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miércoles, 3 de octubre de 2018

UNIVERSIDAD PRECARIA



Circula por las redes la historia de un alumno que va a ver a su profesora de matemáticas para reclamar un suspenso en un examen. La mujer le dice que ha suspendido porque ha contestado que 2+2 es igual a 22 y le explica por qué está mal, pero el niño no atiende a explicaciones, se da media vuelta y se va tirando las cosas al suelo de un manotazo. 

Al día siguiente acuden los padres del niño, para quienes todo se reduce a una confrontación de opiniones. Consideran que la actitud de la maestra pone de manifiesto un sentimiento nazi de superioridad y, tras abofetearla, abandonan la sala amenazándola con hacer que la expulsen de su trabajo.

A la mañana siguiente es el Director el que va a verla. Le sugiere que ofrezca sus disculpas a la familia, ya que no es misión de los profesores transmitir prejuicios a los alumnos.

Al otro día la profesora se encuentra ante un tribunal académico. Hay que tomar medidas: el colegio ha sido demandado por acoso a un menor. Necesitan que se retracte, que admita que es posible que haya varias respuestas correctas para 2+2. Hasta entonces, está suspendida de empleo.

Todas las cadenas de televisión se hacen eco de estos hechos: una profesora clasista abusa de los derechos de un estudiante, y la profesora, finalmente, es despedida.

Aquí termina la historia. Una historia ficticia, sobra decirlo: una parodia, una bufonada.

Pero quizá sirva para valorar otra historia: Lisa Littman, ginecóloga de la Universidad de Brown, en los Estados Unidos, ha llevado a cabo una encuesta a 256 padres, todos ellos favorables a las relaciones homosexuales, cuyos hijos presentaron repentinamente, al llegar a la adolescencia, disforia de género. Littman advirtió que en un elevado número de casos la aparición de la disforia estuvo precedida por situaciones traumáticas o estresantes, lo que le ha llevado a sugerir que la disforia pudo surgir como mecanismo de defens por influencia del medio social –lo mismo que ocurre, por ejemplo, con el ingreso en tribus urbanas o con el desarrollo de aficiones sociales-.

La revista Journal of Adolescent Health publicó un avance del artículo en febrero de este año, momento en el que The Advocate, una revista LGTB, se apresuró a calificarlo como “ciencia basura”. El artículo completo ha visto la luz en agosto, publicado por PLOS ONE, y ha recibido de los colegas de Littman críticas favorables que llegaron hasta la revista The Times. La propia Universidad de Brown lo ha exhibido en su página web, entre las investigaciones novedosas que se llevaban a cabo allí. 

Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”. 

La historia de Lisa Littman es idéntica a la de la profesora de matemáticas que acabo de contar. Una bufonada. Pero no es una ficción, es una historia real, esa es la diferencia. Y en el mundo real las bufonadas no provocan sonrisas, sino rechazo. En este caso, un rechazo masivo del mundo de la ciencia, “más allá de lo esperado en una disputa académica normal”, en palabras de The Economist. La razón es muy sencilla: en una disputa académica normal las partes se apoyan sólo en datos científicos, que pueden ser contrastados, reproducidos y revalidados o contradichos. Nadie se asusta porque alguien rechace las conclusiones de otro autor. La discrepancia es norma -más que norma: en una ciencia sana, la discrepancia honesta es obligada-, y las opiniones encontradas se esfuerzan por aportar datos objetivos que sostengan su opinión. Todo, con el ánimo de desentrañar la verdad latente. Pero en el caso de Lisa Littman no ha sido así. No han sido los datos objetivos de la ciencia los que ha doblegado la honestidad intelectual de esas dos entidades: ha sido la presión de los grupos LGTB los que han amordazando la verdad por razones espurias.

El exdecano de la Facultad de Medicina de Harvard, Jeffrey Flier, en la línea de aquel "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo", ha recordado la larga lucha de las Universidades con los poderes fácticos en defensa de la verdad. "Su éxito en este aspecto - ha declarado- es uno de los grandes triunfos intelectuales de los tiempos modernos, que está en la base de las sociedades libres.” Más práctica, y más concreta, ha sido Alice Greger, historiadora de la Medicina y profesora de bioética en la Universidad Northwestern, en Chicago: “¿Qué investigador querrá trabajar en la Universidad de Brown cuando el valor de su trabajo está determinado por la presión política?”


miércoles, 18 de octubre de 2017

ENEMIGO PÚBLICO



Mientras vivimos con unánime inquietud en toda España las vicisitudes a las que “el procès” nos está arrastrando se hacen públicas diferentes opciones para corregir o atenuar los graves inconvenientes que ahora son, por fin, evidentes hasta para sus más decididos partidarios. Estamos ya metidos en faena, y no sabemos cómo acabará la cosa, pero sí sabemos que acabará: al final, la vida sigue. Y -con permiso de Julio Iglesias- no queremos que siga igual. Algo hemos sacado en limpio de todo esto. 

