Mostrando entradas con la etiqueta Sociedad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sociedad. Mostrar todas las entradas

jueves, 10 de junio de 2021

LA EUTANASIA NO ES UN ACTO MÉDICO

A Fernando Campo Cerecedo, amigo tan cercano a tan larga distancia.

La ley de eutanasia que se pone en marcha en España descarga el peso de la acción en las espaldas del personal sanitario, y no se ve muy bien por qué. Es inherente a la vida humana el dolor, el sufrimiento y la muerte, pero una ley que permite quitarles la vida a los que están más necesitados de apoyo no sólo no es un acto sanitario, sino que es lo contrario de un acto sanitario. Médicos y enfermeros se han preparado, han luchado y han entregado su persona, su conocimiento y su voluntad, a procurar la curación, o, al menos, el alivio, del enfermo, y ahora, de pronto, se les pide que pongan fin al sufrimiento de una forma trágica. Todos los colegios profesionales se han pronunciado públicamente en contra, lo mismo que instituciones del mundo de la Bioética. Pero no se les ha escuchado. De la misma manera que no se ha abierto un debate, ni se ha pedido la opinión de los expertos: investigadores, médicos, enfermeros, asistentes sociales, psicólogos..., en fin, todo el conjunto multidisciplinar que acompaña a las personas en su fase terminal. En el que hay que incluir, naturalmente, al servicio religioso: el moribundo tiene una conciencia y muy a menudo una fe religiosa, y esas son también dimensiones de la persona que deben ser atendidas: no estamos hablando de las clínicas veterinarias. 

Es una ley, además, en la que los legisladores han rechazado la obligación de introducir los cuidados paliativos para todo el mundo, como hacen leyes análogas de otros países. Para los legisladores españoles la única alternativa a la eutanasia es el sufrimiento: o soportas el sufrimiento  o te matamos, no hay otra opción. Los cuidados paliativos sólo cubren en la actualidad a la mitad de la población española. Cada año mueren en España 70000 personas con un sufrimiento evitable, y el único criterio que decide la cuestión es el código postal del enfermo. 

Entra también en conflicto esa ley con la conciencia del profesional al que se le encarga la tarea. Cuando teníamos pena de muerte existía una profesión específicamente dirigida a eso: el verdugo. No sé si ha habido algún verdugo vocacional –personalmente, dudo que eso sea fruto de una elección libre-, pero el que entraba en esa profesión ya sabía a lo que iba. En este caso, es exactamente al revés: a un profesional que ha optado por la vida se le pide que sirva a la muerte sin pestañear. Estos son tiempos en los que menudean los conflictos de la ley con las conciencias, y no son excepción las personas cuya voluntad no encuentra la fuerza necesaria para ponerse de parte de su conciencia y enfrentarse a la ley. La presión jurídica y social puede ser insoportable y anular la libertad de elección. 

Hay que recordar, como recogía el premio Pulitzer David Remnick, que el poco sospechoso Barack Obama observaba que “es un error pedir a los creyentes que dejen su religión en la puerta antes de entrar en el foro público. La mayoría de los grandes reformadores de la historia estadounidense no solo estaban motivados por la fe, sino que utilizaron repetidamente el lenguaje religioso para argumentar en favor de su causa. Así que decir que los hombres y las mujeres no deberían inyectar su 'moralidad personal' en los debates de política pública es un absurdo en la práctica. Nuestra ley es, por definición, una codificación de la moral, de base judeo-cristiana”. Y nos recordaba san Juan Pablo II que la historia de la humanidad no es sólo historia de acontecimientos externos, sino “la historia de la conciencia humana, de las victorias y derrotas morales”. 

El propio legislador sabe muy bien dónde se está metiendo, y tiene mala conciencia. Por eso, conocedor de su propio conflicto, comprende el que podrían tener los demás, y se apresura a exonerarles de cumplir la ley introduciendo un largo artículo que regula la objeción de conciencia. Algo que no encontramos, por ejemplo, en las leyes que concretan nuestras obligaciones fiscales, ni, desde luego, en la obligación del deber de socorro, que está en dirección exactamente contraria. 

Un último apunte: la eutanasia va en contra de lo que establece la buena práctica, recogida en el Juramento Hipocrático y en los códigos deontológicos. Y no se puede dar por sentado que todos los sanitarios están dispuestos a saltársela, no  podemos ponerlos a todos bajo sospecha: mientras no se demuestre lo contrario,  todo sanitario se posiciona contra esa ley.  Por eso no es necesario un registro de objetores. Lo que se debería elaborar, más bien, es un registro de los que están dispuestos a saltarse la buena práctica y llevar adelante una eutanasia.

domingo, 6 de junio de 2021

LA FUERZA DE LA COMUNIDAD

 

En su Discurso de Investidura el presidente Kennedy dejó una frase en la memoria colectiva: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. No entendimos que nos lo decía a nosotros, y, como no lo entendimos, llevamos todos este tiempo sufriendo las consecuencias de dejarlo todo en manos del Estado. De ese “Estado del Bienestar”, “Estado asistencial” en el que -tal y como lo venimos entendiendo- el ciudadano se desentiende de sus intereses y necesidades, y lo fía todo a esa entidad abstracta y lejana a la que hace responsable de su bienestar. Es más cómodo, desde luego. Y más irresponsable, porque significa que cuando el Estado toca fondo -y lo toca a menudo, ya que todos los costes van a parar a su bolsillo- o cuando cambia la persona, o la voluntad, o los intereses, del César, el primer perjudicado es ese ciudadano que le había confiado su bienestar. ¿Estamos sin remisión a merced del César?

