cuerpo. La pierna presenta diversas fracturas consolidadas, con la consecuencia de una cojera residual como secuela y sufrió la amputación de un brazo. Haber sobrevivido en esas condiciones es una auténtica proeza, incluso para nuestra época; para la suya, es una muestra de heroísmo tanto individual como grupal, la demostración de que entre los neandertales existía el sentido de la solidaridad y se cuidaban unos a otros.

Esto, ya digo, hace unos 40.000 años. Retrocedamos algo más. En el yacimiento de la Gran Dolina, de Atapuerca, se ha descubierto la pelvis de un H. heidelbergensis de una antigüedad aproximada de 500.000 años que ha recibido el nombre de Elvis. El estudio de sus huesos ha revelado que corresponde a un varón de más de 45 años –un anciano de la época- con graves problemas de espalda y un proceso degenerativo lumbar de larga cronicidad. Debió de caminar apoyándose con un bastón, con pasos mucho más cortos y lentos que los del resto del grupo, necesitaría descansos frecuentes y tendría dificultades para transportar objetos. Si tenemos en cuenta que se trataba de grupos nómadas que vivían alerta para defenderse del ataque de predadores, comprenderemos que era un individuo altamente dependiente del apoyo del grupo, para el que habrá supuesto un grave inconveniente operativo durante mucho tiempo.

Sigamos hacia atrás, hasta hace 1,8 millones de años. El género Humano acaba de nacer. Los paleoantropólogos consideran que el dato determinante es la fabricación de herramientas: el H. habilis es el primero que golpea dos piedras para obtener un borde cortante. En 2003, en Dmanisi, Georgia, se encontró una mandíbula de hace 1,8 millones de años que tenía la particularidad de carecer de piezas dentarias. No es que se hubiesen desprendido tras la muerte del individuo: el “Viejo de Dmanisi” –de nuevo, un anciano de más de 30 años-  carecía de  alvéolos, los espacios en los que se alojan las raíces de los dientes. Llevaba tantos años sin dientes que el hueso había crecido y ocupado esos espacios. Hace 1,8 millones de años la dentición era imprescindible para sobrevivir: no poder masticar era no poder alimentarse. ¿Cómo logró sobrevivir? Sin duda –de nuevo- con el apoyo y los cuidados del grupo. Probablemente le masticarían la comida y luego él se la llevaría a la boca.

La historia del género humano está sembrada de actos de altruismo y atención al débil y necesitado literalmente desde sus orígenes. Ninguno de estos hombres que hemos recordado habría salido adelante sin la solidaridad y el cuidado de los miembros de su grupo, que se habrían ahorrado esfuerzos  -y peligros- dejándolos abandonados a la orilla del camino.

No lo hicieron, y su testimonio ha llegado hasta nosotros para ejemplo del hombre actual: llevamos la preocupación por el bienestar del otro en nuestro propio ser, en nuestra misma entraña. No queremos eliminar al que sufre, sino aliviarle y hacerle la vida llevadera. De la misma manera que el que sufre busca el alivio en el cuidado –que es amor- de los demás.

viernes, 12 de octubre de 2018

SVANTE PÄÄBO, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS



El próximo día 19 se entregarán los Premios Princesa de Asturias. Este año el Premio a la Investigación Científica y Técnica ha recaído en Svante Pääbo, que ha alcanzado fama mundial tras haber logrado la recuperación y secuenciación de genomas antiguos. Pääbo ha publicado en sus memorias científicas (“El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos”) sus primeros intentos de rescatar ADN a partir de un trozo de hígado de ternera “momificado” en un horno de laboratorio; luego, el aislamiento del ADN de la momia de un faraón egipcio, y tras este éxito inicial, la obtención de ADN de los restos de un mamut congelado en Siberia, o del hombre de Hauslabjoch (“Ötzi”), un cadáver congelado de 3000 años de antigüedad encontrado en los Alpes en 1991.

Pero obtener ADN de tejido congelado no es lo mismo que recuperar ADN viable de restos óseos fosilizados hace decenas de miles de años. Por su condición de pionero, Pääbo tuvo que hacer frente a dificultades desconocidas hasta el momento en que se presentaban: desde el propio rescate de ADN -una molécula sumamente sensible y que espontáneamente se destruye una vez sobrevenida la muerte del individuo- hasta su aislamiento del ADN moderno que podía contaminar sus experimentos en cualquiera de los muchos pasos requeridos, pasando por las dificultades técnicas para extraer e identificar los diminutos fragmentos obtenidos, y para reconstruir con ellos el enorme puzzle del genoma antiguo, un puzzle cuya “imagen” final era previamente desconocida. Para hacernos una idea de la gesta que supuso, basta decir que la reconstrucción del genoma del hombre de Neandertal supuso el ensamblaje de más de ¡mil millones! de fragmentos de ADN.

