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miércoles, 4 de abril de 2018

POLVO ENAMORADO


"...Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado" (Quevedo)


En 1781 publicó Leonardo de Uria y Orueta una biografía de Carlos XII de Suecia. En un momento en que la edición de libros, por su coste y por el escaso número de lectores, era una aventura financieramente arriesgada, el hecho de que se acometiese la publicación de esta obra da una idea del número de probables lectores interesados en ella: había un lugar para la esperanza en la España de su tiempo.

Pero lo que me interesa señalar es que en el “Prólogo al lector” Uria se refiere a su biografiado como “Príncipe a quien universal compasión lloró luterano”. No es frecuente encontrar expresiones como ésa, y menos motivadas por la fe religiosa. Son palabras que, leídas en frío, pueden parecer fruto de la ampulosidad literaria del momento, pero yo he vuelto a ellas ahora, unos días después de asistir en la prensa al dolor desesperanzado de Fernando Savater en el tercer aniversario del fallecimiento de su esposa. “El amor continúa en la ausencia -dice el filósofo-, sin consuelo ni desánimo”. El dolor, que no es la soledad, sino la ausencia, el hueco que deja la persona amada. Fernando Savater nos enfrenta a la pérdida del amor profundo, verdadero, que se perpetúa en la queja de quien “nunca dejará de echar de menos”. Es inevitable que nos alcance ese sentimiento de compasión del que hablaba Uria.

Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia es seguir fiel a la presencia borrada del amor”, nos dice Savater. El amor nos transforma, nos configura para incluir a esa persona. Ya no podemos renunciar a ella, porque supondría dejar de ser quien somos. Sólo podemos seguir viviendo en hueco, en falso.

No estamos acostumbrados a asistir públicamente a esa clase de amor. Lo que estamos habituados a ver son los amores de quita y pon, que funcionan como remolinos de superficie: nos alcanzan y se alejan de nosotros sin afectar a las corrientes profundas de nuestra vida.

"No hay mayor dolor que recordar el tiempo de  felicidad en la desgracia", decía Dante. Por eso conmueve la situación de Savater. Por eso, y porque nos sorprende desarmados, indefensos, sin nada a lo que agarrarnos para sobrevivir a la riada. Y, sin embargo, ya desde los enterramientos del hombre de Neandertal se pone de manifiesto que el hombre ha sentido, desde sus orígenes, cómo la vida ordinaria, la vida concreta de cada uno, de cada día, se abre a la trascendencia. Y se abre de forma natural, no forzada, como consecuencia del vivir real y ordinario del hombre concreto. Aspiramos a la inmortalidad porque amamos, y no renunciamos pacíficamente a amar.

Por eso, Gabriel Marcel, hombre esperanzado, aseguraba que “Amar a alguien es decir: -Tú jamás morirás”. Jamás morirás, porque tu desaparición supone la mía, mi vida exige que vivas tú para que yo pueda seguir siendo quien soy: mi vida -mi amor- reclama tu inmortalidad. Sólo el amor vuelve a poner a la vida en su lugar. En 1981 se despedía Simone de Beauvoir de Jean Paul Sartre, su cuasi-compañero de más de cincuenta años, con estas palabras abatidas: “Su muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”. Es la expresión de su propia vida desolada. Entre nosotros, Julián Marías afrontaba la proximidad de la muerte con la ilusión del que se acerca a su plenitud: “Mientras me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable…”. Dos filósofos en las antípodas, dos conceptos antagónicos de la vida humana.

La muerte no puede tener la última palabra, porque es inconciliable con nuestra más íntima realidad, con nuestra más profunda aspiración. Transformaría nuestra vida en un absurdo, y nos enseñaron en el colegio que la reducción al absurdo probaba la falsedad de una sentencia. No es sorprendente que el propio Sartre definiera al hombre –se definiera a sí mismo- como “una pasión inútil”: la vida humana carente de sentido, el absurdo como bandera.