La figura del político tiene mala prensa, y estamos tentados de decir que con razón. Pero debemos hacer un esfuerzo por revalorizarla: presta un servicio imprescindible a la convivencia y el buen funcionamiento de la sociedad, y amortigua los tirones desde las bandas. Claro que eso obliga a contemporizar, a hacer concesiones y renuncias, a tragar a veces sapos y culebras. Sólo así es posible el entendimiento y la convivencia.

Poco a poco se ha ganado su prestigio entre nosotros la idea de “tolerancia”, que suena tan dulce a nuestros oídos: hay que tolerar un cierto margen de maniobra a la palabra y la acción del político, dejar cierta holgura para que encaje con su vecino. Al fin y al cabo, de ello depende la paz y la armonía social que necesitamos todos.

Y, en consecuencia, no acabamos de tomarnos en serio, hasta el final, su discurso. Sabemos que está destinado a realizarse a base de dejarse jirones en el camino, y tendemos a ser indulgentes si, por esas cosas de la política, tiene que rebasar alguna línea roja: ya se entiende que son maneras de hablar, un tributo a la galería.

Y así, poco a poco, vamos haciendo hueco a la falsedad hasta llegar a sentirnos cómodos con ella, y si alguien nos la señala y la denuncia le hacemos ver que tiene poca importancia, que en lo que debe fijarse es en el objetivo que persigue el personaje en cuestión, y pelillos, a la mar. El camino está ya preparado para aceptar, finalmente, la mentira pura, deliberada, que luego, a fuerza de repeticiones, acaba siendo aceptada como verdad y se levantan sobre ella programas y doctrinas. Programas y doctrinas que son, naturalmente, castillos en el aire, y acaban, como estamos viendo ahora, en nada bueno para nadie.

Este es el peligro de cruzar indiferentemente “líneas rojas”. Se nos olvida que la tolerancia se refiere sólo a lo malo -no toleramos lo bueno-, y que hay cosas ante las que debemos ser intolerantes. O, para decirlo con palabras que no provoquen rechazo, hemos de tener tolerancia-cero.

Hay cosas máximamente respetables ante las que no es posible seguir tragando sapos y culebras, y la más respetable de ellas es la realidad: cuando alguien nos pide que la sustituyamos por lo que él nos cuenta es el momento de darle la espalda. No se pueden hacer concesiones a expensas de la verdad, el precio que se paga es siempre altísimo. Cuando rastreamos el origen de cualquiera de los graves conflictos que salpican la Historia siempre descubrirnos una falsificación de la verdad, cuando no una mentira deliberada: en los Balcanes, en las Guerras Mundiales, en la nuestra Civil,...

Hemos convivido pacíficamente durante años con la labor de zapa de una mentira programática llevada adelante con constancia e implacablemente, y esto a lo que ahora asistimos no es más que su consecuencia natural: la quiebra de la estabilidad y de la armonía social, el envenenamiento de la convivencia, la abolición de la espontaneidad, la intrusión del recelo, de la sospecha, del miedo: en suma, el encorsetamiento de la libertad, la vida en falso.

Es necesario señalar y excluir la mentira: no es aceptable convivir con ella. No es algo comparable con el error: al error tenemos derecho, es posible -es inevitable-, y se puede convivir con él, siempre que lo reconozcamos y estemos dispuestos a rectificar oportunamente. Pero con la mentira no puede haber transigencia: el mentiroso deforma conscientemente la realidad y opta por una actitud hostil, dañina: nos ataca. Por eso debe ser señalado. No merece nuestra atención, hay que desacreditarlo inmediata e inapelablemente.

Se da por sentado que todo el mundo miente. No es verdad. Pero sí es verdad que hoy existen grupos, partidos, publicaciones, que mienten por sistema, que han hecho de la mentira una forma de instalación en el mundo. Su sombra se proyecta con una eficacia desconocida, alentada por una aceptación social cómplice y acrítica.

No perdamos la esperanza. Las personas son, en su mayor parte, decentes. Les gusta lo bueno y lo distinguen de lo malo, prefieren lo mejor a lo menos bueno y reconocen la bazofia aunque se les presente aliñada. Puede ser que, alguna vez, pasiva y resignadamente, acaben por aceptarla, pero no se entregan a ella. Son capaces de sentir admiración por lo que es admirable y lo repugnante les provoca rechazo. No siempre se atreven a alzar la voz entre el griterío que les rodea,  pero reconocen el fulgor de la verdad y perciben con claridad la hostilidad de la mentira. 

No hay más defensa contra el mentiroso que aislarlo, dejarlo al margen, “pasar de él”. ¿Merece la pena seguir dedicando nuestra atención y nuestro tiempo al que ha probado ya que miente? No podemos poner nuestra vida en manos de quien la desprecia. No podemos ser solidarios con quien pretende que las nuevas generaciones ignoren quiénes son, de dónde vienen, en qué época han nacido y de qué recursos disponen para vivir una vida a la altura de su tiempo.

viernes, 18 de noviembre de 2016

POST-VERDAD


Oxford Dictionaries, la sociedad que edita los diccionarios del mismo nombre, acaba de declarar palabra del año el neologismo “post-truth”, que, aunque parece el nombre de un ave corredora, se refiere a “las circunstancias por las que tienen más peso en la opinión pública las emociones y las creencias personales que los hechos objetivos”. Y que, aunque ha inundado los medios de comunicación a raíz del referéndum que va a sacar al Reino Unido de la UE, y de las elecciones presidenciales que tienen a la prensa mundial con los pelos de punta, no es, dicen, algo nuevo entre nosotros.