El conocimiento del genoma nos ha permitido conocer rasgos del hombre de Neandertal que permanecían en la sombra. Por ejemplo: durante mucho tiempo se ha discutido si estarían más cerca del chimpancé o de nosotros en cuanto a la capacidad para desarrollar un lenguaje. Los trabajos de Pääbo han revelado que el neandertal tenía un gen FOXP2 -el gen encargado de regular el lenguaje- idéntico al humano: el hombre de Neandertal era capaz de un lenguaje articulado similar el nuestro.

Pero las consecuencias del trabajo del Svante Pääbo se extienden más allá, y han supuesto un cambio en el paradigma de los estudios sobre la evolución humana. No olvidemos que los estudios clásicos sobre restos fósiles se producen a partir del descubrimiento de fragmentos óseos, que, por sus rasgos físicos, hacen pensar a los investigadores que se trata, o no, de una nueva especie. Es decir: en el curso de la evolución humana se han definido especies diferentes -Australopithecus, H. habilis, H. erectus, H. ergaster, H. heilderbergensis, H. antecesor,…- a partir de características morfológicas de los fragmentos óseos encontrados. Pero eso está en contradicción con el concepto de especie que manejan habitualmente los biólogos. O, mejor, habría que decir “los conceptos que manejan los biólogos”, pues manejan uno u otro según el material de que disponen y el objeto que persiguen: “especie” puede significar un conjunto de individuos que se reproducen entre sí dando lugar a descendencia fértil (pero esto sólo vale para especies con reproducción sexual), o un conjunto de individuos que proceden directamente unos de otros en línea recta (por ejemplo, en el caso de las bacterias), o los individuos que comparten un “aspecto” general común (como en el caso de las especies extintas definidas por sus fósiles).

En el estado actual de la ciencia, sin embargo, el concepto de especie que tiene preeminencia es el que se basa en los datos genéticos, y ese conocimiento, que se ha acelerado en los últimos años, ha permitido rediseñar algunos aspectos del árbol de la vida: dos especies cualesquiera estarán más próximas entre sí desde el punto de vista evolutivo cuanto más semejantes sean sus genomas.

El trabajo de Pääbo ha supuesto aquí un cambio decisivo. La posibilidad de conocer genomas antiguos que se nos brinda ahora está permitiendo describir nuevas especies a partir de los datos genéticos: en el año 2008 se descubrió, en las cuevas de Denisova, al sur de Siberia, un pequeño fragmento del hueso de un dedo. El estudio de su genoma ha permitido saber que procede de una niña de entre 3 y 5 años perteneciente a una especie hasta entonces desconocida; poco tiempo después se encontraron dos dientes que resultaron ser de dos individuos distintos de la misma especie, llamada de momento -hasta que se alcance un acuerdo entre los especialistas- Denisoviano.

Y a partir de su genoma, comparando con poblaciones humanas actuales, se sabe ahora que el denisoviano se separó del neandertal después de que lo hiciera nuestra especie, y que, en su emigración hacia el este, siguió una ruta costera por el sur de Asia y alcanzó las islas Filipinas y Australia. Nada de todo esto se habría podido conocer si los estudiosos se hubieran limitado a discutir sobre formas, perfiles, orificios y crestas.

El doctor Pääbo ha descubierto nuevos caminos para el conocimiento de nuestro pasado. Y sus discípulos en distintos lugares del mundo están ya explorando esos caminos.

miércoles, 3 de octubre de 2018

UNIVERSIDAD PRECARIA



Circula por las redes la historia de un alumno que va a ver a su profesora de matemáticas para reclamar un suspenso en un examen. La mujer le dice que ha suspendido porque ha contestado que 2+2 es igual a 22 y le explica por qué está mal, pero el niño no atiende a explicaciones, se da media vuelta y se va tirando las cosas al suelo de un manotazo. 

Al día siguiente acuden los padres del niño, para quienes todo se reduce a una confrontación de opiniones. Consideran que la actitud de la maestra pone de manifiesto un sentimiento nazi de superioridad y, tras abofetearla, abandonan la sala amenazándola con hacer que la expulsen de su trabajo.

