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sábado, 7 de febrero de 2015

LA HERENCIA MITOCONDRIAL Y EL TRASPLANTE NUCLEAR

                      
La aprobación por el Parlamento británico de un nuevo método para evitar algunas de las enfermedades “raras”, las llamadas “enfermedades mitocondriales”, ha puesto de actualidad la cuestión de la “herencia mitocondrial”.

Cuando, tras la fecundación, se produce la fusión de genes paternos y maternos en el nuevo núcleo, se pone en marcha un programa genético absolutamente original, distinto de sus predecesores: se inicia una nueva vida. Pero el cigoto no tiene sólo núcleo: tiene también citoplasma, y ese citoplasma procede enteramente del óvulo, pues el espermatozoide carece de él, ya que sacrifica todo a su única misión: llevar su ADN hasta el óvulo.

Y en ese citoplasma se encuentran las mitocondrias, pequeños orgánulos que en tiempos pasados fueron seres autónomos, verdaderos fósiles vivientes que conservan, como un recuerdo, su propia cadena de ADN. De modo que no todo el ADN presente en el cigoto está en su núcleo, hay una fracción que se encuentra en las mitocondrias. Es verdad que se trata de una fracción muy pequeña: una cadena de 17000 eslabones y 37 genes, frente a los 3175 millones de eslabones y 21000 genes del núcleo: alrededor del 0,05% del total. Y es una fracción, como hemos visto,  que sólo pueden transmitir las madres.

Estos genes son muy importantes, porque son los que permiten a la mitocondria llevar adelante su misión, que es proporcionar a la célula la energía necesaria para vivir. Por eso, las enfermedades producidas por defectos en estos genes afectan principalmente a los órganos de mayor consumo energético: sistema nervioso central, músculo, hígado, riñón,… Son enfermedades raras, pero algunas tan graves como la neuropatía óptica hereditaria de Leber o la encefalomielopatía mitocondrial.

Sabiendo esto parece cosa sencilla prevenir su transmisión: ya que las mitocondrias defectuosas están en el citoplasma del óvulo, si cambiamos ese citoplasma por el de otro óvulo sano habremos evitado la enfermedad. O, dicho al revés, si le quitamos el núcleo a un óvulo sano y le ponemos el de un óvulo de la paciente, habremos obtenido un óvulo "híbrido" que podrá ser fecundado para tener un hijo con los  genes –nucleares- de la madre pero sin la enfermedad.

Todo parece fácil, un sencillo juego de mecano. El problema es que la biología real es algo más complicada que un juego de mecano, y cuando perdemos eso de vista las cosas empiezan a no cuadrar. Recordemos el entusiasmo que se despertó en todo el mundo con la oveja Dolly, el primer mamífero clonado utilizando, precisamente, el trasplante nuclear, una técnica semejante a la que se propone ahora. Dolly fue el único superviviente de una accidentada aventura en la que se consiguieron 277 embriones por trasplante nuclear, de los que sólo 30 lograron desarrollarse y ser viables. Y luego, de esos 30 embriones, únicamente 9 lograron implantarse con éxito en el útero, y, de ellos, sólo 1 desembocó en el nacimiento de una oveja aparentemente sana: Dolly. Pero era sana sólo aparentemente, y aunque la esperanza de vida de estos animales es de alrededor de 15 años, Dolly tuvo que ser sacrificada a los siete años –"nel mezzo del cammin"- víctima de artrosis y de cáncer de pulmón.

Nos encontramos ahora en una situación análoga a la que representó entonces Dolly. Cuando hablamos de trasplantar el núcleo de un óvulo a otro olvidamos señalar que no hay datos experimentales suficientes, que el principal soporte de la esperanza es el deseo. Con algún agravante ético que no se planteó en la producción de Dolly: los óvulos deberán proceder de mujeres sanas jóvenes que tendrán que ser sometidas a estímulo hormonal para garantizar la cosecha, y eso en cantidad suficiente para conseguir el éxito, que nadie puede garantizar. 