Planteada la muerte en serio, que es como la plantea la vida real, se esfuman esas concepciones vaporosas del “donde quiera que esté” y otras parecidas. Planteada en serio, la cuestión de la muerte sólo se resuelve de una de estas dos maneras: o en el absurdo y el nihilismo de Sartre y de Beauvoir, que cierra el paso a la felicidad ya desde ahora, o la actitud esperanzada y abierta a la plenitud en la trascendencia de Marcel y Marías. Precisamente en estos días celebramos la muerte y la resurrección de Jesús, el hombre en el que se manifestó Dios, del que dice la Escritura que es Amor, y del que brota la vida. Porque sólo la vida perdurable es capaz de albergar al amor en su plenitud. Tenían razón Marcel y Marías, se equivocaban Sartre y de Beauvoir: la vida tiene un sentido, el amor nos ha hecho inmortales y no hay mayor consuelo que considerar, en la desgracia, la felicidad que se aproxima.

miércoles, 20 de julio de 2016

LA VIDA HUMANA Y EL AMOR A LOS ANIMALES





En 1890 Otto Hauser, un niño a quien sus piernas han mantenido inmovilizado durante doce años, asiste en Zúrich a clase de Historia, y sus ojos brillan de interés con las explicaciones del profesor. Estimulado por su afán de mostrar su capacidad ante los demás, que se burlan de su deficiencia, acabará siendo arqueólogo, invirtiendo -y agotando- en ello el patrimonio familiar. Su falta de preparación académica  atrae hacia él el desprecio de los especialistas, pero su perseverancia, y su instinto para detectar falsificaciones despertarán finalmente la admiración de todos ellos. Y, tras años de excavaciones en el valle del Vézère, descubre, en 1909, en la cueva de Le Moustier, el esqueleto de un hombre más primitivo que los neandertales más antiguos conocidos hasta ese momento: el Homo Musteriensis. Un año después, en 1910, en la gruta de Combe-Capelle, sorprende con el hallazgo de nuevos restos humanos, intermedios entre Neandertal y Cromañón: el Homo Aurignaciensis. Cuando su fortuna se haya agotado se verá forzado a aceptar la oferta que le hace el Museo de Etnología de Berlín, y venderá ambos ejemplares. Desde entonces, Hauser se desplaza periódicamente a la capital alemana, compra en Postdamer Platze un gran ramo de flores y se dirige al Museo de Etnología. Se acerca a los ataúdes de vidrio en que reposan los dos esqueletos, coloca sobre ellos el ramo de flores y permanece unos minutos sentado en silencio ante ellos, como si les dedicase una breve oración.

La muerte en la plaza de Víctor Barrio, a quien tanta gente de bien llora, y que ha estremecido a España entera, ha dado pie a que algunos "amantes de los animales" manifiesten un odio feroz de tal calado que estamos todavía atónitos, incapaces de aceptar que algo así haya nacido y se haya alimentado a nuestra sombra. Avergüenza aceptar que incluso reconocidos defensores de la vida animal, puestos en el compromiso de manifestarse ante la opinión pública, no hayan sido capaces de decir claramente: “¡No! No hay vida animal que se cotice a este precio”.

Parece que bajo la bandera del amor a los animales debería aceptarse cualquier cosa. El amor, que desde el alba de nuestra civilización ha sido tantas veces representado con una venda en los ojos, y que, sin embargo, la experiencia de todos nosotros indica, más bien, lo contrario: que no es ceguera, sino luz. Una luz que descubre facetas que son invisibles para quien no ama, y que tiñe y transforma la realidad, de la misma manera que la luz del sol tiñe y transforma el paisaje, llenando de formas y colores lo que durante la noche era sólo una confusa mezcla de negros. Por eso tiene, además, el amor, algo que ver con el descubrimiento de la propia realidad: para alcanzar el conocimiento es necesario un acercamiento amoroso, una actitud entregada, abierta y acogedora a la realidad.