No, la “post-verdad” -que, en realidad, no es lo que viene después de la verdad, sino lo que usurpa su lugar, lo que la suplanta- no es nueva entre nosotros, viene de lejos. Viene de Gorgias de Leontinos, aquel griego escéptico que decía que nada existe, y que si existiese algo, no podríamos conocerlo, y si lo conociésemos, no lo podríamos comunicar. Entonces estuvo Sócrates al quite, y aquello no llegó a más en aquel momento. Ha sido necesario que llegásemos nosotros, con nuestro esfuerzo por negar la realidad y nuestro rechazo a la Filosofía, para que se haya vuelto a escuchar la voz de Gorgias. Lo que ha venido después estaba ya cantado, no podía no ocurrir.

Porque sustituir los hechos objetivos por nuestras emociones o creencias tiene consecuencias que sí son objetivas. En primer lugar: si no existe una realidad objetiva tampoco hay una naturaleza humana. La consistencia de cada uno de nosotros es individual, y, además, se modifica según las circunstancias y los intereses de cada momento. Así que ya no hay una meta objetiva a la que dirigirse, y el único punto de apoyo que le queda a la ética es el deseo: cualquier deseo, porque todos son igualmente legítimos.

Por eso ya no hay nada bueno en sí. Y por eso nos tropezamos con gente incapaz de concebir que algo pueda ser bueno si no les produce a ellos –a cada uno en particular- un beneficio. No es que antepongan el beneficio propio al bien común, es que ni siquiera conciben que se pueda decir de algo que es bueno si no produce una satisfacción inmediata, y, preferentemente, a ellos: la bondad intrínseca de realidades como la muerte de Sócrates o la cúpula de Santa María de las Flores de Florencia, resulta invisible para muchos de nuestros contemporáneos. Para los mismos que niegan que alguien pueda actuar sin perseguir directamente el propio provecho.

Especialmente cuando la literatura ha renunciado a su tradicional papel de educador en humanidad, cuando ha dejado de enseñarnos a identificar las emociones y los apetitos, y nos ha dejado a merced de los medios de comunicación de masas, que presentan un modelo muy rudimentario: atracción sexual, ambición de dominio, deseo de venganza, afán descontrolado de éxito,… todo ello presentado de modo primitivo y sin matices. Y así: sin conocimiento propio, sin saber adónde dirigirnos ni qué hacer para sacar de nosotros -en palabras de Machado- “hombres buenos”, condenados a acumular experiencias desconectadas entre sí, que ya no sabemos si nos construyen o nos destruyen, y sin sospechar siquiera que somos libres para dirigirnos a nuestra propia perfección –perfección cuya simple posibilidad hace tiempo que ha desaparecido del horizonte-; así, es muy difícil elegir bien.

Y, por otra parte, como el único criterio aceptado son las propias emociones y creencias, la sentencia que asegura que «sobre gustos no hay nada escrito» -cuya falsedad podemos poner en evidencia con sólo asomarnos a cualquier enciclopedia de Historia del Arte-, ha adquirido un valor prácticamente universal, y se aplica a todo el ámbito de la belleza. Pero es una belleza entendida en un sentido muy pobre, devaluada, reducida casi exclusivamente a lo artificial, que es justamente donde lo bello, por su menor categoría, por su menor «densidad ontológica» resulta más problemático, más difícil de distinguir de lo que no lo es.

Y esto es decisivo, porque la belleza es una necesidad esencial del hombre. Pero pasa como con el descubrimiento de la verdad y del bien: la apreciación de la belleza requiere un empeño continuado en adquirir los hábitos necesarios que nos con-naturalicen con ella. Y como esta formación interior ya sólo se ofrece en contadas ocasiones -y ni siquiera es bien recibida-, buena parte de lo que hoy pasa por “arte” y “cultura” incapacita para apreciar la belleza de más alto rango, la que enriquece nuestra maltrecha y deteriorada humanidad. Y ya, sin la preparación necesaria para apreciarla, sin aprendizaje y sin entrenamiento, quedamos a expensas de las vivencias que crean éxtasis -como las drogas- o que bombardean con impresiones que embotan la sensibilidad –como la sucesión de sonidos estentóreos, imágenes y ráfagas-, o nos zarandean con sensaciones fuertes –lo horrendo, lo macabro, lo atroz- que activan pasajeramente nuestra emotividad.

¿Cómo sorprendernos, luego, de estos lodos? La post-verdad es más amplia, y tiene más calado, de lo que nos dice Oxford Dictionaries.



jueves, 6 de agosto de 2015

ALTAMIRA: AL SERVICIO DE LA VERDAD


A D. Antonio Fernández-Madero, con mi agradecimiento.