Porque van a hacer falta muchos óvulos. Si se superan los escollos del trasplante nuclear, lo siguiente es lograr a partir de ellos embriones viables por fecundación “in vitro”, algo en lo que los laboratorios con más experiencia tienen unos índices de éxito de alrededor de 25% , lo cual supone una alta pérdida de óvulos por el camino. Y luego hay que conseguir la implantación en el útero de la madre, fase en la que se produce una nueva pérdida de embriones.

¿Cuál es el balance final? Dando por descontada la intención benéfica de los promotores de la técnica, y aun considerando superadas las dificultades del proceso, que no son pequeñas, parece conveniente considerar los “daños colaterales” a la hora de valorar esta propuesta, como nos ha recordado Nicolás Jouvé (1).

En primer lugar, la gran cantidad de óvulos sanos que se necesitan para un solo caso. ¿Cuántas mujeres jóvenes deberán someterse a un tratamiento hormonal de choque? No se trata de algo inocuo, pues aunque una amplia mayoría no sufre efectos nocivos, entre el 0,6 y el 14% desarrollará el “síndrome de estimulación ovárica”, que en sus formas más graves supone un grave riesgo para la salud.

En segundo lugar, tenemos que considerar los propios embriones producidos y destruidos en el proceso, y los embriones “sobrantes”, condenados a un letargo al que no se conoce otra salida que la muerte, vidas humanas perdidas en su amanecer que se desechan sin pensar.

Y, finalmente, el niño así concebido. Las buenas intenciones no son suficientes para alcanzar la meta perseguida. Los equilibrios entre genética y epigenética en el embrión son extremadamente delicados, y deberíamos sacar enseñanza de la abundante experiencia de niños concebidos por fecundación in vitro: aunque la mayor parte de ellos se desarrolla con normalidad, se extiende la  preocupación por la mayor propensión a diversas alteraciones y síndromes -incluyendo cáncer infantil- que llegan a multiplicarse por seis en algunos casos. Si esto está pasando con los niños concebidos “in vitro”, ¿qué nos encontraremos en los niños nacidos tras esta nueva técnica, cuya manipulación es incomparablemente mayor?

La experiencia de Dolly nos enseña a andar en estas cuestiones con pies de plomo, a no dejarnos deslumbrar por promesas sin el suficiente apoyo empírico. Es hermoso ofrecer un futuro consolador, y la tentación de rebasar las expectativas razonables y de cerrar los ojos a los inconvenientes puede ser fuerte. Pero una piedad sin contacto con la realidad puede acabar convirtiéndose en una nueva fuente de frustraciones y de dolor.


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(1)   "Los niños triparentales. Entre la utopía y la irresponsabilidad" (http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=6264&te=20&idage=11596&vap=0)

viernes, 10 de octubre de 2014

NUNCA BAILARON JUNTOS


En poco tiempo nos hemos encontrado con dos noticias relacionadas con las “técnicas de reproducción asistida”: la primera contaba que una pareja australiana había pagado a una mujer tailandesa para que fuese inseminada y llevase a cabo la gestación de la que resultaron dos hermanos gemelos: Pipah, una niña sana que ya está en Australia con su padre y la mujer de éste, y Gammy, un niño con síndrome de Down, que no fue aceptado por su progenitor y quedó con su madre en Tailandia. Quizá no sea inoportuno añadir que Pattaramon Chanbua, la madre de las criaturas, es una muchacha de 21 años que trabaja como cocinera para alimentar a sus hijos de 3 y 6 años, y que aceptó quedar embarazada y dar a luz tras inseminarse porque con esos 10000 € podría pagar sus deudas y dar estudios a sus hijos.

