viernes, 25 de septiembre de 2020

LA DIVINA MISERICORDIA


Llega a nuestros cines la película “La Divina Misericordia”, que relata la vida de santa Faustina Kowalska (1905-1938) - la monja canonizada por san Juan Pablo II y cuya fiesta celebramos el 5 de octubre- y el origen y expansión de la devoción a la Divina Misericordia.

 

Santa Faustina es una mística de cuya docilidad se sirvió Dios para comunicar al mundo su deseo de volcar su Misericordia sobre la Humanidad. Por deseo de su confesor, santa Faustina reflejó en un minucioso diario (714 páginas en su edición española) su vida interior y los deseos que el Señor le comunicaba, al tiempo que le hacía conocer y experimentar la inmensidad de su amor. Dijo de este diario: "Estoy escribiendo esto por orden de Dios para que ninguna alma encuentre una excusa diciendo que no existe en infierno".

 

Santa Faustina siempre mantuvo una estrecha relación con Dios. Entre fidelidades y resistencias a lo que le pedía el Señor, su vida se encaminaba hacia una unión cada vez más plena con Dios y a colaborar con Jesús en la salvación de las almas. El Señor la colmó de muchas gracias extraordinarias, pero ella aseguraba que ni las gracias ni las revelaciones, ni los éxtasis, ni ningún otro don concedido al alma la hacen perfecta, sino la estrecha unión de la voluntad con la voluntad de Dios.

 

También le reveló Dios todo lo que tendría que sufrir: falsas acusaciones, la pérdida del buen nombre, y mucho más. Jesús le hizo saber que no disminuiría sus gracias y que seguiría manteniendo una relación estrecha con ella, y que la salvaría aunque ella no diera su consentimiento a todo aquello, pero Faustina, consciente de que todo el misterio dependía de ella, consintió libremente al sacrificio. Luego escribió en su diario: “De repente, cuando había consentido a hacer el sacrificio con todo mi corazón y todo mi entendimiento, la presencia de Dios me cubrió; me parecía que me moría de amor a la vista de su mirada.

 

En 1929 anota en su Diario "El sufrir es una gracia grande; a través del sufrimiento el alma se hace como la del Salvador; en el sufrimiento el amor se cristaliza, mientras más grande el sufrimiento más puro el amor". Dios le hizo entender que hay una cosa de un valor infinito a sus ojos: el amor a Dios. Nada puede compararse a un solo acto de amor a Dios.

 

El Señor pidió la celebración de una fiesta de la Divina Misericordia el segundo domingo de Pascua -fiesta que instituyó san Juan Pablo II, y en cuyo amanecer culminó el Papa su paso por la tierra- y prometió indulgencias a quien ofreciese los sufrimientos de su Pasión por los pecadores a las tres de la tarde, hora en que Él entregó su vida por la salvación del mundo.

 

El Diario de santa Faustina está salpicado, de principio a fin, de las palabras que le comunicaba el Señor para atraer a los hombres a la Misericordia. Éstas son algunas de ellas: 

 “Las almas mueren a pesar de mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, la fiesta de mi Misericordia.

“Mi Corazón desborda con gran Misericordia para las almas, y especialmente para los pobres pecadores. Si sólo pudieran entender que yo soy el mejor de los Padres para ellos y que es para ellos para quienes fluyeron la sangre y el agua de mi corazón como de una fuente llena de Misericordia”.

 “Hija mía, escribe que cuanto mayor es el pecador, mayor es el derecho que tiene a mi Misericordia… Exhorta a todas las almas a confiar en el abismo insondable de mi Misericordia, porque quiero salvar a todos”.

“Las almas que acuden a mi Misericordia me deleitan. Les doy aún más gracias de las que piden. No puedo castigar ni siquiera al más grande pecador si acude a m compasión.”