En 1878 la Paleoantropología es la nueva ciencia de moda. En 1856 se había descubierto el hombre de Neandertal; en 1865, el de Cromañón, Mortillet ha puesto orden en el enrevesado mundo prehistórico y hace sólo siete años que ha publicado Darwin El origen del hombre. Europeos de las más variadas disciplinas, como Rudolf Virchow, padre de la Patología Celular, o el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, se interesan y se acercan a la Paleoantropología, y París, atenta siempre a la actualidad, organiza en este año de 1878 una Exposición Universal, encargando la dirección de la Sección de Prehistoria al prestigioso sabio Émile Cartailhac, que sólo tres años después ocupará la primera cátedra francesa de Prehistoria.

Llevado por su interés en los progresos de la ciencia, pasa por esa Exposición de París Marcelino Sanz de Sautuola, residente en Madrid, que dedica sus veraneos en la finca familiar de Santander a buscar entre las cuevas de la zona alguna piedra tallada o algún hueso fosilizado, de los que luego da cuenta a su amigo Juan Vilanova y Piera, catedrático de Geología en Madrid. La visita a la Exposición espolea su interés, y se propone estudiar detenidamente una cueva que ha descubierto hace poco por casualidad un cazador de la zona en un prado conocido como Altamira.

Allí, en el verano siguiente, mientras está buscando restos, su hija, que le acompaña, descubre las famosas pinturas, que primero le desconciertan y luego le llenan de emoción. El realismo, el colorido y la fuerza viva que parecía salir de aquellas figuras causan admiración en quien las contempla, y, estimulado por Vilanova, Sautuola escribe pronto un folleto que remite a Cartailhac comunicando su hallazgo, que él relaciona con ciertas figuras grabadas en hueso encontradas recientemente en algunas cuevas francesas. La respuesta del sabio francés es fría y cargada de escepticismo.

Sautuola no se desanima, y se presenta en el Congreso Internacional de Prehistoria que se celebra en Lisboa en 1880, donde expone la dificultad de realizar esos detallados dibujos para quien no esté familiarizado con sus modelos, así como la presencia de animales de la era cuaternaria hoy desaparecidos, y la coexistencia en la cueva de útiles prehistóricos y huesos fósiles de animales extintos.

Cuando termina, un pesado silencio llena la sala. Entonces pide Cartailhac el uso de la palabra y le acusa con furia contenida de presentar una falsificación hecha por los modernos pintores impresionistas para ridiculizar a los sabios europeos. Después de él, Virchow declara que sabía desde el principio que se trataba de un engaño, y aún hay quien lo atribuye a discípulos de Goya, a legionarios romanos,… La sala se llena de las carcajadas de los congresistas, ante la indignación de Vilanova y la desolación de Sautuola. Sólo cuando Édouard Piette les reprocha su conducta vergonzosa lamentan los sabios haberse dejado llevar por la risa.

A Sautuola le esperan años de calvario. El rechazo de su descubrimiento tiene una explicación: no sólo no existe hasta ese momento conocimiento alguno de pinturas rupestres, sino que el propio Darwin, que en El origen del hombre describe a los fueguinos como pueblos primitivos, dice de ellos que no conocen el arte; ¿cómo iban a conocerlo hombres tan primitivos como los supuestos habitantes de aquella cueva? En 1881 Sautuola invita a Cartailhac a visitar  la cueva, pero el francés se niega a hacerlo personalmente, y envía en su lugar a Édouard Harlé, que, al llegar a Santander, presta oído a la maledicencia que acusaba a Sautuola de haber encargado esas pinturas, y considera que no necesita ya visitarlas para redactar su informe.

Desde entonces, ya nadie quiere saber nada de las pinturas. Sautuola va de boca en boca, se ríen de él, lo toman por loco o, peor, por embustero. En 1883 Mortillet escribe su Manual de Prehistoria: ni siquiera menciona Altamira; en 1886 Cartailhac publica su célebre Las edades prehistóricas en España y Portugal: el más despectivo silencio sobre las pinturas y su descubridor. Sautuola pasa sus últimos años luchando sin éxito: el eco de sus palabras se pierde en el menosprecio de los distintos Congresos a los que asiste. Empeña su tiempo, su honor y sus bienes intentando que la verdad sea reconocida y admirada. No lo logra, y, sin embargo, no se descorazona. Y cuando muere, despreciado y olvidado, en 1888, queda la cueva, cerrada con llave, esperando que la verdad resplandezca algún día.

Y siete años después, en 1895, Émile Rivière descubre casualmente, en La Mouthe, un bisonte grabado en un muro. En ese momento le viene a la cabeza la figura errante de Sautuola y su voz resonando en los foros de sus colegas europeos, y ordena que se excave la cueva: aparecen en las paredes bisontes, caballos, renos,... ¡hasta un mamut! Y a esto siguen, luego, los hallazgos de Pair-non-Pair, Chabot, Les Combarelles, Font-de-Gaume,...