La segunda noticia se refiere a Jennifer Cramblett, una mujer blanca de Ohio de 36 años que acudió a un banco de semen para conseguir satisfacer su deseo de tener un hijo. Jennifer descubrió, cuando estaba embarazada, que el donante de semen era de raza negra, lo que echaba por tierra su ilusión de tener un niño blanco y rubio, un angelito de Murillo. Como es natural, ha demandado al banco de semen por “nacimiento injusto y violación de la garantía”.

Son dos historias que nos hablan del deseo de tener un hijo, algo que no puede sino despertar nuestras simpatías. Y, sin embargo, hay en ellas algo que nos sorprende y nos violenta, algo que, como hace 200 años, vincula los conceptos “vida humana” y “mercancía”: la persona no es amada ya por sí misma, sino en función de determinados rasgos que debe presentar antes de ser aceptada. No se trata de su actitud; se la rechaza por algo que es superior a ella, y que es, además, la razón de su propia existencia, lo que se buscó desde antes de concebirla: el objeto de la persona, su destino final. Es decir, la cosificación como razón de ser.

Y así se entienden mejor estas noticias: si se concibe esa vida como un objeto de consumo es natural que esas transacciones caigan plenamente en el ámbito mercantil: es derecho de todo consumidor rechazar el producto defectuoso, y eso es lo que ha hecho el padre de Gammy, que nunca hubiera pagado esa cantidad por una mercancía imperfecta. Y lo que se refleja en la demanda de Jennnifer, que acusa al banco de semen de violación de garantía: ella pidió ser inseminada con semen de determinadas características para conseguir el producto deseado, y se siente estafada en sus derechos de consumidora.

Lo más sorprendente es que no lo haya comprendido así el propio abogado de Jennifer, Timoteo Misny, que ha declarado: “El Banco de Semen Midwest cometió un error que un banco de esperma no puede cometer. Esto no es como pedir una pizza”. El señor Misny se equivoca: esto es exactamente lo mismo que pedir una pizza: el consumidor solicita su producto con los ingredientes deseados y espera que el resultado tenga el aspecto apetecido.

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Qué es lo que ha fallado? A mí me da la impresión de que algo está equivocado en esa idea tan aceptada del “derecho a tener un hijo”. El deseo de tener un hijo puede ser muy intenso, y el hecho de que en muchas parejas ese deseo acabe frustrado puede ser muy doloroso. Pero no podemos identificar “deseo” con “derecho” (algo que se podría exigir). Es ésta una equivalencia que ni siquiera en otros campos de la realidad nos parece válida: yo puedo desear ser el presidente de General Motors, pero eso no lo convierte en un derecho mío; un estudiante desea, sin duda, aprobar sus asignaturas, pero no tiene derecho a ello hasta haberlas estudiado y aprendido.

Pues si esto es así en lo que se refiere a nuestros deseos materiales, cuando hablamos de personas la distancia es incomparable. Yo creo que en ese campo el único “derecho” que asiste a la pareja es el derecho a realizar actos que en sí mismos estén orientados a la fecundidad, sin que ninguna autoridad pueda obligarles a ello ni impedírselo. Todo lo que pase de ahí ya no es un derecho.

Eso, en lo que se refiere a derechos de la pareja. Otra cuestión es el derecho que pudiera tener el hijo. Recientemente se ha abierto la página web AnonymousUs.org, creada por Alana S. Newman, una escritora californiana hija de un donante anónimo de semen, que tiene por objeto reflejar las vivencias y sentimientos de los hijos y padres en relación con la fecundación artificial. Allí podemos oír la voz de esos niños procreados artificialmente. El dolor y el resentimiento de algunas de esas personas produce desconcierto: “Soy un ser humano. Sin embargo, fui concebida con una técnica que al principio se usó para la cría de animales. Peor aún: los granjeros conservaban mejor los expedientes genealógicos de su ganado que las clínicas de reproducción asistida. También me hace sentirme extraña pensar que mis genes son la suma de los de dos personas que nunca se quisieron, nunca bailaron juntas, y ni siquiera se conocen.”