La dificultad surge cuando el acercamiento a la realidad no se produce de la mano del amor, sino de la pura ideología, sin mezcla de amor. Pura ideología, que es lo mismo que decir pura irrealidad, porque la ideología se forja de espaldas a la realidad, “porque sí”, por un movimiento de la voluntad soberana, ab-soluta en su sentido etimológico: sin amarre alguno a nada. Es la negación misma de la realidad.

   La vida humana es el valor radical en el que encontramos todos los demás. Todos: el valor económico, el cultural, el artístico, el religioso, el ético,... ¡todos! Todos están referidos a la vida humana: o valen en la vida humana, o no tienen valor alguno. No se trata sólo de valores materiales, valores operativos, útiles, sino de valores trascendentes, como el  bien o la verdad o la belleza. Valores que pueden no ser evidentes, y que en muchas ocasiones han requerido tiempo para que la humanidad, que también progresa moralmente, llegase a alcanzar la sensibilidad necesaria.

La vida animal es uno de esos valores. Sólo tenemos que compararla con su antítesis. Pero su antítesis no es, como podría parecer cuando leemos ciertos titulares y opiniones, la vida humana, sino la muerte del animal, su cadáver. La vida humana es, al contrario, el fondo sobre el que se proyecta, la condición de su valor. No es simplemente un valor mayor que la vida animal, de la misma manera que un viaje interplanetario no es simplemente mayor que un viaje en avión: la vida humana pertenece a otro orden de realidad, algo completamente distinto, absolutamente incomparable. Podemos creer que tienen alguna relación, pero es solamente por una cuestión lingüística, porque nos referimos a las dos con la misma palabra.

En la ideología, acabamos de verlo, no se trata de amor, sino de otra cosa. Que, como en el caso de la vida, lleva el mismo nombre. No nos dejemos confundir: cuando hablamos de "amor a los animales", “amor” no tiene su sentido directo sino otro metonímico, traslaticio. Por eso pueden algunas personas amar la vida animal a costa de no amar la humana.

El mejor antídoto contra la ideología es, como puede uno figurarse, vivir con los ojos abiertos, atender a la realidad. Y urge que lo hagamos: acabamos de asistir a las consecuencias de olvidarla. Hoy, casi cien años después, Otto Hauser todavía nos enseña el valor de la vida humana, y la reverencia que le es debida: veía en aquellos esqueletos los restos de hombres  que en las brumas de la Prehistoria fueron nuestros antepasados, y les rendía el tributo correspondiente.

sábado, 14 de febrero de 2015

EL AMOR: NI QUÍMICA NI FÍSICA


A medida que avanza febrero los titulares de la prensa se centran en el amor y lo analizan desde diferentes puntos de vista. A mí siempre me ha llamado la atención la insistencia en considerarlo un asunto de química: "la química del amor" es un título que encontramos lo mismo en una revista del corazón que en publicaciones de divulgación científica, y a mí me deja la impresión de que no han acabado de entenderlo bien. Ortega hablaba de "pensamiento confundente" para referirse al pensamiento que toma una cosa por otra que tiene alguna relación con ella pero no es ella. Yo creo que éste es el caso: la química de que hablan esos articulistas es algo que tiene relación con el amor, pero no es el amor: serán circuitos neurológicos, sustancias químicas que encuentran detrás de determinadas sensaciones o emociones,... lo que sea, cualquier cosa; pero, desde luego, amor, no es. Uno se pregunta si hablan en serio, o si tienen verdaderamente alguna experiencia del amor.  

El amor no es una cuestión de química. Ni es tampoco una cuestión física, como también se oye decir. Sin duda todo eso tiene relación con el amor, claro, pero el amor es otra cosa. De la misma manera que la Pastoral de Beethoven no es una sucesión de ondas en el aire, aunque tenga que ver con ellas, o que la carta que une a dos personas separadas va más allá que la pura sustancia química que encontramos en el  papel.