 Algo habrá que hacer si queremos que cambien las cosas, porque si todo lo fiamos a un cambio en el Gobierno vamos a estar siempre en las mismas. La respuesta es volver a Kennedy y preguntarnos si no podemos hacer algo por nosotros mismos, algo que pueda sobrevivir a los cambios en las instituciones del Estado: ponernos en marcha -la sociedad civil- para asumir nuestros propios intereses, y defenderlos. ¿Por qué iba a tener el Estado más interés que yo en que mis necesidades sean cubiertas? ¿Por qué no ocuparnos de lo que nos afecta -a nosotros o a nuestra familia, amigos, vecinos, colegas,…- y está en nuestras manos? El Estado debería ser la instancia subsidiaria que cubriera aquellas áreas a las que no llegue la sociedad civil. Con dos ventajas evidentes: evitaríamos bancarrotas públicas como la que tenemos ahora, y no quedaríamos al capricho y conveniencia del gobernante de turno.

 Todo esto, que es aplicable a infinidad de situaciones de la vida social, lo escribo pensando en la comprometida situación en la que quedan en España los miles de dependientes y enfermos crónicos y terminales, para cuyo alivio físico o emocional lo único que les ofrece la asistencia de nuestro “Estado asistencial”, es una salida rápida y silenciosa por la puerta de atrás. No es una decisión de la sociedad, que no ha sido consultada, ni de las personas con conocimiento especifico de la materia, que, aunque se han pronunciado frecuente y unánimemente, no ha sido escuchadas. El César, simplemente, no quiere escuchar voces contradictorias. Pero eso no debería ser un problema: esas voces que no son escuchadas son muchas y tienen manos. Y de ellas depende que se note.

 La historia la cuenta Rafael Mota Vargas, médico internista del Complejo Hospitalario Universitario de Badajoz y Presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos:

José Antonio tenía 45 años. Hombre joven, soltero, fuerte, de campo. Sin estudios pero con esa sabiduría natural que te da la vida. Vivía en una casita humilde en medio de la dehesa extremeña con su madre Felipa, viuda, 80 años, mujer menuda pero activa y recia.

José Antonio se dedicaba a criar pollos, gallinas y ganado en general. Aquel día maldito, sin saber cómo, cayó súbitamente y tuvo un dolor en la pierna izquierda «como nunca antes había tenido». En el hospital, tras estudio extenso, la noticia: «Fractura patológica de fémur. Cáncer diseminado. Menos de 3 meses de vida. No hay nada más que hacer. Traslado a Cuidados Paliativos». Tras dos meses de ingreso (intervención quirúrgica, control del dolor, soporte emocional, apoyo a su madre y todo lo que suele hacer un equipo de cuidados paliativos) llega la pregunta: «Doctor, quiero irme a mi casa, aquí en el hospital me muero». El equipo de paliativos: «¿Y ahora qué?». José Antonio y Felipa, sin más familia, solo se tenían el uno al otro y, encima, vivían en medio del campo a 10 km del consultorio más cercano y a 45 minutos del hospital. Felipa lloraba por las esquinas; «Si ella necesita que la cuiden», decía la enfermera.

Una tarde de hospital, al visitar a José Antonio, se enciende la chispa. Su habitación estaba llena de amigos. Los juntamos a todos y planteamos «José Antonio se quiere ir a casa pero Felipa no puede cuidarlo sola». Y ahí, de súbito, como cuando apareció la enfermedad, se organizaron: uno se encargó de las medicinas, otro ayudaba a Felipa en la cocina, el de más allá se hizo cargo de los animales, otro se quedaba por las noches, unos cuantos lo sacaban de paseo y hasta lo llevaban de pesca al pantano, su afición favorita. «iPor fin en casa doctor!, ¡esto sí que es vida!», decía… «Mire el cielo, respire el aire, cómo huelen las flores ¿verdad?, aquí soy tremendamente feliz»… Nueve meses en casa, en la dehesa extremeña, feliz a su manera… Y fue posible gracias a sus amigos: la fuerza de la comunidad.

En los últimos años se han producido importantes cambios demográficos en todo el mundo (envejecimiento de la población, desarrollo tecnológico, cambios en el papel del paciente, cambios económicos y sociales,...) que obligan a replantear el enfoque y la organización de los servicios sanitarios. La incidencia y prevalencia de las enfermedades crónicas está en aumento y presumiblemente será mucho mayor en los próximos años. Entre un 1 y un 1,5 % de la población padece enfermedades crónicas complejas en fase avanzada con altas necesidades de cuidados, y tres de cada cuatro muertes se producen por la progresión de problemas crónicos de salud. El envejecimiento, la dependencia y la soledad van de la mano. Todo esto lleva a la incapacidad de los sistemas sanitarios y sociales actuales para proporcionar la atención que se espera de ellos. Su propia sostenibilidad está en peligro, y es cada vez más necesario apostar por la sociedad civil.