Los sabios se rinden a la evidencia. Y Cartailhac, al visitar los nuevos hallazgos, recuerda a aquel hombre del que tan despiadadamente se había burlado en cuantos Congresos coincidió con él, y siente una punzada de dolor y de vergüenza. Es, a pesar de su pasión, un hombre honrado y se impone el deber de rehabilitar la memoria de aquel español que había arriesgado y perdido su reputación en defensa de la verdad. Cartailhac está en la cúspide de su prestigio pero reconocerá públicamente su error aunque tenga que sacrificar su amor propio, aunque sufra también su dignidad. Toma entonces su pluma y escribe Las cavernas pintadas y la cueva de Altamira. Mea culpa de un escéptico. Visita luego a María, la hija de Sautuola, y solicita humildemente su autorización para visitar la cueva. Entran juntos. El sabio, contemplando las pinturas, se apoya en el hombro de su acompañante y dice, cabizbajo: -Ya sólo puedo hacer una cosa: he de rehabilitar a su padre ante la ciencia... María le mira y recuerda, conmovida, como en un sueño, a su padre, veinte años atrás, arrodillado en la cueva, recogiendo piedras y fósiles, y a ella misma gritándole desde el fondo: -¡Mira, papá: bueyes!

Emite ahora Correos un matasellos conmemorativo del hallazgo. En un momento en que la verdad es a menudo relegada en favor de otros intereses, es ésta una ocasión para recordar el ejemplo de aquellos dos hombres que supieron exponer su prestigio para defender la verdad que conocieron.

miércoles, 21 de mayo de 2014

EL QUINTO PODER


                                                                           A John Galbally, que me enseñó a ver más claro.


Sabemos que nuestra libertad, de la que tan orgullosos nos sentimos, no es absoluta, que tiene límites. El más evidente es la misma realidad, que nos impone sus propias condiciones: cuando nos negamos a aceptarlas la realidad se “venga” con un sistema implacable de resistencias. Así aprendemos que hacer concesiones en materia de impenetrabilidad de los cuerpos o de la ley de la gravedad, pongo por caso, nos pasa siempre factura.

Pero no existe sólo la realidad física, estamos también inmersos en otras clases de realidad. Y esa necesidad, que nadie discute, de respetar las condiciones que impone la realidad del mundo físico, tiende a olvidarse cuando nos referimos al mundo de lo humano: lo personal, lo social, lo histórico. Es verdad que su estructura es más compleja, y, por ello, más difícil de descubrir y precisar, pero es tan real como la otra, y despreciarla tiene un alto precio, un precio que se paga con calamidades, con desastres.

En una sociedad polifacética como la nuestra, en la que conviven puntos de vista tan diferentes y opiniones tan enfrentadas sobre los más diversos asuntos, la acción del César se complica por la necesidad de “engrasar” la maquinaria social para evitar rozamientos y conflictos. Y puede caer en la tentación de atajar, de implantar en la sociedad el proyecto que persigue sin tener en cuenta la realidad, que reclama imperiosamente sus derechos.

Porque, a diferencia de los deseos o la voluntad del hombre, que pueden acabar desistiendo, la realidad no desiste nunca: no puede. Por eso tiene las más graves consecuencias olvidarnos de ella. El ejemplo más evidente es el triunfo y arraigo del nacionalsocialismo en la Alemania de los años 30: si examinamos el grado de falsificación de la realidad que hay en sus orígenes nuestra reacción es de asombro: ¿cómo pudo ocurrir? Y, sin embargo, aquella doctrina arraigó en la nación que estaba a la cabeza del desarrollo filosófico, científico y técnico del mundo en esa época, y trajo la devastación a Europa y dolorosas consecuencias a buena parte del mundo. Lo cual, por cierto, es algo que deberíamos recordar cuando nos insisten en que el desarrollo de las naciones es el antídoto de la guerra.

Otro ejemplo de lo que quiero decir lo encontramos en la única utopía que se pensó que podría hacerse realidad: en la sociedad sin clases de Karl Marx no hay lugar para la familia. Y es instructivo contemplar el esfuerzo soviético para sustituirla por el Estado: facilitaron el divorcio como en ninguna otra sociedad; enseñaron que los celos eran una perversión burguesa; arrancaron a los niños de sus madres prácticamente al nacer -liberando así de un golpe a los niños para el Estado y a las madres para las fábricas-; impidieron que los padres educasen a sus hijos -al fin y al cabo, ciudadanos como ellos-... Pero la cosa no salió bien: resultó que el proletario estaba tan expuesto a los celos como el burgués; que las madres se desinteresaban de las fatigas de traer hijos al mundo si no se les permitía conservarlos; que si los padres no podían corregir a sus hijos el Estado se encontraba con tal índice de delincuencia que ni siquiera podía soñar con contenerlo (¡y hay que recordar que se trataba del Estado soviético!). Y al final del experimento, después de tanto dolor –dolor personal- inútil, tuvieron que emprender, apresuradamente y a gran escala, la restauración de la vida de familia. Pensaron que podían convertir la utopía en realidad, y descubrieron que la realidad era exactamente lo contrario.

Hay que tener un profundo respeto por la realidad: tenerla en cuenta, contar con ella. Y estudiarla, y analizarla. Y rectificarla: tiene, ya lo sabemos, limitaciones, y debemos intentar superarlas, y remediar lo que se pueda remediar. Pero no podremos hacerlo dándole la espalda, ignorándola. Incluso para cambiarla, para sustituirla por otra,  tenemos que partir de ella: acabamos de verlo.

