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jueves, 20 de junio de 2013

HAN VUELTO LOS SOFISTAS





Heráclito el Oscuro aseguraba que bajo la aparente contienda que contemplamos en la realidad reina una armonía que todo lo iguala. Que los extremos se tocan, vaya. Y decía también que todo acaba volviendo, que lo que ha sido volverá a ser, que nada dura para siempre pero nada pasa tampoco para siempre: es el descubridor del día de la marmota. Hoy, cuando los sabios se nos han muerto y no podemos ya subirnos a otros hombros que los de sus cenizas, cobra Heráclito una actualidad insospechada: nos despertamos con la noticia de que los bufetes importantes, y los bufetes menos importantes, y pronto serán todos los bufetes, imparten a sus abogados cursos de oratoria para que puedan salir airosos del trance de convencer a un jurado que es, por definición, lego redondo en materia jurídica. Dicen oratoria, pero es claro que el sentido que le dan es el de retórica: cómo hablar para persuadir. Si en algún momento podemos asistir al eterno retorno, es ahora, cuando nos encontramos en el periódico con la prehistoria del Derecho tal como lo veníamos entendiendo hasta ahora.
 

Veinticinco siglos hace que los atenienses dieron con la democracia. Accedió entonces el ciudadano corriente a la Asamblea, donde se trataban los asuntos públicos, y donde el éxito requería la capacidad de convencer. Pero la educación tradicional de los jóvenes helenos consistía en leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, tocar la cítara o la flauta y hacer deporte; nada más. No se estudiaba el arte de persuadir, que era lo que necesitaban para alcanzar sus fines políticos. ¿Quién podría enseñarles?
 

Los sofistas, claro. Los sofistas, que eran metecos y no podían ejercer en la Asamblea los derechos de los ciudadanos, se ofrecían a enseñar, a cambio de dinero, la “virtud política”, el arte de convencer de una cosa -o de su contraria, llegado el caso- la habilidad para arrastrar al que escuchaba a favorecer la propia causa. Esto, que hacía temblar a Aristóteles, para quien la línea que separa la democracia de la demagogia es mucho menos que tenue, resultaba extremadamente útil en un tiempo en que no existían los abogados ni los jueces, y era el propio acusado el que tenía que sacar adelante su inocencia convenciendo a un grupo de ciudadanos que tenía la misma formación jurídica que él: ninguna.
 

 Tuvimos que esperar hasta la llegada del pueblo romano, violento como muchos pero pragmático como pocos. Roma se empeñó en someter la violencia a reglas y desarrolló su más precioso legado: el Derecho Romano. Tan precioso que seguimos estudiándolo hoy, dos siglos después de que Napoleón le diese la vuelta, y que afirmaba, con palabras de Ulpiano, que “Justicia es dar a cada uno lo suyo”. Esta afirmación, que puede parecer insignificante, no lo es en absoluto: nos dice que la Justicia no consiste en arrastrar a los ignorantes, que cada uno tiene, antes de que nadie se lo dé, algo que es "suyo", y que nosotros nos hacemos justos al reconocerlo e injustos al negarlo.
 

 Eso, ya digo, era antes. Porque hace ya tiempo que nosotros desvinculamos la justicia de la realidad, de modo que esto de ahora es sólo el colofón: la noticia de clases particulares de retórica para abogados nos confirma lo acertado de la intuición de Heráclito: existe una armonía que subyace a la aparente contradicción entra la justicia griega y la romana, una armonía que deja un regusto de venganza de la primera. Pero significa algo más: el desmantelamiento del Derecho Romano, que es uno de los tres pilares de la civilización a cuyo dormitar asistimos. Los otros son la religión cristiana y la filosofía griega: no es posible exagerar la pérdida de convicciones religiosas ni el desprestigio actual de la razón. Seguimos viviendo de las tres como por inercia, aprovechándonos de la herencia que nos han dejado nuestros mayores. Pero ya no conocemos los resortes, los principios intelectuales, morales y religiosos en los que se fundan. Y por eso, cuando se produce un fallo, una insuficiencia en el sistema social que ha nacido de ellos, no somos capaces de repararlo y vamos perdiendo progresivamente las raíces, las vigencias, la coherencia interna. 
 