Ésta es la cuestión.

sábado, 28 de septiembre de 2013

SALIMOS PERDIENDO



Pasamos unos días de descanso en un pequeño pueblo del interior. Apenas unos centenares de casas apretadas bajo el sol. Al caer la tarde acaba el encierro preventivo al que obligan las altas temperaturas, y salimos a dar nuestro paseo.  Nos acercamos a un escaparate: lienzos de diferentes tamaños y estilos, fotografías de época, acuarelas, pasteles, óleos,…marcos sencillos, apenas unas regletas para confinar la belleza, y marcos reduplicados, tallados, artísticos, en los que parece que el contenido es el pretexto para exhibir la propia belleza del  marco. Todo, presentado con esmero, casi con mimo, porque la excelencia hay que resaltarla sobre el fondo. Se cuida el detalle, se nota el cariño con que tratan aquí a la obra de arte. 

Los seres humanos somos así: necesitamos señalar con detalles de especial cuidado lo que nos parece importante, lo que destaca sobre el resto: es una forma de marcar diferencias, de mostrar nuestro aprecio al valor que encierran. Si en ese establecimiento apareciese un rótulo en el que se leyese “fábrica de cuadros” parecería que el objeto quedaba degradado, que quedaba descartado como arte, reducido a mercancía: sería la confesión de que habríamos perdido la facultad de reconocer su valor original, lo que lo hace irrepetible y nos enriquece. Fabricar es igualar por abajo; es producción en serie, homogeneidad difusa, multitud indiferente: nada hay especial, desaparece lo excelente, lo que destaca, lo valioso; ¿quién se atreverá a decir que Velázquez, que Caravaggio, que Goya, fabricaban cuadros?  

Por eso, cuando he leído que Carl Djerassi, el creador de la píldora anticonceptiva, contempla un futuro en el que la generación humana habrá quedado completamente desvinculada de la sexualidad -sexo estéril por un lado, fecundación in vitro por otro- he sentido un escalofrío, una impresión de empobrecimiento radical. Que ha dejado paso pronto a una profunda compasión.

         Compasión, en primer lugar, hacia el propio Djerassi,  que se declara así insensible para reconocer en el origen de la persona otros elementos que no sean el hecho puramente zoológico del placer y el estrictamente celular de la fecundación. En el camino se ha perdido el único elemento que introducía la dimensión personal: el momento de intimidad y de entrega de dos personas que se aman con un amor que va más allá de sí mismo y que es capaz de dar de sí nada menos que a una persona nueva, distinta, irreductible a ellas: una innovación radical, un amor creador. Por eso, si se piensa bien, sus palabras suenan a cadena de montaje, a un proceso  mecánico, sin “alma”. Y por eso puede desensamblar sus componentes y considerarlos por separado. 

Pero compasión también hacia esa improbable sociedad en la que la continuidad de las generaciones tuviese lugar así. Se me dirá que da igual, que eso ya ocurre ahora y que es poco importante, que la nueva realidad personal acabará surgiendo de todas formas. Sí, es verdad que eso ya ocurre ahora. Pero es la excepción, el suceso raro. Convertir la excepción en norma cambia el amor originante por un proceso técnico, artificial, “fabril”, que no cuadra bien con el nivel de excelencia que corresponde a la persona humana. Un acto medido en todos sus puntos para alcanzar el fin que se persigue: nada queda al azar, el resultado asegurado, la exactitud a salvo de imprevistos, el dominio absoluto del hombre sobre…¡el hombre!

Y es verdad también que la realidad personal acabará surgiendo, de todas formas, de ese proceso. Pero en su origen se habrá introducido algo que es "menos digno" de él que la intimidad de aquel amor entregado. ¿Y eso es muy grave? No, no es muy grave. Hasta que imagino que podríamos estar hablando de mí, o de un hijo mío. Y entonces lo comparo con el cuidado amoroso que recibía la excelencia en un taller olvidado de un pueblucho olvidado.

         Salimos perdiendo