Reducir el amor a eso es empobrecerlo, caricaturizarlo y quedarnos sin él. Que le pregunten a un amante rechazado si su amor no es nada más que química, que se lo pregunten a un amante correspondido. Creo que estas cosas no son más que el resultado de considerar el amor "asépticamente", desde fuera.  Lo que pasa es que mirarlo desde fuera es la forma de no ver nada. El amor no se mide, no se calcula, no se describe: el amor es un estado en que uno se encuentra, y desde el que se vive. No es algo que yo encuentro en mi vida, como encuentro las cosas que me rodean, o los sentimientos  y pasiones que me zarandean: en el amor estoy instalado, y desde él desarrollo mi vida. Mi vida, que no está hecha, ya lo sabemos. Mi vida, que tengo que imaginarla, escogerla y crearla yo, que es una tarea que tengo que proyectar y llevar adelante. Que se enriquece con la presencia del amor.

Cuando me enamoro el proyecto de mi vida cambia para englobar a esa persona, para hacerla inseparable de ese proyecto. Y si sólo soy yo mismo con la mujer que amo, no amarla sería como negar mi vida. No puedo imaginarme sin ella, sin amarla, porque hacerlo supondría ser otro que el que soy. Por eso el amor auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es felicidad.

Todo esto suena a puro lirismo, y eso es precisamente lo que es. El lirismo es el substrato de la vida, lo que la hace valiosa, lo que le da sentido; algo que la condiciona hasta el punto de que su ausencia nos hace exclamar "¡Esto no es vida!". Efectivamente, no hay vida sin lirismo. Vida humana, quiero decir, vida “biográfica”, personal: sin lirismo se degrada a simple biología, una vida “en hueco”, sin interés, sin atractivo: una vida vacía.

Por eso me entristece esa creencia tan ampliamente extendida que asegura que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque, como en el caso de la "química del amor", esa afirmación no procede de la experiencia vital de nadie: no es más que una decisión tomada en frío, una abstracción. Lo que la experiencia diaria nos dice es justamente lo contrario: que cada uno de nosotros contempla la realidad como hombre o como mujer, que nuestro carácter sexuado destiñe a todos los ámbitos de la vida: nuestras cualidades y rasgos - la sensibilidad, y la voluntad, y el carácter de cada uno de nosotros, nuestra inteligencia y nuestro corazón- son, inevitablemente,  cualidades y rasgos masculinos o femeninos. 

“Gracias a Dios”, habría que añadir. Porque esa polaridad establece el “campo magnético” de la convivencia: colocarnos frente a otra forma de vida semejante a la nuestra, pero tan distinta en sus cualidades, con sus cauces, proyecciones y matices propios, nos obliga a imaginarla, a anticiparla, fuerza nuestra expectación y nos mantiene en tensión proyectados hacia ella. Es el origen de la ilusión, el calor a la orilla del camino.

Y ahí, detrás, está el amor.


sábado, 28 de septiembre de 2013

SALIMOS PERDIENDO



Pasamos unos días de descanso en un pequeño pueblo del interior. Apenas unos centenares de casas apretadas bajo el sol. Al caer la tarde acaba el encierro preventivo al que obligan las altas temperaturas, y salimos a dar nuestro paseo.  Nos acercamos a un escaparate: lienzos de diferentes tamaños y estilos, fotografías de época, acuarelas, pasteles, óleos,…marcos sencillos, apenas unas regletas para confinar la belleza, y marcos reduplicados, tallados, artísticos, en los que parece que el contenido es el pretexto para exhibir la propia belleza del  marco. Todo, presentado con esmero, casi con mimo, porque la excelencia hay que resaltarla sobre el fondo. Se cuida el detalle, se nota el cariño con que tratan aquí a la obra de arte. 