A la mañana siguiente es el Director el que va a verla. Le sugiere que ofrezca sus disculpas a la familia, ya que no es misión de los profesores transmitir prejuicios a los alumnos.

Al otro día la profesora se encuentra ante un tribunal académico. Hay que tomar medidas: el colegio ha sido demandado por acoso a un menor. Necesitan que se retracte, que admita que es posible que haya varias respuestas correctas para 2+2. Hasta entonces, está suspendida de empleo.

Todas las cadenas de televisión se hacen eco de estos hechos: una profesora clasista abusa de los derechos de un estudiante, y la profesora, finalmente, es despedida.

Aquí termina la historia. Una historia ficticia, sobra decirlo: una parodia, una bufonada.

Pero quizá sirva para valorar otra historia: Lisa Littman, ginecóloga de la Universidad de Brown, en los Estados Unidos, ha llevado a cabo una encuesta a 256 padres, todos ellos favorables a las relaciones homosexuales, cuyos hijos presentaron repentinamente, al llegar a la adolescencia, disforia de género. Littman advirtió que en un elevado número de casos la aparición de la disforia estuvo precedida por situaciones traumáticas o estresantes, lo que le ha llevado a sugerir que la disforia pudo surgir como mecanismo de defens por influencia del medio social –lo mismo que ocurre, por ejemplo, con el ingreso en tribus urbanas o con el desarrollo de aficiones sociales-.

La revista Journal of Adolescent Health publicó un avance del artículo en febrero de este año, momento en el que The Advocate, una revista LGTB, se apresuró a calificarlo como “ciencia basura”. El artículo completo ha visto la luz en agosto, publicado por PLOS ONE, y ha recibido de los colegas de Littman críticas favorables que llegaron hasta la revista The Times. La propia Universidad de Brown lo ha exhibido en su página web, entre las investigaciones novedosas que se llevaban a cabo allí. 

Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”. 

La historia de Lisa Littman es idéntica a la de la profesora de matemáticas que acabo de contar. Una bufonada. Pero no es una ficción, es una historia real, esa es la diferencia. Y en el mundo real las bufonadas no provocan sonrisas, sino rechazo. En este caso, un rechazo masivo del mundo de la ciencia, “más allá de lo esperado en una disputa académica normal”, en palabras de The Economist. La razón es muy sencilla: en una disputa académica normal las partes se apoyan sólo en datos científicos, que pueden ser contrastados, reproducidos y revalidados o contradichos. Nadie se asusta porque alguien rechace las conclusiones de otro autor. La discrepancia es norma -más que norma: en una ciencia sana, la discrepancia honesta es obligada-, y las opiniones encontradas se esfuerzan por aportar datos objetivos que sostengan su opinión. Todo, con el ánimo de desentrañar la verdad latente. Pero en el caso de Lisa Littman no ha sido así. No han sido los datos objetivos de la ciencia los que ha doblegado la honestidad intelectual de esas dos entidades: ha sido la presión de los grupos LGTB los que han amordazando la verdad por razones espurias.

El exdecano de la Facultad de Medicina de Harvard, Jeffrey Flier, en la línea de aquel "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo", ha recordado la larga lucha de las Universidades con los poderes fácticos en defensa de la verdad. "Su éxito en este aspecto - ha declarado- es uno de los grandes triunfos intelectuales de los tiempos modernos, que está en la base de las sociedades libres.” Más práctica, y más concreta, ha sido Alice Greger, historiadora de la Medicina y profesora de bioética en la Universidad Northwestern, en Chicago: “¿Qué investigador querrá trabajar en la Universidad de Brown cuando el valor de su trabajo está determinado por la presión política?”


sábado, 28 de julio de 2018

NADIE ES UNA ISLA






La revista World Archaeology ha publicado recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York, en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y 70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además, numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es paralela a la hominización.

Es verdad que la historia de la humanidad cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son ”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación, los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad: los negros, los esclavos, los siervos,…

Pero el desarrollo de la humanidad también se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad de sentenciar a una persona a muerte.

Sin embargo, ahora queremos dar esta misma facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma  atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.

Porque la que es digna es la persona, y la persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.

 Pero es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que acaben con su vida.

Por otra parte, si convertimos la sensibilidad personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.

Al Estado le corresponde defender la vida humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral, criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales, policía, ejército, tribunales,…

¿Y defender la vida contra la voluntad del propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.