  “Que el alma débil y pecadora no tenga miedo de acercarse a mí, ya que aunque tuviera más pecados que granos de arena hay en el mundo, todos se ahogarán en las profundidades inconmensurables de mi Misericordia". 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

DAVID HUME, EXPURGADO DE LA UNIVERSIDAD DE EDIMBURGO: EL SIGNO DE LOS TIEMPOS

 

Defendiendo la fachada del Palacio de Justicia de Edimburgo permanece todavía, cuando escribo estas palabras, la estatua sedente de David Hume, figura cumbre del empirismo británico y orgullo, hasta ahora, de la Universidad de Edimburgo. Hoy, en la Red, se pueden ver fotografías en las que le han colgado a la estatua la cita que lo condena y que ha sido motivo de que su nombre haya sido eliminado de la Universidad: sospechaba que los negros eran intelectualmente inferiores a los blancos. Por esas palabras la militancia de lo políticamente correcto se propone rectificar –mejorando (?)- la Historia del pensamiento humano. No quiero pensar lo que pasará cuando descubran los comentarios que le merecieron a Darwin -¡nada menos que a Darwin!- los tres indios fueguinos con los que coincidió en el Beagle.

Las bandas de robespierres que cruzan en nuestra época el mundo de la política y de la cultura enarbolando su ignorancia y su rencor por la excelencia han descubierto que ésta es la manera más cómoda y rápida de la equiparación social. Equiparación por abajo, ya se entiende. No hace todavía mucho tiempo asegurábamos que la defensa de las clases menos favorecidas era una sociedad que premiase el esfuerzo. La única oportunidad de alcanzar otras posibilidades en la vida que las que encontramos al nacer es que la excelencia no sea familiar o social, sino personal, debida al esfuerzo de cada uno: a su propio mérito. Todo lo que no sea esto es reaccionario de la más pura estirpe.

Sin embargo, han descubierto ahora una forma con la que más rápidamente –y con menos esfuerzo- pueden ocupar el nivel más alto: talar a los que les sobrepasan. Y se han encontrado, para su sorpresa, con que las grandes figuras de la humanidad son, también, imperfectas. Que tienen defectos, como todos. Como ellos también, habría que decirles. Y como sus propios héroes. Son incapaces de comprender que lo que admiramos en esas figuras que ahora quieren descabalgar a la fuerza no son sus defectos o sus insuficiencias, sino la excelencia que les impulsó al nivel que alcanzaron. “¡Pertenecían a una clase social privilegiada!” ¿Y qué? Su mérito no es proceder de una clase social privilegiada, sino haber aprovechado ese privilegio para impulsar hacia adelante a toda la raza humana, su mérito es haberse agotado en el esfuerzo por alcanzar un ideal noble, en lugar de gastarlo exclusivamente en su beneficio particular, como hicieron otros de su época, como hacen hoy también todavía algunos de los que les señalan con el dedo.

Pero es especialmente significativo -y triste- que esto ocurra en una Universidad, que conserva aún en su nombre su razón de ser: universitas magistrorum et scholarium, todo el conjunto de profesores y alumnos. Todos ellos, cada uno con sus ideas y opiniones, con sus creencias, sus fortalezas y sus debilidades. El sentido de la Universidad es el debate, la confrontación de conocimientos y puntos de vista. Los miembros de esa comunidad, entrenados en la honradez intelectual y en la comprensión de la postura del otro, deberían estar en condiciones de superar las limitaciones de lo políticamente correcto. 

Nos empeñamos en estimular y aceptar la diversidad, la heterogeneidad, la coexistencia de puntos de vista diferentes. Y queremos que nuestros hijos sean capaces de convivir en buenos términos con el que es distinto a ellos. Pero ¿cómo vamos a conseguirlo si les impedimos tener contacto, acercarse al otro, conocerlo, escuchar sus argumentos? A lo más que llegamos cuando confrontamos puntos de vista es a: -“Ésa es tu opinión, no la mía”, y cada uno sigue su camino. En realidad, lo que toca en ese momento es sentarse y “pesar” las opiniones. Del debate nace la luz. Porque no olvidemos que todo el conocimiento humano -también el científico, hoy sacralizado- progresa principalmente a fuerza de rectificaciones. O, como dijo alguien antes de ahora, “la ciencia avanza funeral a funeral”.

Si descartamos a nuestros mejores mayores porque han sido imperfectos, ¿con quién nos quedaremos? Seremos nuevos Adanes perpetuamente privados del privilegio del que se reconocía deudor Newton: -“He visto más lejos porque me he subido en los hombros de gigantes”. Permaneceremos para siempre en el punto de salida.