Los seres humanos somos así: necesitamos señalar con detalles de especial cuidado lo que nos parece importante, lo que destaca sobre el resto: es una forma de marcar diferencias, de mostrar nuestro aprecio al valor que encierran. Si en ese establecimiento apareciese un rótulo en el que se leyese “fábrica de cuadros” parecería que el objeto quedaba degradado, que quedaba descartado como arte, reducido a mercancía: sería la confesión de que habríamos perdido la facultad de reconocer su valor original, lo que lo hace irrepetible y nos enriquece. Fabricar es igualar por abajo; es producción en serie, homogeneidad difusa, multitud indiferente: nada hay especial, desaparece lo excelente, lo que destaca, lo valioso; ¿quién se atreverá a decir que Velázquez, que Caravaggio, que Goya, fabricaban cuadros?  

Por eso, cuando he leído que Carl Djerassi, el creador de la píldora anticonceptiva, contempla un futuro en el que la generación humana habrá quedado completamente desvinculada de la sexualidad -sexo estéril por un lado, fecundación in vitro por otro- he sentido un escalofrío, una impresión de empobrecimiento radical. Que ha dejado paso pronto a una profunda compasión.

         Compasión, en primer lugar, hacia el propio Djerassi,  que se declara así insensible para reconocer en el origen de la persona otros elementos que no sean el hecho puramente zoológico del placer y el estrictamente celular de la fecundación. En el camino se ha perdido el único elemento que introducía la dimensión personal: el momento de intimidad y de entrega de dos personas que se aman con un amor que va más allá de sí mismo y que es capaz de dar de sí nada menos que a una persona nueva, distinta, irreductible a ellas: una innovación radical, un amor creador. Por eso, si se piensa bien, sus palabras suenan a cadena de montaje, a un proceso  mecánico, sin “alma”. Y por eso puede desensamblar sus componentes y considerarlos por separado. 

Pero compasión también hacia esa improbable sociedad en la que la continuidad de las generaciones tuviese lugar así. Se me dirá que da igual, que eso ya ocurre ahora y que es poco importante, que la nueva realidad personal acabará surgiendo de todas formas. Sí, es verdad que eso ya ocurre ahora. Pero es la excepción, el suceso raro. Convertir la excepción en norma cambia el amor originante por un proceso técnico, artificial, “fabril”, que no cuadra bien con el nivel de excelencia que corresponde a la persona humana. Un acto medido en todos sus puntos para alcanzar el fin que se persigue: nada queda al azar, el resultado asegurado, la exactitud a salvo de imprevistos, el dominio absoluto del hombre sobre…¡el hombre!

Y es verdad también que la realidad personal acabará surgiendo, de todas formas, de ese proceso. Pero en su origen se habrá introducido algo que es "menos digno" de él que la intimidad de aquel amor entregado. ¿Y eso es muy grave? No, no es muy grave. Hasta que imagino que podríamos estar hablando de mí, o de un hijo mío. Y entonces lo comparo con el cuidado amoroso que recibía la excelencia en un taller olvidado de un pueblucho olvidado.

         Salimos perdiendo


viernes, 19 de julio de 2013

SI LA VIERAS CON MIS OJOS...





En su célebre cuento “El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry nos muestra el proceso por el que su personaje aprende a no quedarse en las apariencias y a profundizar para alcanzar las corrientes de fondo donde reside la auténtica consistencia de las cosas. Lo resume el secreto que le confía el zorro: “Sólo se puede ver con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.”

Es algo que tiene que ver con el amor: la mirada del amor ilumina a la persona amada y descubre en ella cualidades y aspectos que pasan desapercibidos a los ojos de los demás. No: aunque los clásicos lo representaban con los ojos vendados, el amor no es ciego, sino todo lo contrario: es una luz poderosa que ilumina los últimos resquicios y permite ver lo que permanecía oculto. No es un engaño, no es una ilusión. El amor muestra la verdad profunda de la realidad con tal evidencia que nos entregamos a él con una confianza que resiste toda argumentación contraria. Lo sabía muy bien Segismundo, para quien la persistencia de su amor por Estrella (“esto”) es prueba única y bastante de una realidad que empieza a parecerle irreal: “Que fue verdad veo yo en que todo se acabó y esto sólo no se acaba”.