En realidad, lo que sabían aquellos hombres de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway reprodujo en “Por quién doblan las campanas”  y con el que quiero terminar:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.” 


martes, 5 de junio de 2018

UNA APORTACIÓN AL DEBATE DE LA EUTANASIA


El debate sobre la eutanasia, en los medios de comunicación, se produce siempre en el contexto de la asistencia médica. Habría que preguntarse por qué. Por qué no se pide ayuda al bioquímico o al farmacéutico, que podrían disponer de más información sobre sustancias letales, por qué no se pide la ayuda del veterinario, que sin duda tiene más experiencia en la administración de inyecciones letales. Sin duda, su objeto es mitigar la indignación ética que produce espontáneamente la idea de procurar la muerte de una persona, “lavándola” con la imagen social del médico, vinculada a procurar el bien del enfermo. Pero la consecuencia final de esa vinculación del médico con la eutanasia puede no ser la deseada construcción de una buena imagen de la eutanasia, la consecuencia puede ser la destrucción de la buena imagen del médico. Es lo que sugiere la experiencia de Bélgica y de los Países Bajos: han recorrido ya toda la "pendiente resbaladiza"  que va desde la "eutanasia voluntaria" para casos de dolor invencible y enfermedad incurable, pasando por la "eutanasia no voluntaria" de aquellos enfermos inconscientes de los que “se supone” que pedirían la muerte si pudieran, hasta la "eutanasia involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta –la misma eutanasia que ya aplicaron los nacionalsocialistas alemanes en los años 40- y el resultado ha sido la quiebra de la necesaria confianza en el médico. En consecuencia, los enfermos graves que se lo pueden permitir cruzan la frontera para buscar asistencia sanitaria en otros países.

¿Qué pensar de la “eutanasia voluntaria”? ¿No es precisamente la aparición de ese deseo el síntoma, por ejemplo, de una depresión? Una persona en tales circunstancias posiblemente satisfará todas las condiciones restrictivas para tener derecho a la eutanasia activa: la persistencia del deseo de morir, la capacidad de consentimiento, la competencia de juicio, la consulta médica, etc. Sólo que su deseo de morir no es voluntario. Lo que necesita una persona que en esta situación solicita ayuda no es ayuda para morir, sino ayuda para vivir.

En cuanto a la “eutanasia no voluntaria” y la “involuntaria”, se confunden con la voluntaria desde el mismo momento en que se acepta la eutanasia voluntaria como una buena acción, puesto que una buena acción no debería negarse a quien no puede solicitarla. Y entonces los fondos públicos para ofrecer cuidados paliativos corren peligro de ser recortados, pues es mucho más barato recurrir a la eutanasia que instalar en los hospitales unos costosos servicios para el acompañamiento hasta el final de estos pacientes: lo determinante para la implantación de la eutanasia activa no son ya criterios éticos, ni siquiera médicos, sino económicos y empresariales.

Según datos de los médicos que se dedican a ella, la medicina paliativa moderna está en condiciones de aliviar el dolor al 99% de los pacientes, y posibilitar una vida digna y sin sufrimiento. Los pacientes bien atendidos con la medicina paliativa casi nunca manifiestan el deseo de acortar su vida. Pero, dándole la espalda a esta realidad “incómoda”, los medios de comunicación insisten una y otra vez en la agonía dolorosa, aumentando el miedo a la muerte y preparando el terreno para la implantación final de un modelo de sociedad que se apoya sólo en el sentimiento para elevar la irreflexión ética a la categoría de argumento. Hay que subrayar que quien abre el derecho positivo a la legalización del homicidio asistido lo deja reducido a un simple acuerdo, modificable a discreción, para eliminar problemas, y se olvida de que el derecho extrae su legitimación última de un discurso ético fundamentante.

Se sugiere que en determinadas condiciones de salud o de discapacidad no se puede exigir que se siga soportando una vida semejante. Habría que preguntar quién no pueden seguir exigiendo a quién, qué es exactamente lo que no se puede seguir exigiendo, y qué consecuencias tiene esa inadmisibilidad, y para quién en concreto.

-¿No se le puede seguir exigiendo al discapacitado o a la persona que padece grave sufrimientos que viva su propia vida, y por eso nos hacemos cargo de ella anticipadamente de un modo tutelador, patriarcal?

-¿No se le puede seguir exigiendo a la sociedad que ayude a quienes sufren de ese modo, porque ello comprometería una parte importante de los recursos económicos de los que dispone para la atención sanitaria, y por eso se les quita la vida?

