La fecha de hoy, 3-21, es el motivo por el que se ha elegido como Día
Internacional del Síndrome de Down: la trisomía 21. Yo quiero celebrarlo aquí
recordando al profesor Lejeune, descubridor del origen de esta enfermedad.
El síndrome de Down había sido descrito con detalle en 1866, aunque se
desconocía su origen, y, atribuido a la sífilis, resultaba en la
estigmatización de estos pacientes y de sus familias. Pero cien años después,
en 1957, Marta Gautier descubre que los pacientes con el síndrome de Down
tienen 47 cromosomas: uno de más. Y en 1959 un joven médico, Jérôme Lejeune,
descubre que ese cromosoma extra es un cromosoma 21, por lo que llamó a la
enfermedad “trisomía 21”.
Atribuir el origen del síndrome de Down a una alteración genética supuso
un enorme alivio para todas aquellas familias que se veían señaladas por la
sociedad, y abrió la posibilidad de estudiar el origen y las consecuencias de
esa alteración. Nació así la
Genética Médica, que sigue abriendo caminos en la medicina
actual.
El Dr. Lejeune continuó sus estudios, y algunos años después describió
otra alteración cromosómica, el Síndrome del maullido de gato, conocido
también como Síndrome de Lejeune. En 1964 es nombrado primer profesor de
Genética Fundamental de la
Facultad de Medicina de París.
Su prestigio internacional es inmenso: recibe el Premio Kennedy en 1962
y es un firme candidato al Premio Nobel. Pero en 1969, en el acto en que
se le hace entrega del premio William Allan, Lejeune, que se ha dado cuenta de
que los Estados Unidos se plantean autorizar el aborto de los trisómicos, asume
su defensa: el estatus biológico está presente desde la concepción: el hijo de
dos seres humanos es un ser humano; no es un simio, ni un oso. Y la tentación
de suprimir mediante el aborto a ese ser humano atenta contra la ley moral, que
no es una ley arbitraria, y cuyo fundamento queda confirmado por la genética.
No recibe ni un solo aplauso; cuando termina de hablar se produce un
silencio hostil y molesto entre esos hombres que son la élite de su
profesión. Y esa noche escribe a su esposa: “Hoy he perdido el premio Nobel”. Pero se halla en paz, y en su diario confiesa: “El racismo
cromosómico es esgrimido como un estandarte de libertad. Que esa negación de la
medicina, de toda la fraternidad biológica que une a los hombres, sea la única
aplicación práctica del conocimiento de la trisomía 21 es más que un suplicio.
¡Proteger a los desheredados! –ironiza- ¡qué idea más reaccionaria,
retrógrada, integrista e inhumana!”.
En el año 1972, en Francia, por un sentimiento humanitario mal
entendido, se aprobó el aborto de los discapacitados diagnosticados antes del
nacimiento. Lejeune, que tuvo que contemplar impotente cómo usaban su
descubrimiento para abortar a niños con síndrome de Down, defendía en todos los
círculos que somos seres humanos desde la concepción. Esta defensa de la vida
humana y la lucha por los más débiles le llevó a formar parte de distintas
asociaciones Provida, y, en consecuencia, gran parte de los aplausos que había
recibido hasta la década de los 70 se transformaron en ataques directos contra
su persona.
Él soportó estos ataques sin quejarse, porque sabía que detrás de la
enfermedad hay un ser humano con capacidad de amar y de sentirse amado, y
sentía el deber de defenderlo: “No lucho por mí mismo, por eso los ataques
no tienen importancia”. El ataque que realmente sí le hizo daño fue la
retirada en 1982 de los créditos para seguir con su equipo de investigación,
perdiendo de esta manera tanto su laboratorio como el equipo que dirigía. Los
últimos quince años de su vida obtuvo los fondos que necesitaba dando
conferencias por todo el mundo, y consiguiendo becas y premios de investigación
para su equipo.
Inspirado por su conciencia médica y por su amor a sus pacientes, su
vocación era cuidarlos. Y curarlos cuando fuera posible. Por eso consideraba
que cualquier hallazgo de los investigadores debía ser trasladado enseguida a
la práctica. En su consulta del hospital Necker, Jérôme Lejeune atendió a más
de 9000 pacientes, a los que trataba hasta donde era posible, y ayudaba a su
familia a aceptar su tribulación asegurándoles que su hijo, pese a su
discapacidad, rebosa amor y ternura. Su propio amor por sus pacientes se
refleja en estas palabras:
"Con sus ojos un poco oblicuos, su nariz pequeña en una cara
redonda de rasgos cincelados de forma incompleta, los niños que tienen trisomía
21 son más niños que los demás. Los niños tienen las manos cortos y los dedos
cortos, pero los suyos son más cortos. Toda su anatomía está como redondeada,
sin asperezas ni rigideces. Sus ligamentos, sus músculos, tienen una
elasticidad que da una tierna melancolía a su forma de ser. Y esta dulzura se
extiende a su carácter: expansivos y afectuosos, tienen un encanto especial que
es más fácil de amar que de describir. Esto no quiere decir que la trisomía 21
sea una condición deseable. Es una enfermedad implacable, que priva al niño de
la cualidad más preciosa que nos confiere nuestro patrimonio genético: el pleno
poder del pensamiento racional. Esta combinación de un trágico error
cromosómico y de una naturaleza realmente estremecedora, revela de un golpe la
verdad de la medicina: el odio a la enfermedad, y el amor al enfermo".
Jérôme Lejeune murió el 3 de abril de 1994 con el triste sentimiento de
no haber terminado su misión: “Yo era un médico que debía haberles curado, y
me voy. Tengo la impresión de que les abandono”. Y cuando sus hijos le
preguntaron en su lecho de muerte si dejaba algo para sus pacientes, contestó:
“No tengo gran cosa, ya lo sabéis. Pero les he dado mi vida. Y mi vida era
todo lo que tenía".
El propio Jérôme Lejeune y el bien que hizo en defensa de los más
débiles quedan reflejados en la siguiente anécdota: Bruno, uno de los
trisómicos 21 que aportaron sus células para el descubrimiento de esta
anomalía, cogió el micrófono durante el funeral en la catedral de Notre Dame y
con una potente voz dijo: “Gracias, profesor, por todo lo que has hecho por
mi padre y por mi madre, gracias a ti estoy orgulloso de mí mismo”.
El 19 de febrero de 2004 la décima Asamblea
General de la
Academia Pontificia para la Vida acogió con una fuerte ovación la propuesta
de Cardenal Fiorenzo Angelini de iniciar el proceso de beatificación de Jérôme Lejeune.