Es la misma historia que nos contaba Platón de aquellos hombres que estaban encadenados en una caverna, de espaldas a su boca, y sólo conocían del mundo exterior las sombras que se proyectaban sobre la pared que tenían enfrente. Un día uno de ellos se liberó y contempló la realidad exterior abiertamente, sin disfraz ni camuflaje; cuando volvió a la cueva no pudo mirar ya aquellas sombras de la misma manera: miraba ya “con otros ojos”. Dyango, una autoridad en esta materia, subrayaba la importancia de adoptar el punto de vista enamorado para alcanzar la verdad más profunda: “¡Si la vieras con mis ojos... !”.

A veces pienso que algo parecido ocurre con el relato que nos ofrece la ciencia. Los griegos reconocían que en todas las cosas existía una “sub-stancia” que estaba escondida bajo la apariencia de las cosas y que constituía su verdadero ser. La ciencia de hoy, sin embargo, se ha olvidado todo esto, y se conforma con proponernos una imagen de la realidad que resulta poco imaginativa, algo miope, corta de vista, como de andar por casa. Que sirve, sí, para alcanzar el objetivo inmediato que se propone, pero que cuando la hacemos funcionar en el seno de nuestra vida se demuestra insuficiente y pobre. Pienso, por ejemplo, en las sensaciones que provoca en nosotros la contemplación de un paisaje hermoso, en la emoción que nos produce una melodía, en la ilusión expectante en que nos coloca el amor: ante eso ¿quién puede creer que la música no es más que vibraciones, que la luz no es más que una partícula con una onda asociada, que el amor no es más que química? No, cuando nos tomamos la vida como realmente es, cuando no la disecamos, es imposible que nos conformemos con lo que nos propone la ciencia; sus respuestas no acaban de servirnos, no podemos tomárnoslas definitivamente en serio: nos perderíamos lo mejor.

Yo no soy teólogo, pero me basta vivir la vida como es para sospechar que el Papa ha dicho más de una cosa interesante en su primera encíclica: que toda la realidad es fruto del amor de Dios, y que ese amor puede iluminar nuestra mirada para enriquecerla; que el amor de Dios nos sitúa en otro plano más rico, un plano de mayor plenitud. Toda la carta está escrita en el lenguaje del amor: “la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”, “creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia”, “la salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia”. El Papa nos recuerda la importancia de mirar con ojos enamorados: “transformados por ese amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro”; “el cristiano (…) comienza a ver con los ojos de Cristo”.

También para el Papa el amor y la verdad se requieren mutuamente: si, por una parte “sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona”, por otra, “sólo en cuanto está fundado en la verdad el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común”. Resuenan las palabras de Segismundo.

Y toda la realidad asciende a otro plano: “En la cultura contemporánea se tiende a menudo a considerar como verdad sólo la verdad tecnológica (...) (la fe) ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad en toda su riqueza inagotable”.

De modo que al final resulta que la verdad profunda de todo es el amor. Valía la pena escribir una encíclica para explicarlo.

jueves, 19 de julio de 2012

SER O NO SER, ÉSTA ES LA CUESTIÓN

El reciente documento de la Conferencia Episcopal sobre el amor humano ha sido recibido por algún medio de comunicación con el titular “Los obispos arremeten contra la ideología de género”. Me parece buena ocasión para tratar el asunto con cierto detenimiento.

Es un dato de la experiencia universal que el ser humano percibe su corporalidad como una parte constitutiva de su ser. La persona forma una unidad indisociable con su cuerpo, no tanto porque mi cuerpo y yo somos uno, como a veces se oye decir, sino porque yo soy corpóreo.