-¿O es a la familia cuidadora a la que no se le puede seguir exigiendo que haga frente a ese sufrimiento? Dicho de otro modo, ¿es a los sanos a los que no se puede seguir exigiendo que se ocupen de los enfermos o discapacitados? Pero entonces, ¿no habría que remediar primero, mediante ayudas, la situación de los cuidadores, en vez de eliminar a aquellos a los que hay que cuidar?

-¿O es el enfermo quien llega a creer que no debe seguir exigiendo a los demás que se ocupen de él, y ponga fin a su vida por compasión hacia sus familiares? Por desgracia, una y otra vez ocurre que el paciente, con fundamento o sin él, se siente empujado a no ser una carga para sus familiares. Frente a esta tendencia debe ser o hacerse posible transmitir de palabra y con hechos al enfermo y al moribundo el mensaje de que es querido, y que se desean su presencia y su compañía hasta el último día.
No, el argumento de la compasión no es sacrosanto ni está a salvo de toda sospecha. Debe ser examinado críticamente, y enérgicamente. Quizá incluso hasta vigilado con recelo: no se le puede conceder el marchamo de “calidad humanitaria” sin superar antes un examen riguroso.

viernes, 18 de mayo de 2018

MANOS MÁGICAS

A Juanma Martínez, poeta, que está en el origen de este artículo.

Acaba de ser noticia la retirada -forzosa- de James Harrison. Tiene 81 años y el pasado día 11 de mayo ha hecho su última donación de sangre. La ley australiana -Harrison vive en Australia- no le permite seguir donando. La particularidad de la noticia es el dato que la acompaña: ha realizado más de 1100 donaciones de sangre en 60 años. Si a los varones se les permite donar una vez cada tres meses -el tiempo necesario para regenerar su sangre; para las mujeres el plazo es de cuatro meses-, James lo ha hecho cada dos semanas. La razón es que sus donaciones eran de menor volumen, pero tenían un valor añadido: en su sangre se encuentra el factor que previene la eritroblastosis fetal, una enfermedad provocada por la incompatibilidad entre la sangre del feto y la de su madre, que destruye los glóbulos rojos del hijo, ocasionando su muerte. A James Harrison se le atribuye la salvación de 2,4 millones de niños. Dicen que tiene la sangre "mágica".

En realidad, los 60 años que lleva Harrison donando sangre son los que hace que nació la transfusión fetal como remedio para evitar la muerte de esos niños. La eritroblastosis fetal era una situación a la que se enfrentaban los médicos sin más armas que su buena voluntad, hasta que, a mediados de la década de 1960, Albert William Liley, un médico neozelandés, concibió la posibilidad de socorrerlo con transfusiones de sangre antes del parto, por medio de una punción en la pared abdominal de la madre que permitía transfundir la sangre directamente al niño. La técnica, perfeccionada pronto, supuso no sólo la mayor contribución al tratamiento de esta enfermedad, sino también la primera prueba de que el feto podía ser considerado en sí mismo como un paciente con todas las consecuencias. Acababa de nacer la Medicina Fetal.

Han pasado desde entonces 60 años, lo últimos de los cuales han acelerado vertiginosamente las posibilidades de la técnica, y es el turno ahora de la Cirugía Fetal. Su contribución es decisiva, y está llamada a serlo más, debido, precisamente, al carácter especialmente dinámico de la biología en esos meses, que hace que un pequeño defecto se despliegue en abanico y tenga unas consecuencias catastróficas en poco tiempo, pero que hace, también, que una pequeña intervención dé lugar a una cascada de consecuencias que cancele el desarrollo fatal. Si hay un momento en la vida humana en que se impone la evidencia del "efecto mariposa" es éste de la época intrauterina.

Las primeras intervenciones de la Cirugía Fetal surgieron en los años 80, pero entonces se limitaban a "cesáreas incompletas" que externalizaban la región del cuerpo del niño que había que operar, y, al terminar, se le restituía a su lugar. Aún están vivas en nuestras retinas las imágenes de Samuel Armas, al que operaban de espina bífida, sacando la mano por la apertura de la pared uterina y agarrando la mano del cirujano que lo operaba. Pero es éste un procedimiento con graves complicaciones tanto para la madre como para su hijo, que se ven expuestos a infecciones complicadas y facilitaba un desprendimiento prematuro de la placenta.


