miércoles, 8 de marzo de 2017

PRIMUM, NON NOCERE



En 1979 dirigió José Luis Garci una película casi olvidada que tituló “Las verdes praderas”. Contaba la historia de un hombre que, en su aspiración por alcanzar una posición social que le prometía una vida despreocupada y feliz, sacrificó cuanto fue necesario. Alcanzó, finalmente, el objeto de su deseo, y descubrió entonces que la realidad no se correspondía con lo que él había esperado: había corrido tras un señuelo, y al final del largo camino se encontraba sólo con la decepción y el dolor por las ocasiones de felicidad perdidas. El argumento quedaba resumido en el lamento del protagonista: -"¡Me han engañado, coño! ¡Me han engañado!”.

La enseñanza de esta película es aplicable a infinidad de situaciones reales de nuestra vida, pero me viene a la cabeza estos días con insistencia cuando considero la condición transexual, levantada recientemente como bandera de concepciones sociales encontradas. Ahora, cuando se atenúan ya los ecos de la refriega, quisiera considerar despacio la situación de esas  personas que no se encuentran “en casa” con su cuerpo masculino o femenino, y buscan la manera de cambiar las cosas. Por respeto a ellos y a su dolor quizá merezca la pena considerar las cosas con cierto detenimiento, no vayan a encontrarse, al final de un camino profundamente traumático, repitiendo el lamento del protagonista de “Las verdes praderas”.

¿Qué les ofrecemos hoy a estas personas para mejorar su situación? En esencia, hormonas y cirugía. De los cuatro aspectos de la diferenciación sexual -cromosómico, hormonal, genital y psíquico-, esos tratamientos persiguen adaptar dos de ellos al último. Evidentemente, la dimensión cromosómica del sexo resulta, para nuestras posibilidades, “incorregible”, pero las  hormonas proporcionan los caracteres sexuales secundarios deseados, y la cirugía sustituye un pecho prominente por otro plano, y elimina los órganos genitales vividos como “ajenos” para sustituirlos por otros, acordes con el sentimiento de la persona (ya que, como sabemos, los hombres tienen pene y las mujeres tienen vulva).

Sólo que resolver esta "fractura" de la persona no es tarea fácil, y ni siquiera es cierto que así vayamos a conseguirlo. La cirugía de cambio de sexo no es un procedimiento menor: exige una preparación previa, física y psíquica, biológicamente costosa y humanamente traumática, y, tras exponerse a riesgos de salud nada desdeñables, se alcanza, en el mejor de los casos, sólo la “apariencia” de los genitales deseados. Que resultan, además, disfuncionales, y que van a condenar a esta persona a la esterilidad: una sexualidad herida (no hay que echarse las manos a la cabeza cuando se habla de “curar” a estas personas: también las heridas deben ser curadas). Los nuevos órganos genitales no son lo deseado por el paciente, no resuelven su situación. Y, frecuentemente, tras ese largo y complicado proceso en busca de la plenitud, se encuentran donde no querían. Y, lo que es peor: sin espacio para el arrepentimiento, sin billete de vuelta. Hay algunos ejemplos dramáticas en los que la propia persona (el interesado, la víctima) ha optado por eliminarse físicamente, más incapaz que antes de reconciliarse con su nuevo estado.

Verdaderamente, si nos enfrentamos a este problema con los ojos abiertos y sin prejuicios, con sincero deseo de ayudar, tenemos que reconocer que lo que se les ofrece ahora a los transexuales es una mala solución. Y la razón es que los órganos sexuales no son la causa del problema. Son sólo la manifestación exterior de una realidad más profunda, que se enraíza en el núcleo del ser de esa persona, y a la que no podemos acceder. Por eso no funciona: porque eliminar una manifestación no elimina lo manifestado en ella. Por eso no conseguimos transformar a un hombre en una mujer, sólo podemos transformarlo en un hombre afeminado y mutilado; y a una mujer no podemos convertirla en un hombre, sino en una mujer virilizada y mutilada. En ambos casos, la imposibilidad de una plenitud humana, la imposibilidad de la felicidad. 