Pero el cuerpo humano existe necesariamente como masculino o femenino, y por eso, cada persona es –y lo es en cada una de sus células- masculina o femenina, varón o mujer. No hay otra posibilidad. Y lo es siempre, en todas las facetas y aspectos de la vida: este carácter sexuado es algo que afecta al núcleo más íntimo de la persona. Varón y mujer son dos formas polares de ser persona, como ser mano derecha y ser mano izquierda son dos formas polares de ser mano: diferentes uno y otra, irreducibles uno a otra, pero igualmente personas uno y otra.

La diferencia sexual expresa su recíproca complementariedad, pues se relacionan consigo mismos, con el mundo y con las otras personas respectivamente de manera distinta. Y se refiere también a la forma de sentir, expresar y vivir el amor humano, en el cual concurren inseparablemente con sus cuerpos.

El amor establece entre el hombre y la mujer una alianza que no es simple relación de convivencia, sino que afecta al mismo núcleo de la masculinidad y la feminidad y se refleja en todos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad… Una alianza de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir lo que tienen y lo que son, una alianza que exige abrirse y entregarse plenamente.

Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor que se renueva cada día y se hace más profundo y más fuerte compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de toda la persona. Aquí surge la exigencia de fidelidad: por el matrimonio cada uno de los esposos ha pasado a formar parte del otro, y por eso se “deben” el uno al otro. Y, siendo el amor conyugal una donación plena de sí mismo al otro, el matrimonio exige de raíz que esa donación sea en exclusiva y para siempre: “me entrego a ti, pero también me entrego a otros”, o “me entrego a ti de momento, pero mañana ya veremos” son frases que expresan exactamente lo contrario de una donación total.

Hasta aquí todo trascurre en el ámbito de la privacidad. Pero surge ahora otra dimensión del amor de los esposos. Al tratarse de un amor que rechaza cualquier forma de reserva, la expresión de ese amor, abierto a la sexualidad, se encuentra naturalmente orientada a la procreación. No es una casualidad que la expresión física de ese amor conduzca de modo natural a los mismos gestos que llevan a la procreación.

Pero esa procreación implica la crianza y educación de la prole, y eso exige continuidad, colaboración, estabilidad; pero también, muchas veces, sacrificio y renuncia de sus miembros. Porque vivir con rectitud el matrimonio cuesta, es difícil. Pero tiene un profundo interés social. Y por eso el Estado, que no se inmiscuye en la vida afectiva de los ciudadanos, que no le interesa quién quiere a quién ni quién se acuesta con quién -¡no faltaba más!-, pero que tiene un interés claro y decidido en el nacimiento y educación de nuevas generaciones, por eso -y sólo por eso- se hace presente en el momento de la formalización del matrimonio, recibe el compromiso de los contrayentes de constituirse como tales –con la aceptación de las mutuas obligaciones y de las que adquieren de cara a esos hijos y, por tanto, de cara a la sociedad - y, en justa reciprocidad, se obliga ante ese matrimonio, teniendo con él una consideración especial, que se traduce en el Derecho de Familia. Son las contraprestaciones a la insustituible función social del matrimonio, la forma que tiene el Estado de asegurarse de que la sociedad tendrá continuidad.

Por eso cuesta entender que el Estado, ahora, agravie al matrimonio aplicando ese mismo Derecho de Familia a quien no contribuye al futuro de la sociedad de la misma forma que lo hace un matrimonio, porque el Estado, insisto, no se interesa en las relaciones amorosas de sus miembros –una intromisión gravísima en la vida privada de los ciudadanos que hasta hace poco se habría considerado inaceptable- sino sólo en proteger el motor del recambio generacional. Invirtiendo la razón y actuando contra sus intereses, el Estado es ahora el primero en desproteger el matrimonio, convirtiéndolo, con la ley de divorcio-express, en uno de los contratos que menos obligaciones comporta y cuya rescisión es más sencilla. O usurpando sus funciones, adjudicándose una responsabilidad en la formación moral de los ciudadanos que no le corresponde.

Una situación, en fin, en la que el Derecho promueve la mayor de las injusticias: tratar a una realidad como si fuese lo que no es.