Se calcula que estas malformaciones están presentes en aproximadamente el 0,5% de los embarazos. La Cirugía Fetal abre la posibilidad de intervenir en situaciones en las que lo único que cabía era esperar al parto y procurar entonces remediar lo remediable. Por ejemplo: la transfusión feto-fetal es una grave complicación de los embarazos gemelares, que acaba con la vida de ambos hermanos: uno, porque se queda sin sangre y el otro porque es incapaz de manejar tanto volumen. En 1992, un equipo del King’s College de Londres consiguió tratar a dos gemelos con síndrome de transfusión feto-fetal introduciendo un láser por vía endoscópica y “cerrando” los vasos sanguíneos que cruzaban de una parte a otra. 

Más ejemplos. La hernia diafragmática es una malformación en la separación entre el tórax y el abdomen que hace que el contenido abdominal pase al tórax, impidiendo así el desarrollo de los pulmones. La sobrevida tras el parto es de alrededor de 50%. Pero en 2002 en el Hospital Universitario de la Lovaina, en Bélgica, se realizó la primera intervención de hernia diafragmática por medio de un balón hinchable que se introdujo endoscópicamente en la tráquea del feto, lo que provocó la expansión del pulmón y el rechazo de las vísceras abdominales. El desarrollo fetal se recondujo a la normalidad.  Y en 2012, en Barcelona, un equipo mixto del Hospital San Juan de Dios y del Clínico operaron con éxito a un feto de 800 g que sufría atresia bronquial. Y se trabaja en la cirugía de malformaciones de la vejiga y de la uretra que impiden la eliminación de la orina y acaban destruyendo los riñones.

La Cirugía Fetal ha comenzado ya, y cobra fuerza. Muchos niños que estaban abocados a la muerte o a una vida limitada tienen ahora ante ellos un futuro prometedor en plenitud de condiciones. Como la sangre de James Harrison, estos cirujanos tienen las "manos mágicas".

miércoles, 4 de abril de 2018

POLVO ENAMORADO


"...Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado" (Quevedo)


En 1781 publicó Leonardo de Uria y Orueta una biografía de Carlos XII de Suecia. En un momento en que la edición de libros, por su coste y por el escaso número de lectores, era una aventura financieramente arriesgada, el hecho de que se acometiese la publicación de esta obra da una idea del número de probables lectores interesados en ella: había un lugar para la esperanza en la España de su tiempo.

Pero lo que me interesa señalar es que en el “Prólogo al lector” Uria se refiere a su biografiado como “Príncipe a quien universal compasión lloró luterano”. No es frecuente encontrar expresiones como ésa, y menos motivadas por la fe religiosa. Son palabras que, leídas en frío, pueden parecer fruto de la ampulosidad literaria del momento, pero yo he vuelto a ellas ahora, unos días después de asistir en la prensa al dolor desesperanzado de Fernando Savater en el tercer aniversario del fallecimiento de su esposa. “El amor continúa en la ausencia -dice el filósofo-, sin consuelo ni desánimo”. El dolor, que no es la soledad, sino la ausencia, el hueco que deja la persona amada. Fernando Savater nos enfrenta a la pérdida del amor profundo, verdadero, que se perpetúa en la queja de quien “nunca dejará de echar de menos”. Es inevitable que nos alcance ese sentimiento de compasión del que hablaba Uria.

Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia es seguir fiel a la presencia borrada del amor”, nos dice Savater. El amor nos transforma, nos configura para incluir a esa persona. Ya no podemos renunciar a ella, porque supondría dejar de ser quien somos. Sólo podemos seguir viviendo en hueco, en falso.

No estamos acostumbrados a asistir públicamente a esa clase de amor. Lo que estamos habituados a ver son los amores de quita y pon, que funcionan como remolinos de superficie: nos alcanzan y se alejan de nosotros sin afectar a las corrientes profundas de nuestra vida.

"No hay mayor dolor que recordar el tiempo de  felicidad en la desgracia", decía Dante. Por eso conmueve la situación de Savater. Por eso, y porque nos sorprende desarmados, indefensos, sin nada a lo que agarrarnos para sobrevivir a la riada. Y, sin embargo, ya desde los enterramientos del hombre de Neandertal se pone de manifiesto que el hombre ha sentido, desde sus orígenes, cómo la vida ordinaria, la vida concreta de cada uno, de cada día, se abre a la trascendencia. Y se abre de forma natural, no forzada, como consecuencia del vivir real y ordinario del hombre concreto. Aspiramos a la inmortalidad porque amamos, y no renunciamos pacíficamente a amar.

