La aprobación por el Parlamento
británico de un nuevo método para evitar algunas de las enfermedades “raras”,
las llamadas “enfermedades mitocondriales”, ha puesto de actualidad la cuestión
de la “herencia mitocondrial”.
Cuando, tras la fecundación, se produce
la fusión de genes paternos y maternos en el nuevo núcleo, se pone en marcha un
programa genético absolutamente original, distinto de sus predecesores: se
inicia una nueva vida. Pero el cigoto no tiene sólo núcleo: tiene también
citoplasma, y ese citoplasma procede enteramente del óvulo, pues el
espermatozoide carece de él, ya que sacrifica todo a su única misión: llevar su
ADN hasta el óvulo.
Y en ese citoplasma se encuentran las
mitocondrias, pequeños orgánulos que en tiempos pasados fueron seres autónomos,
verdaderos fósiles vivientes que conservan, como un recuerdo, su propia cadena
de ADN. De modo que no todo el ADN presente en el cigoto está en su núcleo, hay
una fracción que se encuentra en las mitocondrias. Es verdad que se trata de
una fracción muy pequeña: una cadena de 17000 eslabones y 37 genes, frente a
los 3175 millones de eslabones y 21000 genes del núcleo: alrededor del 0,05%
del total. Y es una fracción, como hemos visto, que sólo pueden transmitir
las madres.
Estos genes son muy importantes, porque
son los que permiten a la mitocondria llevar adelante su misión, que es
proporcionar a la célula la energía necesaria para vivir. Por eso, las
enfermedades producidas por defectos en estos genes afectan principalmente a
los órganos de mayor consumo energético: sistema nervioso central, músculo,
hígado, riñón,… Son enfermedades raras, pero algunas tan graves como la
neuropatía óptica hereditaria de Leber o la encefalomielopatía mitocondrial.
Sabiendo esto parece cosa sencilla
prevenir su transmisión: ya que las mitocondrias defectuosas están en el
citoplasma del óvulo, si cambiamos ese citoplasma por el de otro óvulo sano
habremos evitado la enfermedad. O, dicho al revés, si le quitamos el núcleo a
un óvulo sano y le ponemos el de un óvulo de la paciente, habremos
obtenido un óvulo "híbrido" que podrá ser fecundado para tener un
hijo con los genes –nucleares- de la madre pero sin la enfermedad.
Todo parece fácil, un sencillo juego de
mecano. El problema es que la biología real es algo más complicada que un juego
de mecano, y cuando perdemos eso de vista las cosas empiezan a no cuadrar.
Recordemos el entusiasmo que se despertó en todo el mundo con la oveja Dolly,
el primer mamífero clonado utilizando, precisamente, el trasplante nuclear, una
técnica semejante a la que se propone ahora. Dolly fue el único superviviente
de una accidentada aventura en la que se consiguieron 277 embriones por
trasplante nuclear, de los que sólo 30 lograron desarrollarse y ser viables. Y
luego, de esos 30 embriones, únicamente 9 lograron implantarse con éxito en el
útero, y, de ellos, sólo 1 desembocó en el nacimiento de una oveja
aparentemente sana: Dolly. Pero era sana sólo aparentemente, y aunque la esperanza
de vida de estos animales es de alrededor de 15 años, Dolly tuvo que ser
sacrificada a los siete años –"nel mezzo del cammin"- víctima de
artrosis y de cáncer de pulmón.
Nos encontramos ahora en una situación
análoga a la que representó entonces Dolly. Cuando hablamos de trasplantar el
núcleo de un óvulo a otro olvidamos señalar que no hay datos experimentales
suficientes, que el principal soporte de la esperanza es el deseo. Con algún
agravante ético que no se planteó en la producción de Dolly: los óvulos deberán
proceder de mujeres sanas jóvenes que tendrán que ser sometidas a estímulo
hormonal para garantizar la cosecha, y eso en cantidad suficiente para
conseguir el éxito, que nadie puede garantizar.
Porque van a hacer falta muchos óvulos.
Si se superan los escollos del trasplante nuclear, lo siguiente es lograr a
partir de ellos embriones viables por fecundación “in vitro”, algo en lo que
los laboratorios con más experiencia tienen unos índices de éxito de alrededor
de 25% , lo cual supone una alta pérdida de óvulos por el camino. Y luego hay
que conseguir la implantación en el útero de la madre, fase en la que se
produce una nueva pérdida de embriones.
¿Cuál es el balance final? Dando por
descontada la intención benéfica de los promotores de la técnica, y aun
considerando superadas las dificultades del proceso, que no son pequeñas,
parece conveniente considerar los “daños colaterales” a la hora de valorar esta
propuesta, como nos ha recordado Nicolás Jouvé (1).
En primer lugar, la gran cantidad de
óvulos sanos que se necesitan para un solo caso. ¿Cuántas mujeres jóvenes
deberán someterse a un tratamiento hormonal de choque? No se trata de algo
inocuo, pues aunque una amplia mayoría no sufre efectos nocivos, entre el 0,6 y
el 14% desarrollará el “síndrome de estimulación ovárica”, que en sus formas
más graves supone un grave riesgo para la salud.
En segundo lugar, tenemos que considerar
los propios embriones producidos y destruidos en el proceso, y los embriones
“sobrantes”, condenados a un letargo al que no se conoce otra salida que la
muerte, vidas humanas perdidas en su amanecer que se desechan sin pensar.
Y, finalmente, el niño así
concebido. Las buenas intenciones no son suficientes para alcanzar la meta
perseguida. Los equilibrios entre genética y epigenética en el embrión son
extremadamente delicados, y deberíamos sacar enseñanza de la abundante
experiencia de niños concebidos por fecundación in vitro: aunque la mayor parte
de ellos se desarrolla con normalidad, se extiende la preocupación por la
mayor propensión a diversas alteraciones y síndromes -incluyendo cáncer
infantil- que llegan a multiplicarse por seis en algunos casos. Si esto está
pasando con los niños concebidos “in vitro”, ¿qué nos encontraremos en los
niños nacidos tras esta nueva técnica, cuya manipulación es incomparablemente
mayor?
La experiencia de Dolly nos enseña a
andar en estas cuestiones con pies de plomo, a no dejarnos deslumbrar por
promesas sin el suficiente apoyo empírico. Es hermoso ofrecer un futuro
consolador, y la tentación de rebasar las expectativas razonables y de cerrar
los ojos a los inconvenientes puede ser fuerte. Pero una piedad sin contacto
con la realidad puede acabar convirtiéndose en una nueva fuente de
frustraciones y de dolor.
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(1) "Los niños triparentales. Entre la utopía y la irresponsabilidad" (http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=6264&te=20&idage=11596&vap=0)
(1) "Los niños triparentales. Entre la utopía y la irresponsabilidad" (http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=6264&te=20&idage=11596&vap=0)