lunes, 3 de julio de 2017

NIÑOS A LA INTEMPERIE


El colectivo LGTBI atraviesa su minuto de gloria. Con la complicidad de quienes ya anunciaron esta campaña, y la de los que no dijeron nunca nada sobre el asunto, procuran ahora imponer su visión del hombre a toda la sociedad. Es asunto largo y complejo, con muchas consecuencias que deberíamos considerar. Yo quiero hoy fijarme en una cuya justificación está en el aire y por eso se merece una consideración detenida: la intervención para cambiar de sexo a los menores.

Si digo yo que los niños están instalados en la provisionalidad seguramente no descubro nada a nadie. A nadie que haya conocido niños, claro, a nadie que tenga experiencia de niños reales. Habrá, quizá, alguno que no sepa de niños más que lo que haya leído: a ellos especialmente quiero dirigirme.

Que todos cambiamos a lo largo de nuestra vida es algo que nadie podrá discutir: somos un proyecto en marcha. Pero en el caso de los niños esto es de una evidencia rotunda: un niño puede aspirar hoy a ser un pirata temido en los siete mares, y mañana conformarse con ser Messi. La infancia consiste en ser provisional.

La provisionalidad tiñe todas las facetas de la vida infantil. También su identidad sexual. Pero ésta más especialmente, porque la madurez sexual se alcanza, como sabemos, precisamente, en la madurez. No en la adolescencia, mucho menos en la niñez, donde todo está todavía por aparecer, por manifestarse.

La nueva pretensión LGTBI viene ahora a decirnos que si un niño considera que su sexualidad no se corresponde con su sexo (si tiene lo que llaman “disforia de género”), hay que ir al cambio de sexo cuanto antes, mejor ahora que luego. Hay que acortar los trámites, no dejar tiempo para pensarlo  despacio. Más aún: si uno de los padres se opone su opinión no será tenida en cuenta, y si se oponen los dos el Estado decidirá en su lugar y se hará contra la voluntad de los dos.

Vamos a ver. Para empezar, establecer el diagnóstico con certeza lleva su tiempo, la opinión del niño no es lo más importante. Porque puede ser que ese niño –que no tiene por qué saber medicina- no distinga entre una disforia de género y un travestismo fetichista. O un travestismo no fetichista. O una orientación sexual egodistónica. O un trastorno en la maduración sexual. O un trastorno por aversión al sexo. O…

Y no da igual un diagnóstico que otro, porque cada uno de ellos implica una actitud diferente. Entonces, ¿a qué viene esa prisa para modificar irreversiblemente a esos niños para el resto de sus vidas, a qué viene tanto correr? En países nada timoratos en estas cuestiones, como los Estados Unidos o los Países Bajos, se niegan a intervenir antes de los 16 años, aunque lo pidan también los padres–que tampoco tienen por qué saber medicina, hay que recordarlo-. En España, el Grupo de Identidad y Diferenciación Sexual de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición –donde sí saben medicina- ha publicado un Documento de Posicionamiento en el que advierte: “La persistencia (de la disforia de género) en niños es claramente menor que en adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”. Es decir: no hay que darle a esa impresión de «sexo equivocado» que tienen los niños carácter de rasgo definitivo: es más que muy probable que no dure.

Pero donde se ponen en evidencia los promotores de esta pretensión es en lo dispuestos que están a usurpar el papel de los padres. Que son, precisamente, los que quieren a ese niño, los que tienen un interés personal y directo por él, los que se preocupan por su bien y lloran con su pena y su dolor. Porque no podemos olvidar que el niño ya reasignado a su nuevo sexo no ha llegado al Paraíso. Incluso en países tan permisivos como Suecia –donde no existe presión social alguna a este respecto- el índice de suicidios entre ellos dobla el del resto de la población. ¿Quiénes van a estar entonces junto a ellos? ¿Los LGTBI? No, con toda seguridad los LGTBI no estarán entonces a su lado. Habrán desaparecido ya del horizonte, se habrán desinteresado ya de su “caso”, le habrán vuelto la espalda y habrán salido en busca de otro niño-bandera que sacar a la calle.

Los que van a estar entonces al lado de ese niño son sus padres. Los que van a sufrir con él, los que van a luchar por aliviar su dolor, los que van a sostener y confortar a ese niño, los que van a seguir amándolo con el amor entregado y sin reservas con que siempre lo han amado, son sus padres. Sus padres. No LGTBI. Ni siquiera el Estado. Sus padres. Entonces, ¿por qué ese afán de pasar por encima de los padres, arrollándolos con todo el poder del Estado y dejando a los niños abandonados a la intemperie? ¿Hay que recordar que el Estado debe estar al servicio del hombre, no contra él?

Pues tendremos que recordarlo.