Solemos hablar de “Poderes” para referirnos a cada uno de los tres brazos en que dividimos las funciones del Estado, y hasta hemos llamado “Cuarto Poder” a la facultad de crear opinión. Pero si “poder” significa "facultad de imponerse", ninguno de esos poderes puede compararse con la realidad, omnipresente e incansablemente resistente. No nos conviene olvidarnos de ella.

Y no nos conviene que la olvide el César.


sábado, 14 de abril de 2012

…Y CON ÉL LLEGÓ EL ESCÁNDALO


Las palabras de Monseñor Reig Pla el pasado Viernes Santo, en las que se refirió al adulterio, el aborto, las relaciones homosexuales, los empresarios que se aprovechan de los trabajadores, los trabajadores que sabotean a los empresarios, los jóvenes destruidos por el alcohol y las drogas y los sacerdotes de "doble vida”, como situaciones en las que se presenta el mal con apariencia de bien, han suscitado una sonora protesta en diversos medios de comunicación.

Está claro que una porción de la sociedad no comparte la postura del obispo de Alcalá de Henares. Pero, ¿hubiera sido preferible que callara? Al contrario, creo que hay que agradecerle que haya hablado como lo ha hecho, en primer lugar porque conociendo claramente lo que piensa es más fácil decidir si nos interesa o no prestarle atención la próxima vez. Pero, además, porque algo tiene de bueno que haya hablado así.

Que haya proclamado una posición tan abiertamente contraria a lo que ha canonizado la clase política es bueno, porque nos incita a revisar nuestros criterios y hacer con ellos la prueba del nueve: no podemos estar firmemente asentados en una convicción hasta que la confrontamos con la contraria y comprobamos su validez. Y en materia tan delicada y que tan íntimamente toca la vida efectiva de la gente, no hay que perder la ocasión que las palabras de Monseñor han provocado: estamos demasiado acostumbrados a que el César actúe de manera voluntarista usurpándonos el debate que debería preceder a sus decisiones.

Que haya hablado alto y claro en nombre de la Iglesia Católica es bueno para quienes quieren seguir sus enseñanzas, pero también para quienes quieren oponerse a ellas, porque la palabra de un obispo dibuja con autoridad y claridad las líneas que definen la moral de la Iglesia y acaba con la inseguridad sembrada por tantas voces contradictorias que se declaran católicas.

Que se haya pronunciado abiertamente, sin temor a unas consecuencias que podía adivinar fácilmente, es bueno por lo que tiene de testimonio de su fe en la existencia de una verdad que no depende de una mayoría parlamentaria ni de una decisión soberana del César. Y, si es así, lo lógico sería intentar descubrir en qué consiste esa verdad. Ya sé que la confianza en la razón está hoy en el nivel más bajo desde Sócrates, y no será raro que en este punto alguien diga que cada cual debe decidir con qué verdad se queda, que eso es asunto individual. Pero ésa es, ya digo, una postura que nos hace retroceder dos mil quinientos años, una forma de arcaísmo, una forma más de ser retrógrado.

Que haya insistido en unos valores que parecen ya caducos es bueno, porque eleva el nivel medio de credibilidad de nuestra sociedad. La autoridad y el prestigio hay que ganarlos día a día, y un obispo tiene que hacerlo de la misma manera que lo hacen un médico, un escultor, un electricista o un maestro: siendo “más” lo que es cada uno. Un obispo sólo puede conseguirlo siendo “más obispo”, siendo “plenamente” obispo. Y eso significa, entre otras cosas, hablar a los hombres de su tiempo de los problemas de su tiempo. Que no quiere decir de los problemas de los que los hombres crean que hace falta hablar: hay una jerarquía religiosa de las verdades, de las urgencias y de los problemas, y atender a esa jerarquía es lo que hace de un obispo alguien coherente, de quien te puedes fiar porque sabes que hará lo que se espera de él, lo que se espera de la misión que se la ha encomendado.

Pero hay algo que merece particular atención: entre las acusaciones vertidas contra el obispo destaca la de “homofobia”. Aceptando que la palabreja signifique “odio al homosexual”, esa acusación me hace pensar que no han entendido muy bien el significado de una amonestación: cualquier persona que haya educado a unos niños, o se haya interesado por el bien de un amigo, puede entender que es posible –casi diría que es forzoso- amar a quien se corrige, y que querer a alguien no es lo mismo que aceptar como bueno todo lo que esa persona haga. No, no se puede acusar a monseñor Reig de odio a los homosexuales, como no se le puede acusar de odio a los casados, a los empresarios, a los trabajadores o a los sacerdotes. El obispo se refiere a comportamientos, no hace ninguna mención a las personas. Odia el pecado y ama al pecador: nada nuevo.