Por eso, Gabriel Marcel, hombre esperanzado, aseguraba que “Amar a alguien es decir: -Tú jamás morirás”. Jamás morirás, porque tu desaparición supone la mía, mi vida exige que vivas tú para que yo pueda seguir siendo quien soy: mi vida -mi amor- reclama tu inmortalidad. Sólo el amor vuelve a poner a la vida en su lugar. En 1981 se despedía Simone de Beauvoir de Jean Paul Sartre, su cuasi-compañero de más de cincuenta años, con estas palabras abatidas: “Su muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”. Es la expresión de su propia vida desolada. Entre nosotros, Julián Marías afrontaba la proximidad de la muerte con la ilusión del que se acerca a su plenitud: “Mientras me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable…”. Dos filósofos en las antípodas, dos conceptos antagónicos de la vida humana.

La muerte no puede tener la última palabra, porque es inconciliable con nuestra más íntima realidad, con nuestra más profunda aspiración. Transformaría nuestra vida en un absurdo, y nos enseñaron en el colegio que la reducción al absurdo probaba la falsedad de una sentencia. No es sorprendente que el propio Sartre definiera al hombre –se definiera a sí mismo- como “una pasión inútil”: la vida humana carente de sentido, el absurdo como bandera.

Planteada la muerte en serio, que es como la plantea la vida real, se esfuman esas concepciones vaporosas del “donde quiera que esté” y otras parecidas. Planteada en serio, la cuestión de la muerte sólo se resuelve de una de estas dos maneras: o en el absurdo y el nihilismo de Sartre y de Beauvoir, que cierra el paso a la felicidad ya desde ahora, o la actitud esperanzada y abierta a la plenitud en la trascendencia de Marcel y Marías. Precisamente en estos días celebramos la muerte y la resurrección de Jesús, el hombre en el que se manifestó Dios, del que dice la Escritura que es Amor, y del que brota la vida. Porque sólo la vida perdurable es capaz de albergar al amor en su plenitud. Tenían razón Marcel y Marías, se equivocaban Sartre y de Beauvoir: la vida tiene un sentido, el amor nos ha hecho inmortales y no hay mayor consuelo que considerar, en la desgracia, la felicidad que se aproxima.

miércoles, 21 de marzo de 2018

ODIO A LA ENFERMEDAD, AMOR AL ENFERMO





La fecha de hoy, 3-21, es el motivo por el que se ha elegido como Día Internacional del Síndrome de Down: la trisomía 21. Yo quiero celebrarlo aquí recordando al profesor Lejeune, descubridor del origen de esta enfermedad.

El síndrome de Down había sido descrito con detalle en 1866, aunque se desconocía su origen, y, atribuido a la sífilis, resultaba en la estigmatización de estos pacientes y de sus familias. Pero cien años después, en 1957, Marta Gautier descubre que los pacientes con el síndrome de Down tienen 47 cromosomas: uno de más. Y en 1959 un joven médico, Jérôme Lejeune, descubre que ese cromosoma extra es un cromosoma 21, por lo que llamó a la enfermedad “trisomía 21”.

Atribuir el origen del síndrome de Down a una alteración genética supuso un enorme alivio para todas aquellas familias que se veían señaladas por la sociedad, y abrió la posibilidad de estudiar el origen y las consecuencias de esa alteración. Nació así la Genética Médica, que sigue abriendo caminos en la medicina actual.

El Dr. Lejeune continuó sus estudios, y algunos años después describió otra alteración cromosómica, el Síndrome  del maullido de gato, conocido también como Síndrome de Lejeune. En 1964 es nombrado primer profesor de Genética Fundamental de la Facultad de Medicina de París.

Su prestigio internacional es inmenso: recibe el Premio Kennedy en 1962 y es un firme candidato al Premio Nobel.  Pero en 1969, en el acto en que se le hace entrega del premio William Allan, Lejeune, que se ha dado cuenta de que los Estados Unidos se plantean autorizar el aborto de los trisómicos, asume su defensa: el estatus biológico está presente desde la concepción: el hijo de dos seres humanos es un ser humano; no es un simio, ni un oso. Y la tentación de suprimir mediante el aborto a ese ser humano atenta contra la ley moral, que no es una ley arbitraria, y cuyo fundamento queda confirmado por la genética.

