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martes, 14 de febrero de 2023

ELOGIO DEL AMOR LIBRE

La libertad es tan esencial en la vida del hombre que no aceptamos pacíficamente que se nos prive de su ejercicio.  "Por la libertad se puede, y aun se debe, aventurar la vida", dirá Cervantes. Es condición de cualquier acto verdaderamente humano ser ejecutado en libertad. Y es el fundamento de la entrega por amor: "¿Venís a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?" se pregunta a los novios que se casan.

 

 La libertad es el sello que certifica la vinculación de la persona en esa entrega. Los animales no pueden hacer nada semejante, su conducta instintiva está en las antípodas de la libertad: no pueden elegir lo que hacen, su comportamiento forma parte de una cadena preestablecida de causas y efectos. Actuar libremente, en cambio, significa salirse de esa cadena y constituirse en origen de una cadena causal nueva. Soy libre cuando dispongo incondicionalmente de mí mismo, cuando mi conducta no depende de las circunstancias, cuando su única causa es mi propia voluntad: cuando soy dueño de mí.

 

  Por eso es un error considerar que al entregarme estoy perdiendo mi libertad. Al contrario: mi compromiso es la prueba de mi libertad. De ninguna conducta tenemos la seguridad de que es libre como de la que llevamos a cabo por un compromiso asumido al margen de las circunstancias. Un animal que pasa hambre y encuentra alimento disponible es empujado a él por su instinto; yo soy capaz, en la misma situación, de decidir mantener mi ayuno porque no estoy sometido a instintos, porque soy libre. De la misma manera que puedo prometer bajar mañana a bañarme al río, independizándome así de lo que pueda apetecerme mañana, algo que el chimpancé, que no es libre, no puede hacer por más avispado que sea.

 

 No es más libre el amor que se entrega en respuesta a un sentimiento espontáneo que despierta en mí la otra persona –por lo bien que me siento a su lado, por las emociones que me agitan cuando pienso en ella,..-. Ese sentimiento tiene, como todos los sentimientos, fecha de caducidad, y, cuando él se extinga se extinguirá mi amor. Entristece comprobar cómo gente joven, -y gente "que hace ya mucho tiempo que es joven”- deja atrás una historia de amor que podría y debería ser sumamente felicitaria, sólo porque se ha entendido mal el hecho de que ese sentimiento inicial ha dado paso a "otra cosa". ¡Pues claro que ha dado paso a otra cosa, no faltaba más! El amor, como todo lo humano, admite grados, progresa, madura: cambia.

 

 No. El amor más libre es el que se entrega no por razón de unas circunstancias, de unas apetencias, que podrían no haberse dado -y que podrían dejar de darse-, sino por un compromiso asumido personalmente, por una decisión de mi voluntad: porque lo he decidido yo. Te prometo que permaneceré a tu lado y que no te dejaré nunca sola -que no te dejaré nunca solo- porque quieroY no me dejaré arrastrar por el viento: mantendré mi promesa de ahora cualesquiera que sean las circunstancias en las que nos encontremos en adelante: “en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”. Porque quiero. 

 

Al contrario que el amor sentimental, que tiene los días contados, el amor libre está lleno de esperanza: si me comprometo a hacerte feliz -a intentar hacerte feliz- en cualquier circunstancia, entonces el futuro es nuestro. Por eso, el único amor verdadero y para siempre es el amor libre.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

LAS CADENAS DEL ADN


Christian Montag es un psicólogo del Departamento de Psicología Biológica y Diferencial de la Universidad de Bonn que acaba de publicar en la revista Journal of Adicction Medicine el descubrimiento de la relación entre la adicción a Internet y el gen CHRNA4. El gen de la adicción a Internet, un procedimiento técnico cuyo nacimiento ha sido, como sabemos,  algo posterior a la aparición de los genes. Sólo es un ejemplo. Si miramos algo más atrás recogeremos las asociaciones más inverosímiles: se han “encontrado” -para no buscar más que en mi memoria reciente- el gen de la felicidad (aunque sólo en las mujeres, los varones estamos expectantes), el gen de la afición al arte, el gen de la ideología política,... Pero los estupendos de verdad son el gen de la infidelidad y el gen de la violencia: que nadie recrimine nada a nadie: no es él, son sus genes.  

El expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, va más lejos: “Somos genes y tierra”, ha afirmado. Pero el señor Revilla es un poeta como la copa de un pino y no hay que tenérselo en cuenta: es licencia poética admitida. Lo verdaderamente grave es lo ha dicho este profesor de una universidad alemana, aunque Ortega, que había pasado por ellas, ya nos había advertido contra las universidades alemanas en general. 

Estamos en la versión actualizada de Don Mendo, que justificaba su empecinamiento en el “juego vil” de las siete y media diciendo: “No fui yo, no fui, fue el maldito cariñena, que se apoderó de mí”. El cariñena o los genes, es indiferente: la cuestión es tener algo a lo que echarle la culpa de lo que hacemos.  