jueves, 6 de octubre de 2011

AL PAN, TRUS, Y, AL VINO, FROLO

Acaba de tener lugar en San Millán de la Cogolla una reunión dedicada a la presencia de lo “políticamente correcto” en el lenguaje periodístico. Parecería que detrás de lo políticamente correcto habría que buscar la tolerancia, pero me temo que las cosas no son exactamente así: sólo toleramos lo que nos parece malo –lo bueno no se tolera: se busca-, pero, pareciéndonos malo, transigimos con ello en la medida en que no nos parece tan malo como su alternativa, no nos importa tanto. Por eso somos más propensos a tolerar, pongo por caso, faltas en los hijos de los demás que en los nuestros, simplemente porque nuestros hijos nos importan más. Se ha extendido la idea de que no tolerar algo a alguien es indicio de falta de sintonía, de falta de solidaridad y de cercanía; es decir, que si yo quiero a alguien debo aceptar como bueno todo lo que haga. Es exactamente al revés: en la medida en que alguien me importa, en esa medida estoy dispuesto a sacarle del error o a intentar que rectifique. Que yo mismo esté en un error a ese respecto es indiferente para lo que quiero decir: la actitud honrada y solidaria es mostrarle el error en que creo que está, y ayudarle a salir de él.
En la tentación de la tolerancia se esconde, además, un cierto desprecio: “yo digo una cosa, tú dices otra; tanto vale”. Tanto vale a condición de que no me importe nada el asunto del que estamos hablando o la persona que habla conmigo, claro está. Uno de los fundamentos de nuestra civilización, la filosofía griega, nos enseña a usar la razón para discernir en busca de la verdad. Entonces confiaban en que la razón era capaz de abrir un camino en la maleza; ahora la razón está tan desprestigiada que ante una discrepancia la conversación termina con un “así es como tú lo ves, no como yo lo veo”. Sócrates daría un puñetazo en la mesa: es justamente ahora que no estamos de acuerdo cuando hay que empezar a hablar, hasta llegar a la verdad –expresión ésta que hace hoy temblar a muchos, que miran la verdad con desconfianza-. Pero hasta el puñetazo en la mesa está hoy desprestigiado.
De modo que lo que pasa por tolerancia quizá no es más que indiferencia, desinterés, “pasotismo” de la más pura estirpe. El siguiente paso es vivir directamente de espaldas a la verdad. Esta es una novedad. Aristóteles comenzó su “Metafísica” afirmando que todo hombre tiende por naturaleza a saber, y la historia de la humanidad muestra que el hombre ha querido siempre conocer la verdad de todas las cosas y toda la verdad de cada cosa. De modo que este nuevo paso no es más que es la renuncia a lo más propio del hombre. Ahora ya no se busca la verdad, y ni siquiera se cree que exista o que podamos llegar a ella. La desconfianza en la razón es tal que a lo máximo que se aspira es a la imperturbabilidad, a dejarnos llevar por la corriente evitando los esfuerzos por seguir un rumbo. Pero eso es, literalmente, ir al garete.
Esa renuncia a la verdad está detrás de lo políticamente correcto, y por eso importan hoy más las palabras que la realidad a la que se refieren: llegamos a creer que cambiando el nombre cambiamos la propia realidad. Ayer mismo en un noticiario de TV llamaban a las prostitutas “trabajadoras del sexo”. ¿Cambia eso la condición de las prostitutas? ¿Por qué ese miedo a llamar a las cosas por su nombre? Yo se lo voy a decir: para evitar la asociación de ideas que esa palabra produce en el oyente. Es una forma de manipulación, de deformación de la verdad, de dar gato por liebre.
Hace unos años un personaje de Forges aseguraba orgulloso: “Yo soy de los que llaman al pan, trus, y, al vino, frolo”. Eso, hoy, ha dejado de ser un chiste. Y ahora, sólo una semana después de la reunión de San Millán, se hace público que la BBC, rizando el rizo de lo políticamente correcto, retira las siglas “B.C.” y “A.D.” (“antes de Cristo”, “después de Cristo”) de sus programas, porque ellos son de los que llaman al pan, trus, y a la era cristiana, era común.
Lo que más me alarma es que la iniciativa tiene unos antecedentes inquietantes: ya se le ocurrió eso mismo a la Revolución Francesa, que en 1789 proclamó la Era Revolucionaria, con las secuelas de Terror que conocemos. Repitió después la ocurrencia la Revolución Soviética, que entre 1929 y 1940 tuvo su propia era: también sabemos qué pasó luego. En seguida llegó Mussolini, que se empeñó en contar los años a partir de su “Marcha sobre Roma”, ocasión de su llegada al poder. El último intento hasta ayer fue alemán: apoyándose en Nietzsche, que también quiso sacudirse a Cristo de encima en favor del Superhombre, Hitler necesitó sólo unos pocos años para reducir Europa a escombros.
Mark Twain decía que la tradición es la tradición, y nadie debe arrojarla por la ventana. En lo que se refiere a la “era cristiana”, la historia se empecina en darle la razón.



lunes, 25 de agosto de 2008

LA MENTIRA

Acaban de terminar unos Juegos Olímpicos cuyo Comité Organizador ha confesado que en la ceremonia de inauguración hubo fraude. No lo ha dicho así, pero eso es lo que ha dicho. Ha pretendido justificarlo en vistas de un interés nacional anterior y superior a la ceremonia, pero ha admitido que falseó la realidad para trasmitir una idea distinta, artificial, de su país; es decir, ha confesado su intención de engañar. O sea, que ha mentido. Porque mentir, a pesar de lo que estamos acostumbrados a oír a nuestros políticos, no es faltar a la verdad. Faltar a la verdad es algo que todos podemos hacer, porque no somos infalibles y nos equivocamos muchas veces al día. Mentir es otra cosa, mentir es deformar voluntariamente la verdad para engañar a otros; y esto es algo que sí podemos evitar.
 