Lo grave del asunto es que la alternativa que Heráclito nos propone es el eterno retorno, el tiempo que gira en círculos incesantes. Volver a empezar, otra vuelta a la noria: no es otra vuelta lo que desespera: lo que desespera es el día de la marmota, porque significa la imposibilidad de mejorar, el fin mismo de la historia, que se derrumba sola, después de tanta vuelta, como se derrumbaron las murallas de Jericó mareadas por el ejército de Josué. 

Me quedo con Ulpiano.

martes, 4 de junio de 2013

PRESIONES SOBRE BEATRIZ



Beatriz tiene un hijo de 18 meses y otro en camino. Que está embarazada, quiero decir: en camino estamos todos. Tiene, además, una enfermedad crónica, lupus eritematoso, pero eso no ha impedido un nuevo embarazo. En realidad, el lupus ya estaba ahí cuando quedó embarazada de su hijo mayor. No es un impedimento grave. De hecho, la gestación supone cambios en el cuerpo de la madre que alivian los síntomas directos del lupus. Es verdad que, en evoluciones largas, pueden sobrevenir complicaciones que requieran más cuidadosa atención durante el embarazo, pero no parece ser ése el caso de Beatriz, que ha alcanzado la semana 27ª sin graves dificultades. Como, por otra parte, era de esperar, dado que su anterior embarazo es tan reciente que no ha dado tiempo a la aparición de complicaciones por cronicidad. 

Pero algunas voces se han apresurado a advertir sobre el peligro que corre la vida de Beatriz, y todos nos sentimos conmovidos por la situación de esta joven mujer que se expone a una muerte cierta si no desiste de llevar adelante su embarazo. Y Beatriz, la primera. Ella no sabe medicina, ella sólo sabe lo que le dicen: que, si no aborta, morirá. No quiere abortar, pero no quiere morir. No quiere morir, pero no quiere abortar. ¿Cómo escapará de ese nudo? 

Conviene separarnos un poco para tener algo de perspectiva, para poder ver las cosas mejor, y en su totalidad. Lo que contemplamos entonces es lo siguiente: Beatriz ha alcanzado la semana 27ª: su hijo es viable, puede nacer con garantías y comenzar su vida extrauterina. No en otro país, no con otras condiciones sanitarias: es viable allí, en El Salvador, donde está ahora Beatriz. De hecho, su hijo mayor nació tras 26 semanas de gestación: una menos. Por lo tanto, no se trata de ficción o de un deseo: es un dato objetivo. 

Es verdad que hay otro dato objetivo: el niño que crece dentro de ella está enfermo. Y morirá sin remedio. Como yo, como todos. Pero él, quizá antes que todos nosotros. Beatriz siente a su hijo crecer y moverse dentro de ella. No quiere que muera. Morirá, pero Beatriz no quiere que muera. Morirá “superiormente a ella”. ¿Qué haría cualquier madre, cualquiera de nosotros, si supiésemos que alguien a quien queremos morirá en poco tiempo? ¿Aceleraríamos el tránsito? ¿No lo cuidaríamos con mimo y procuraríamos aprovechar el tiempo que quede, bebernos cada minuto? 

El amor consiste en eso –el amor consiste también en eso-: entre matar despedazando –o quemando con solución salina- y cuidar atendiendo a su bienestar y a su dignidad hasta que sobrevenga la muerte, no se plantea la duda. 

Entonces, ¿por qué ha estado Beatriz en esa alternativa? Si el embarazo complicaba su porvenir, el parto era una salida sin riesgos para ninguno de los dos implicados, ¿por qué se ha peleado para que, en vez de eso, consienta en abortar? ¿Alguien creía en serio que un parto bien atendido, o, llegado el caso, una cesárea, suponía para Beatriz más riesgos que los que implica un aborto, especialmente dadas sus condiciones de salud?  ¿Hemos estado hablando, de verdad, de lo que sería mejor para Beatriz? ¿Por qué el grupo de abogados que presentó la solicitud afirmaba que estaba “en riesgo de muerte inminente”? ¿Ignoraban esos abogados que tal riesgo no existía? Porque, en ese caso, no podemos fiarnos de lo que nos digan. ¿O no lo ignoraban, sino que fingieron ignorarlo? Porque, entonces, menos todavía podemos fiarnos de lo que nos digan. 

En esto ha quedado la historia de Beatriz, una historia que ha dado la vuelta al mundo como bandera del movimiento abortista antes de comprobarse que todo era una farsa, un bluf, una falsificación. Pero, también, una historia para recordar. Cervantes llamaba a la historia “testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. 

Pues eso.