 No digo que sea fácil. Sólo que es urgente.


Artículos relacionados: 

ESTADO ASISTENCIAL Y SOCIEDAD CIVIL: LO QUE PUEDES HACER TÚ POR TU PAÍS

lunes, 9 de noviembre de 2020

LIBERTAD DE EXPRESIÓN. EL EJEMPLO DE ADOLFO SUÁREZ

 

Faltan poco más de dos meses para que se cumplan cuarenta años de la dimisión de Adolfo Suárez como Presidente de Gobierno. Su fecundo mandato, capital en la historia contemporánea de España, abrió nuevas posibilidades y cambió el rumbo de nuestra historia. Nada lo que ha venido después de él puede explicarse sin él. Larga sombra para un breve período: desde su toma de posesión hasta su dimisión sólo transcurrieron cuatro años y medio. 

 

Presidente de Gobierno desde el 5 de julio de 1976 por designación del Rey, recibió el encargo de traer la democracia a España, pero, tras conseguir lo que se llamó “el harakiri” de las cortes franquistas, no se precipitó a convocar elecciones. Sabía que la celebración de unas elecciones democráticas requiere la existencia de una “opinión pública”, y había que crear las condiciones para que eso fuera posible. Porque desde 1966 regía en España la “Ley de Prensa e Imprenta”, que imponía a las publicaciones unos límites políticos, y confería a la Administración facultades para sancionar a los medios de comunicación: algunas cosas estaba prohibido decirlas, y el que se atrevía a hacerlo se exponía, en el mejor de los casos, a que le secuestrasen la publicación.

 

El primer paso de Suárez fue derogar aquella ley con la publicación, el 1 de abril de 1977, del Real Decreto sobre Libertad de Expresión. Alumbró así el nacimiento de una “opinión pública”, cuyos matices se encargaron de encauzar los diversos partidos políticos recién estrenados. Tras las elecciones del 15 de junio, Suárez se convertiría en el primer Presidente emanado de las urnas de nuestra historia actual. Ya sabemos cómo fueron luego las cosas: en octubre del año siguiente aprobaron las Cortes una nueva Constitución, que sería ratificada en el referéndum del 6 de diciembre de 1978.

 

Después, Suárez se vio perseguido y acosado por su propio partido –la UCD-, por el PSOE y por la prensa. Fue víctima de críticas desmedidas e injustas. Pero su respuesta a ello no fue la supresión de la flamante libertad de expresión que disfrutábamos –y a la que en el decreto-ley había calificado de “indeclinable”-; fiel a ella, y a sí mismo, Suárez afrontó con entereza aquella campaña que desembocó en su dimisión el 29 de enero de 1981.

 

La democracia es en nuestra época el único sistema de regirse los pueblos que es capaz de legitimidad. Pero no carece de riesgos. Porque, como sabía Suárez, en los regímenes democráticos el poder se funda en la opinión pública, y por eso, la libertad de expresión es la libertad más amenazada: sin ella no se pueden reclamar las demás, y si ella falta se oculta el hecho de que las demás quizás no existan.

 

Pero inmediatamente después de reclamar la libertad de expresión hay que reclamar la libertad de reaccionar intelectualmente a lo que se dice: la libertad de juzgar, de medir su verdad, su justificación o su acierto: lo que se dice puede ser veraz e inteligente, pero también puede ser un disparate, una estupidez, o pura y simple mentira. Existe el derecho a decirlo, pero también existe el derecho a valorar lo que se dice y a formar una opinión propia. Y ésa es también la función de una prensa responsable, que sea consciente de su papel como “cuarto poder” y se esfuerce por estar a la altura. Si se abandona el ejercicio de esa libertad la democracia se desvirtúa y se corrompe.

 

Esta libertad de estimación es preciosa. Y es irrenunciable. Porque permite distinguir de personas, conocer -y apoyar- a quienes representan lo que nos parece valioso. Nos permite saber quién es quién, conocer la catadura de quien así se expresa, su forma de contemplar la realidad, el fondo desde el que habla. Nos permite saber si es alguien digno de confianza y si merece nuestra admiración y nuestro afecto. Nos permite decidir si vamos a repetir lo que nos dice, si vamos a hacernos eco de él. Y si volveremos a prestarle atención.

 

Esa debe ser la respuesta cuando alguien falsifica la realidad: dejar de prestar atención a lo que dice. Desde luego, la respuesta no puede ser volver a las formas de aquellos tiempos en que había cosas que estaba prohibido decir. La respuesta no puede ser cancelar la libertad de expresión. Porque es lo mismo que cancelar la democracia. 

 

Pero sí exigir responsabilidades por lo que se dice. Y, cuando es necesario, reaccionar oportunamente: -“Nos vemos en el Juzgado”.