Paradójicamente, mientras pretendemos pasar a la historia por nuestra defensa y promoción de la libertad, no tenemos el menor inconveniente en renunciar a ella: la libertad no era más que un pseudónimo del determinismo. Lo malo es que era sobre la libertad sobre lo que habíamos construido nuestra idea de la condición humana. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué podemos esperar de nosotros mismos si renunciamos a la autodeterminación?, ¿para qué esforzarme, para qué empeñarme en conseguir lo que ya está conseguido, o es definitivamente inalcanzable, si voy a ser adúltero, o desgraciado, o adicto a Internet, o violento, me ponga como me ponga, porque así lo ha determinado el azar cuando se constituyó mi ADN? 

Los extremos se tocan: después de siglos de enfrentamiento entre la llamada ciencia y la llamada superstición, después de aburrirnos denostando cosas como la astrología y los horóscopos, resulta que volvemos a las mismas: ahora no son las constelaciones, ahora son las cadenas químicas las que deciden mi vida. Mal asunto. El progreso de la ciencia nos conduce, de nuevo, a Altamira. Se cierra el círculo. Fin, y continuación.  

A Calderón de la Barca –D. Pedro- le tocó vivir una época de esplendor en lo que a determinismos se refiere, y expresó en versos espléndidos la perplejidad en la que se encontraba: 

Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
 

Él vivió los comienzos de las disciplinas científicas; nosotros asistimos a su ocaso. Estamos borrachos de ciencia, y nos da la vomitona. Ya no admitimos más. Y ya no queremos saber más, ni decidir más. Renunciamos. Ortega creía que somos forzosamente libres; menos elegante, Sartre nos dijo que estamos condenados a ser libres. Se equivocaban los dos. El profeta era Bosé: libertad, te siento lejos, y la culpa es sólo mía.

¡Vivan las cadenas!
 

martes, 4 de septiembre de 2012

¿DE QUIÉN ME HE FIADO?


Que la nuestra es la época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza es mayor que en ningún otro momento de la Historia es algo que pocas personas estarán dispuestas a discutir. Nuestro conocimiento, y nuestro dominio, del mundo avanza con pasos firmes apoyándose en las evidencias continuas que le ofrece la ciencia en permanente desarrollo. La evidencia científica se erige como rey y árbitro del conocimiento humano. Y, de pronto, el papa Benedicto XVI convoca un “Año de la Fe”. ¿Fe?, ¿cómo que fe? ¿Pero la fe no había quedado arrinconada, desplazada por la evidencia aplastante de los datos empíricos? ¿Qué resquicio queda todavía para estas cosas, qué actualidad tiene la fe a estas alturas? 

Pues sí, nos habíamos olvidado de la fe, la habíamos perdido ya de vista, pero insiste en salir una y otra vez a flote cuando no contamos ya con ella. Porque eso de que la ciencia iba a explicarlo todo de manera definitiva ya nos lo había dicho Comte, y si aquello luego no le salió bien fue precisamente porque había puesto la fe en el lugar equivocado. Estamos empeñados en que la fe es algo por completo ajeno a la ciencia, y es exactamente al contrario. Pero igual que al submarinista que explora el fondo del mar y los animales que contiene le pasa desapercibida el agua en la que está inmerso, nosotros estamos tan metidos en el ámbito de la fe que somos incapaces de reparar en ella sin hacer un esfuerzo para verla. 

Imaginemos por un momento a Galileo defendiendo que el sol está quieto y que es la tierra la que se mueve, ante un auditorio que tiene la evidencia constante de los sentidos que le dicen que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Bueno, pues, a pesar de eso, creen a Galileo en vez de creer a sus propios sentidos: ponen, contra todas las evidencias, su fe en Galileo.  

La situación de la ciencia sigue siendo la misma hoy. Se me dirá que los científicos tienen datos ciertos en los que apoyan su conocimiento. Claro que no lo dudo: lo doy por supuesto. Pero la mayoría de nosotros, que carecemos de los conocimientos necesarios para comprender el valor de la prueba, lo que hacemos es, simplemente, creer que es verdad lo que nos dicen. En otras palabras: depositar en ellos nuestra fe.  

Esto pasa hasta en los asuntos más corrientes de nuestra vida. Desde nuestra fecha de nacimiento hasta las noticias que vemos en televisión, la vida se desarrolla de principio a fin en el ámbito de la fe. La vida no sería posible sin fe, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos. La duda como forma de vida. Es decir, la inseguridad, el terror. 

No, el desarrollo de la ciencia nunca podrá acorralar a la fe. Lo único que puede hacer es desplazarla, llevarla consigo más allá, porque la fe es el medio en el que crece la ciencia, su condición, su sustrato. De modo que la cuestión no es si la fe sobrevivirá o no, sino qué clase de fe va a sobrevivir. O sea, en qué se apoya mi fe. O, mejor dicho –porque la fe no se pone en el dato, sino en el testigo-, en quién se apoya mi fe. Y aquí es donde aparece la voluntad: llegado al extremo, soy yo el que decide si me fío o no de ese testigo, si quiero, o no, apostar a esa carta. 