No es lugar para quedarse.


miércoles, 16 de septiembre de 2020

LA MUJER NO ES UN HOMBRE ATROFIADO

Leo en el periódico que se ha inaugurado en Barcelona una exposición titulada “Los derechos trans son derechos humanos” cuyos organizadores preguntan: “¿Cuál es la fina línea que separa un clítoris grande de un pene pequeño? ¿En qué momento los labios externos de la vulva pasan a ser el escroto?". Me gustaría contribuir a dar alguna luz en este asunto.

Los biólogos hablan de "analogía" para referirse a la semejanza que guardan entre sí órganos de especies distintas que, aunque son en realidad profundamente diferentes en su composición y estructura, sin embargo, cumplen una función semejante. Son estructuras análogas, por ejemplo, el ala de una mosca y el ala de un águila. Un concepto diferente, casi inverso al de analogía, es el de “homología”, que se refiere a la relación que guardan entre sí estructuras que, aunque profundamente diferentes en su forma y su función, guardan, sin embargo, una gran semejanza en su composición y estructura, porque están estrechamente emparentadas desde el punto de vista evolutivo. Por ejemplo, la pata de un caballo, el ala de un murciélago y el brazo de un hombre son estructuras homólogas, como se puede comprobar comparando sus anatomías.

A partir de estas semejanzas biológicas entre especies diferentes el zoólogo alemán Ernst Haeckel popularizó lo que se llamó “Teoría de la Recapitulación”, hoy ya arrinconada en lo que se refiere a su sentido más pleno, literal. Expresado con las palabras técnicas que utilizó Haeckel, dicha teoría afirma que “la ontogenia recapitula la filogenia”, lo que dicho en lenguaje corriente significa que el desarrollo prenatal del embrión reproduce las etapas de la evolución de su especie.

Se hicieron populares entonces imágenes que mostraban embriones de diferentes especies en diferentes momentos de su desarrollo. En ellas se podía observar un parecido cada vez mayor con las respectivas formas adultas a medida que avanzaba el desarrollo. Sin embargo, mucha gente interpretó esas imágenes en sentido contrario: observó que cuanto más precoz era el embrión, más se parecía al embrión de otra especie, y de ahí nació el mito de que el desarrollo embrionario era un proceso de divergencia sucesiva, en el que se producía la separación de diferentes posibles caminos, hasta dar lugar a una forma adulta concreta.

Pero eso no es verdad: si el embrión de un cerdo encuentra impedido su desarrollo hasta la forma adulta del cerdo no se va a convertir en un conejo, ni en un perro. Morirá. No hay cambio de raíles en Biología.

Y lo que digo de un embrión lo digo de cualquiera de sus partes: en un embrión de pollo el esbozo de un ala no se convertirá en una pata: se convertirá en un ala, o no se formará extremidad. Ni siquiera adquirirá rasgos del otro sexo de su especie: todos está ya programado y no es modificable: si es macho, su cresta será la de un gallo, no la de una gallina. Dirá quiquiriquiquí, no dirá clo-clo-clo.

Después de Haeckel han venido la Paleontología, y la Embriología, y la Genética, y la Biología del Desarrollo, y hemos aprendido muchas cosas que Haeckel no podía saber. Por eso digo que, en su sentido literal, su teoría no se sostiene ya. Sin embargo, permanece aún en algunos esa idea mítica del “volantazo” a mitad de desarrollo; que, en cualquier momento, lo que se está desarrollando se podría convertir en otra cosa.

Por eso, para las preguntas a las que me refería al principio la única respuesta posible es: -“Pregunta equivocada”. Un clítoris puede alcanzar un desarrollo tal que llegue a parecer un pene pequeño. Pero sólo lo parecerá. Aunque ambos se desarrollan a partir de un tubérculo genital, ese tubérculo es ya esbozo de un clítoris o de un pene. No se distinguen por su tamaño, aunque habitualmente sus tamaños son muy distintos: lo que los distingue es que el clítoris está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de sí, mientras que un pene –también uno muy pequeño- está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de otro. Y lo mismo habría que decir de los labios externos de la vulva y el escroto.

En otras palabras: los labios externos de la vulva no pasan a ser el escroto en ningún momento; no hay ninguna fina línea que separe un clítoris grande de un pene pequeño. Lo único que les diferencia es que un clítoris grande no es un pene pequeño. De la misma manera que un dromedario grande no es una jirafa pequeña. 