Debemos preguntarnos si es ésa la única posibilidad, si no es posible aspirar a otra cosa, aspirar a más. Debemos preguntarnos si no podríamos actuar, en primer lugar, sobre la dimensión psíquica, la única dimensión, al fin y al cabo, originariamente discordante. De la misma manera que actuamos en otros casos de disociación psicosomática. Sé que en algunos lugares se ha empezado por prohibir esa posibilidad, pero creo que no lo han pensado bien, y que se merece una consideración detenida y sin prevenciones. En primer lugar, porque no conduce a un camino sin retorno como en el caso de la cirugía, y deja espacio para el arrepentimiento -algo profundamente humano, no lo olvidemos-; en segundo lugar, porque no cierra ningún otro camino si los resultados no son satisfactorios -no excluye, por tanto la misma cirugía, llegado el caso-; y, en tercer lugar, porque es lo único aceptable para la larga tradición médica que nos dice que debe elegirse la posibilidad menos lesiva, el mal menor. El clásico Primum, non nocere - “lo primero, no dañar”- de nuestro clásicos: lo que los bioéticos llaman ahora  principio de no-maleficencia: no poner las cosas peor.

sábado, 4 de marzo de 2017

LEY MORDAZA


Tras algunos años de viajes de ida y vuelta a las guerras y a los totalitarismos del siglo XX,  George Orwell aprendió -nos dice- que si la palabra libertad significa algo es el derecho a decir  lo que la gente no quiere oír.

La presencia en Madrid de un autobús que asegura que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva ha abierto la caja de los truenos y, como medida cautelar, el poder judicial ha resuelto prohibir que continúe circulando y alterando el pacífico dormitar de la capital de España. Los poderes legislativo y ejecutivo de la Comunidad madrileña, solidarios desde su raíz, pueden gobernar tranquilos: al que se mueve, sopapo.

La misma polémica despertada pone de manifiesto que no se trata de un asunto intrascendente. No estaría en todos los periódicos y redes sociales si fuera así. Pero de los hombres y mujeres reales, de a pie, todos tenemos experiencia y una idea formada.

“Es cuestión de opiniones -me aseguran-. Los seres humanos somos así: cada uno de su padre y de su madre. Lo que para unos es trapo, para otros es bandera”. Bien. Pero entonces hay que decirlo claramente: “Esto es sólo una opinión, las cosas podrían no ser así”.

Porque el mundo de la opinión es un mundo inseguro, movedizo. Como las camas elásticas: un espacio divertido al que apartarnos por unos momentos, pero poco apto para quedarnos a vivir en él. La vida real necesita soportes firmes a los que agarrarnos. La vida real necesita apoyarse en certezas.

Y la certeza nos la proporciona la patencia de la verdad que, sin buscarla, nos sale al camino: ob-viam. Podemos hablar durante mucho tiempo de la ciencia y de la filosofía: Biología, Psicología, Antropología… Es perder el tiempo y marear  la perdiz: la verdad, la verdad obvia, ya la conocemos todos: los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. De una obviedad rotunda.

Cosa distinta es la estigmatización de las personas en las que el desarrollo de los diferentes componentes de la sexualidad -cromosómico, genital, hormonal,  psicológico- no se realiza con la congruencia que es normal tanto en el sentido de “estado natural de las cosas” como desde el punto de vista estadístico. Pero el escrupuloso respeto a todas las personas, y a su inviolable dignidad, no implica imposición ideológica alguna, mucho menos la imposición de un modelo antropológico sin apoyos en la realidad.

Los poderes constituidos, y el lobby LGTBI al que respaldan, adoptan la posición fácil y cómoda, pero poco digna y extremadamente peligrosa, del niño que cierra los ojos, pone los brazos en jarras, saca pecho y grita: -“¡Me rebota todo, me rebota todo!”

¿Qué sentido tiene esta declaración de ceguera que hacen ahora los poderes del Estado? ¿Pretenden que nos saltemos los ojos? A las opiniones hay que tratarlas como lo que son: opiniones. Se ha acusado a los promotores del mencionado autobús de “ofender a los transexuales”. No veo cómo se puede ofender a alguien evitando que le hagan comulgar con ruedas de molino. Pero cuando el César toma una opinión y la hace pasar por realidad, lo que está haciendo es estafarnos a todos, y eso sí es ofensivo. También para los transexuales.

¡De modo que ésta era la libertad de expresión de la que tanto venimos oyendo hablar desde hace ya no sé cuántos años: el silenciamiento de los disidentes, la mordaza para los que se alejan del rebaño!

Urge volver a Orwell.