Así que resulta que la fe es una opción personal. Y nos encontramos, de pronto,  hablando de la libertad. Terreno resbaladizo, como sabemos. Y la razón que explica que estos tiempos de enorme prestigio de la ciencia sean paralelamente de enorme difusión de los gabinetes de brujería y adivinación. El origen de toda esta floración no se encuentra en la existencia de la fe, porque ya hemos visto que en ese punto no hay opción. El origen está en la respuesta a una pregunta que habíamos dejado olvidada en el desván de la ciencia:  

¿de quién me he fiado?

 

martes, 14 de agosto de 2012

SHIN A-LAM, O EL AZAR


Han terminado unos Juegos Olímpicos que nos han dejado, además de una sucesión de medallas y diplomas, la imagen desconsolada de la coreana Shin A-Lam, llorando durante cuarenta minutos sobre la pista en la que acababa de ser descartada para la final de su especialidad porque el cronómetro eternizó el último segundo. Años de entrenamiento, esfuerzo y sacrificios chocan contra un cronómetro infiel a su misión. Reloj, no marques las horas.

¿O fue el destino? Al parecer, Shin se enfrentaba al último lance con ventaja sobre su rival porque, tras empatar repetidamente en los tres tiempos anteriores, el reglamento del esgrima determina que, para evitar la igualdad al terminar el cuarto –y último- tiempo, el vencedor será el que previamente haya señalado una moneda lanzada al aire. Y esa moneda, antes de comenzar ese último tiempo, señaló a Shin como la afortunada.

¿Afortunada? Antes que cualquier otra consideración, la derrota de Shin ejemplifica la importancia del azar. Hay muchas cosas en nuestras vidas que no elegimos nosotros. Hacemos proyectos sin parar, de mayor o menor envergadura: vamos a ir al cine esta tarde, vamos a hacer una paella el domingo, vamos a ganar una medalla en los Juegos Olímpicos. Pero a esos proyectos se superponen luego otros contenidos que resultan azarosos. Y cuando asistimos a las lágrimas de Shin pensamos que el azar es un obstáculo que descalabra nuestros planes, que da al traste con nuestras aspiraciones. Es algo que nos desazona, porque pone de manifiesto que no somos los dueños absolutos de nuestro futuro, que existen rendijas por las que nos escapamos de nuestras manos. Y eso, en un tiempo en el que prima la necesidad de seguridad, de tenerlo todo calculado, de evitar la sorpresa, lo imprevisto, es inquietante: nuestro poder no es absoluto, nos zarandea el azar. El azar, que creemos que es algo aleatorio, indiferente, pero que los ingleses, organizadores de estos Juegos, saben que implica riesgo, que en el “hazard” está escondido el peligro.

Por eso nos rebelamos contra él e intentamos eliminarlo de nuestras vidas. Y, como en aquellos viejos trenes que tenían un cartel en el que se leía “Prohibido asomarse al exterior”, nos encerramos en nosotros mismos y nos convertimos en mónadas sin ventanas revestidos de una coraza protectora que nos aísla. No sería malo si no fuera porque actuando así renunciamos a todas las posibilidades que el azar podría introducir en nuestras vidas y que harían que nuestro nivel biográfico llegase a ser más elevado de lo que resultará puramente de sacar adelante nuestros planes. Porque la irrupción del azar puede significar un enriquecimiento decisivo: nuestras previsiones y nuestra imaginación son incomparablemente más pobres que la plenitud de vida que se nos ofrece.

Unos padres eligen para su hijo una escuela determinada, una enseñanza concreta, una condición de los maestros que van a enseñarle: esa es su elección; pero encontrar allí a un compañero cuya amistad le acompañará durante toda su vida e influirá decisivamente en ella es algo completamente azaroso. Ofrecen a alguien un puesto de trabajo en tal ciudad, y la elección se basa en determinadas características de distancia, comunicaciones, clima, idioma,…; pero el hecho de que encuentre allí a la persona de la que va a enamorarse y con la que se va a casar no es algo elegido, sino, rigurosamente, un azar. Podemos poner ejemplos hasta cansarnos: si repasamos nuestra vida vemos el increíble número de elementos azarosos que la componen; si miramos hacia el futuro, la perspectiva es escalofriante.

Podría parecer que la presencia del azar en nuestra vida evita que ésta sea precisamente “nuestra”, pero esto sólo es una impresión. En realidad, es con el azar con lo que hacemos nuestra vida. Un mismo azar tiene significados distintos en las distintas vidas a las que afecta, porque cada biografía “adopta” ese azar y lo personaliza, se lo apropia; mi vida convierte ese azar en “mío”. Por eso, la consecuencia de renunciar al azar es descender de nivel, perder realidad personal, homogeneizarnos, despersonalizarnos, “cosificar” nuestra vida.

No, no es una buena idea blindarnos contra el azar y encerrarnos en nuestro cascarón. El espejismo de la seguridad no es más que eso: un espejismo. Y su precio es prohibitivo: la renuncia a llegar a ser uno mismo, el fracaso existencial.