O, como resumía una compañera mía: -“Las mujeres no somos hombres atrofiados”. 


viernes, 4 de septiembre de 2020

EL VALOR DE LOS CLÁSICOS

A Raúl Villalba Redondo, con quien comparto tantos puntos de vista.

Dedico ratos sueltos de mis vacaciones a expurgar la biblioteca. Todas las bibliotecas van creciendo con el paso del tiempo: junto a los libros que vamos a leer, y que aguardan ya su turno, contienen los libros que ya hemos leído, y de los que nos resistimos a desprendernos con la secreta esperanza de volverlos a leer y revivir  el placer que nos proporcionaron. Las bibliotecas no crecen por un afán de acumular, sino por la necesidad de conservar lo que enriquece nuestra vida. 

Pero con los años nos hacemos más exigentes y se hace inevitable la selección. Retenemos entonces los que suponen para nosotros una compañía imprescindible, y damos a los otros la probabilidad de elegir nuevos lectores con los que perpetuar su misión. 

Yo he dedicado los primeros días de mis vacaciones a la dolorosa tarea de mirar atrás y cortar amarras. Y he comprobado algo que ya sabía: que son los más antiguos, los que nos acompañan casi desde que abandonamos la infancia, los que siguen siendo compañeros inseparables. En ellos aprendimos las primeras emociones, la primera experiencia intelectual. Aún recuerdo mi primera lectura de Platón, el deslumbramiento de asistir al desarrollo paulatino de un pensamiento luminoso. O la conmoción ante la grandeza y la miseria humanas de la mano de Shakespeare. O la belleza de valores intangibles en los versos de Calderón. Y la admiración por figuras cumbre de la historia de la humanidad, biografías en las que aprendíamos la posibilidad real de valores humanos como “esfuerzo”, “magnanimidad”, “heroísmo”. 

Todo esto es un equipaje valiosísimo para comenzar a andar por la vida, esa vida de la que decía Ortega que consiste en “lo que hacemos y lo que nos pasa”. “Lo que nos pasa”, que depende muchas veces de lo que hacemos, y “lo que hacemos”, que depende siempre de los recursos de que disponemos, recursos que se multiplican cuando tenemos a nuestro alcance la experiencia acumulada de las grandes figuras que nos precedieron. Ésta es la importancia que tienen los clásicos, la razón de su lugar privilegiado en la formación de la persona. 

Me temo que los que comienzan ahora su formación no acceden a todo eso. Ha caído sobre los clásicos una espesa manta de ignorancia y de prejuicio, un “telón de acero” que priva de sus frutos a los que deberían sacar de ellos el máximo provecho.  

Urge recuperarlos. Especialmente, urge recuperar a los filósofos. Lo propio de la Filosofía es enseña a pensar. Es una actividad cuyo ejercicio no se puede dar por descontado. Julián Marías recordaba sus clases con Ortega en la Universidad, y cómo, ante una pregunta planteada, les animaba a pensar, a "darle otra vuelta". Y otra. Y otra. “A la tercera –confesaba Marías- era decididamente difícil”. 

Cuando se renuncia a pensar las funciones de la razón las asume la imaginación. Y entonces se llega a la conclusión de que lo que no se puede imaginar no existe, y de que lo que puede ser imaginado puede existir. Naturalmente, con ese planteamiento el fracaso está garantizado: aunque no se puede “pensar”, concebir, un ser que sea hombre y caballo a la vez -porque ser a la vez racional e irracional es una contradicción- podemos, sin embargo, imaginarlo perfectamente. Y al contrario, aunque no podemos imaginar –con alguna precisión- un ser espiritual, es perfectamente concebible. 

Y la consecuencia, al final, es que nos encontramos con una moral de sentimientos, sin principios; con una visión de lo particular, sin llegar a generalizaciones. Viviendo de metáforas, en lugar de en la realidad; con opiniones, en lugar de con verdades; con prejuicios, en lugar de con conocimiento. Nos encontramos, en fin, con toda esa multitud de monedas falsas que circulan hoy en el mercado intelectual. 

Opinones en lugar de verdades. Ya habíamos pasado por eso, volvemos al principio. Esto es lo malo de renunciar a la Filosofía: que nos convertimos en nuestros antepasados. Necesitamos regresar a Parménides y a Sócrates. Porque ahí delante está Altamira.