Pero lo más significativo no ha sido esa mentira, sino la imperturbabilidad con que la mentira ha sido acogida. Apenas se ha levantado alguna voz de censura por lo que consideraba un acto de discriminación; lo mayoritario ha sido aceptarla con una sonrisa indulgente que ha puesto de manifiesto que, en el fondo, vivimos en una sociedad que vive de espaldas a la verdad, si no directamente contra ella. Esto, y no lo que pueda tener de discriminatorio, es lo más grave del asunto. En realidad, ya sabíamos que la verdad no es uno de nuestros valores, y tuvimos una buena prueba de ello cuando, en los mundiales de Corea-Japón, Ronaldo declaró sin ruborizarse que había fingido el penalti que le valió una victoria. Ahí estaba la novedad: “sin ruborizarse”. Siempre hemos convivido con la mentira, pero hasta ahora se consideró que era algo vergonzoso, cuyo conocimiento público desprestigiaba a su autor. Ahora no, en estos tiempos utilitarios sólo se valora un acto por el beneficio que produce, sin referencia a un valor propio intrínseco. Por eso, inmediatamente, el Real Madrid ofreció por el jugador una cantidad indecente de dinero. Y por eso el jefe del Partido Comunista Chino, Liu Qi, que conoce la realidad, ha declarado al finalizar los Juegos: “El mundo ha recuperado su confianza en China”.
 
Éstas son las cosas que expulsan a la verdad. Pero expulsar a la verdad tiene consecuencias. La primera es que las falsificaciones se acumulan hasta impedirnos desenvolvernos en la realidad, en la que braceamos a bulto con la esperanza de dar con algo a lo que agarrarnos. Pero la realidad es como es, y va a seguir siéndolo después de su ocultamiento, porque no puede desistir. Por eso acaba reapareciendo y vengándose de los desprecios que recibe. Aunque, lamentablemente, no siempre en la persona que la despreció. Por eso debemos defendernos y aislar al mentiroso, excluirlo de nuestra atención, ponerlo en evidencia para contrarrestar el efecto de sus mentiras.
 
Pero faltar a la verdad tiene otra consecuencia que es, acaso, más grave: con la repetición de mentiras nos vamos convirtiendo en mentirosos. Esto puede no parecer muy grave en los tiempos que corren, pero la verdad es que lo es en un grado que no sospechamos. Aristóteles fue el primero en afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber” y nuestra historia muestra que aspiramos a conocer la verdad de todas las cosas y a conocer toda la verdad de cada cosa. Pero si “el hombre es el ser que busca la verdad”, vivir contra ella es vivir contra nuestra propia naturaleza, es hacernos la guerra, cortarnos las alas y renunciar a nuestra humanidad. Recuerdo haber oído expresiones como “¡Mira qué vicio ha cogido esa puerta!” para expresar que, por la humedad o el largo tiempo que había permanecido abierta, la puerta se había combado o descendido, y ya no podía cumplir el papel para el que fue pensada: cerrar el hueco de la pared. Éste es el verdadero sentido de la palabra “vicio”. Por eso decimos que el hábito de la mentira es un vicio, porque nos incapacita para entrar en posesión de la verdad y dar satisfacción a nuestra tendencia natural. Cuando Jesús dijo que la verdad nos hará libres no estaba diciendo ninguna tontería. Es cierto que, en el fondo, los hombres no somos muy diferentes unos de otros, y, desde luego, nuestras diferencias estriban no tanto en nuestros logros como en nuestras pretensiones, pero la pretensión de vivir en la verdad o de espaldas a ella es definitiva.
 
Hay una tercera consecuencia que ofrece alguna esperanza y que está en la base del derecho a la libertad de expresión: cuando oigo a alguien mentir, o defender la verdad, tengo información de primera mano sobre esa persona, una información que me permite saber quién es en el fondo el que está hablando, conocer su catadura intrínseca, saber si puedo fiarme de él o no, si debo prestarle atención cuando tenga de nuevo la oportunidad de oírle; en definitiva, me permite saber a qué atenerme con respecto a esa persona. Por eso importa no olvidar quién propaló las mentiras que se han demostrado tales, porque ha puesto en evidencia que no merece nuestro crédito ni nuestra atención.
 
Y, en el fondo, las propias mentiras proclaman el valor de la verdad, porque su pretensión es hacerse pasar por ella y ser apreciadas como verdades. Los que desprecian la verdad y apuestan por la mentira necesitan, para conseguir sus fines, que nosotros sí apostemos por la verdad. La mentira se contradice, se destruye a sí misma. No sería posible en un mundo de mentirosos.