No recibe ni un solo aplauso; cuando termina de hablar se produce un silencio hostil y molesto entre esos hombres que son la élite de su profesión.  Y esa noche escribe a su esposa: “Hoy he perdido el premio Nobel”. Pero se halla en paz, y en su diario confiesa: “El racismo cromosómico es esgrimido como un estandarte de libertad. Que esa negación de la medicina, de toda la fraternidad biológica que une a los hombres, sea la única aplicación práctica del conocimiento de la trisomía 21 es más que un suplicio. ¡Proteger a los desheredados! –ironiza- ¡qué idea más reaccionaria, retrógrada, integrista e inhumana!”.

En el año 1972, en Francia, por un sentimiento humanitario mal entendido, se aprobó el aborto de los discapacitados diagnosticados antes del nacimiento. Lejeune, que tuvo que contemplar impotente cómo usaban su descubrimiento para abortar a niños con síndrome de Down, defendía en todos los círculos que somos seres humanos desde la concepción. Esta defensa de la vida humana y la lucha por los más débiles le llevó a formar parte de distintas asociaciones Provida, y, en consecuencia, gran parte de los aplausos que había recibido hasta la década de los 70 se transformaron en ataques directos contra su persona.

Él soportó estos ataques sin quejarse, porque sabía que detrás de la enfermedad hay un ser humano con capacidad de amar y de sentirse amado, y sentía el deber de defenderlo: “No lucho por mí mismo, por eso los ataques no tienen importancia”. El ataque que realmente sí le hizo daño fue la retirada en 1982 de los créditos para seguir con su equipo de investigación, perdiendo de esta manera tanto su laboratorio como el equipo que dirigía. Los últimos quince años de su vida obtuvo los fondos que necesitaba dando conferencias por todo el mundo, y consiguiendo becas y premios de investigación para su equipo.

Inspirado por su conciencia médica y por su amor a sus pacientes, su vocación era cuidarlos. Y curarlos cuando fuera posible. Por eso consideraba que cualquier hallazgo de los investigadores debía ser trasladado enseguida a la práctica. En su consulta del hospital Necker, Jérôme Lejeune atendió a más de 9000 pacientes, a los que trataba hasta donde era posible, y ayudaba a su familia a aceptar su tribulación asegurándoles que su hijo, pese a su discapacidad, rebosa amor y ternura. Su propio amor por sus pacientes se refleja en estas palabras:

"Con sus ojos un poco oblicuos, su nariz pequeña en una cara redonda de rasgos cincelados de forma incompleta, los niños que tienen trisomía 21 son más niños que los demás. Los niños tienen las manos cortos y los dedos cortos, pero los suyos son más cortos. Toda su anatomía está como redondeada, sin asperezas ni rigideces. Sus ligamentos, sus músculos, tienen una elasticidad que da una tierna melancolía a su forma de ser. Y esta dulzura se extiende a su carácter: expansivos y afectuosos, tienen un encanto especial que es más fácil de amar que de describir. Esto no quiere decir que la trisomía 21 sea una condición deseable. Es una enfermedad implacable, que priva al niño de la cualidad más preciosa que nos confiere nuestro patrimonio genético: el pleno poder del pensamiento racional. Esta combinación de un trágico error cromosómico y de una naturaleza realmente estremecedora, revela de un golpe la verdad de la medicina: el odio a la enfermedad, y el amor al enfermo".

Jérôme Lejeune murió el 3 de abril de 1994 con el triste sentimiento de no haber terminado su misión: “Yo era un médico que debía haberles curado, y me voy. Tengo la impresión de que les abandono”. Y cuando sus hijos le preguntaron en su lecho de muerte si dejaba algo para sus pacientes, contestó: “No tengo gran cosa, ya lo sabéis. Pero les he dado mi vida. Y mi vida era todo lo que tenía".

El propio Jérôme Lejeune y el bien que hizo en defensa de los más débiles quedan reflejados en la siguiente anécdota: Bruno, uno de los trisómicos 21 que aportaron sus células para el descubrimiento de esta anomalía, cogió el micrófono durante el funeral en la catedral de Notre Dame y con una potente voz dijo: “Gracias, profesor, por todo lo que has hecho por mi padre y por mi madre, gracias a ti estoy orgulloso de mí mismo”.

 El 19 de febrero de 2004 la décima Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida acogió con una fuerte ovación la propuesta de Cardenal Fiorenzo Angelini de iniciar el proceso de beatificación de Jérôme Lejeune.