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miércoles, 23 de diciembre de 2015

JE SUIS BODNARIU



Mientras nos acercamos al día de la familia, la familia anda ahora de cabeza en Noruega a cuenta de Marius Bodnariu, un rumano casado con una noruega que hace diez años se trasladó con ella de Bucarest a Naustdal. La cosa empezó el pasado 16 de noviembre, cuando agentes estatales acudieron a la escuela en la que se encontraban dos hijos suyos, de 9 y 7 años, y se los llevaron de allí sin ni siquiera comunicárselo a sus padres. Más tarde se presentaron en su casa para llevarse a otros dos, de 5 y 2 años, dejando con su madre sólo a un pequeño de 3 meses, pequeño al que también se llevaron de allí veinticuatro horas más tarde. Y al cabo de dos días les comunicaron que habían quedado a cargo de familias de acogida, y que se estaban adaptando bien.

¿Por qué este secuestro estatal? La iniciativa partió del director de la escuela, quien, alertado por el hecho de que los miembros de la familia Bodnariu eran "muy cristianos", y considerando que eso "crea una discapacidad en los niños", los denunció ante el Servicios de Protección Infantil: los Bodnariu son ahora sospechosos de "radicalismo cristiano y adoctrinamiento". Las autoridades llegaron a someter al bebé a radiografías y TACs, y pese a no haber podido demostrar lesión alguna ni otros signos de maltrato infantil, Protección Infantil insiste, contra todos los testimonios de familiares, vecinos y conocidos, en que Marius es un hombre violento.

El pasado día 27 de noviembre rechazaron un recurso de la familia  para que les devolviesen a sus hijos. El Estado les permite ahora ver a su hijo pequeño dos veces a la semana -dos horas cada vez-, y también podrán ver a sus hijos mayores, pero no se les permite visitar a sus hijas.

Mientras preparan una segunda apelación, los Bodnariu llevan recogidas 30.000 firmas, y han abierto una página en Facebook ("Norway Return the children to Bodnariu Family") en la que cuentan su historia.

Con todo esto se ha destapado una historia que merece ser conocida. La reclamación de Bodnariu ha sacado a la luz numerosos hechos similares en los que el Estado noruego ha apartado a menores de sus familias en un proceso sin garantía procesal alguna, y ha puesto en marcha con ellos un proceso de “reeducación” durante el cual pierden su lengua familiar y los recuerdos “de casa”. Son 38 familias de diferentes países (Noruega, Polonia, Lituania, Eslovaquia, la República Checa, Rumanía, los Estados Unidos, el Brasil, Turquía, Iraq, la India y Filipinas), que han denunciado a Noruega por haber secuestrado a sus hijos, y han presentado la documentación pertinente ante el Parlamento Europeo, la Comisión Europea, el Vaticano y las Naciones Unidas.

No es la primera vez que un Estado se empeña en sustituir a la familia. Son experimentos que, finalmente, acaban siempre mal, y hay que retroceder a toda prisa, pero, para entonces, ya han producido una enorme cantidad de dolor, dolor de personas concretas del que quizás no se recobrarán nunca.

Cuando la alternativa es “o familia o Estado”, la familia es la única posibilidad. No sólo porque la familia es tan antigua como la humanidad, mientras que el Estado apenas tiene unos cientos de años, sino porque es una necesidad antropológica profunda, algo sin lo cual el desarrollo del hombre queda amputado.

La familia es el lugar en el que el hombre es más plenamente él mismo, donde es mirado como tal y amado como tal: en la familia no se considera a la persona como “un miembro de la clase media”, “un obrero” o "un aristócrata”, sino como a la persona particular y concreta que  realmente es. La familia es la única escuela del amor, en la familia aprende el hombre a amar y a entregarse -es, en realidad, el único lugar en el que gente completamente corriente ama a los demás más que a sí mismo-. Y el amor tiene un efecto maravillosamente vitalizador. Gracias al amor la vida es digna de ser vivida, mientras que sin él, cualquier grado de bienestar se rebaja hasta adquirir una palidez mortal. Y esto, que es tan evidente cuando tratamos de las personas, también lo es cuando tratamos de la sociedad, que ha sido definida como “un conjunto de hombres unidos por estar de acuerdo acerca de las cosas que aman”.

Que no jueguen a Ingeniería Social con la familia. La inmensa mayoría de los hombres de todas las épocas desean nacer, crecer, vivir y morir en el seno de una familia, rodeado del afecto de sus seres queridos. La familia es el lugar natural para alcanzar la felicidad.

No es función del Estado rivalizar con la familia. La función del Estado es crear las condiciones para la paz social; es defender la verdad y la justicia: si no defiende la verdad y la justicia, ¿qué diferencia al Estado –pongamos por caso, al noruego-, qué lo diferencia de una banda de delincuentes?

No, no le toca al Estado decidir el tipo de ciudadanos que quiere: somos los ciudadanos los que debemos decidir el tipo de Estado que queremos. No somos nosotros los servidores del Estado: es el Estado el que es nuestro servidor, y tenemos que pedirle que nos haga carreteras y hospitales, no que nos forme la conciencia.

jueves, 10 de julio de 2014

NATURALEZA Y CULTURA



Es moneda corriente considerar al conocimiento científico fruto de la observación y de la experimentación. Pero olvidamos con ello el papel decisivo que juega el punto de partida: la posición intelectual del observador. No fueron las feroces guerras del siglo XVII las que acabaron con las brujas en Alemania: fue su desaparición del imaginario popular.

Lo mismo ocurre ahora: son sus creencias, más que los hechos observados, lo que condiciona el trabajo del investigador. En Noruega, país señalado como cabeza del movimiento por la igualdad entre hombres y mujeres, el Gobierno ha retirado la subvención anual de 56 millones de euros a la Investigación de Género. Todo empezó cuando Camilla Schreiner, estudiando la situación de los adolescentes en 20 países diferentes, observó que cuanto más adelantado era el país menos se interesaban las chicas por las profesiones técnicas. El sociólogo Harald Eia entró al trapo, y confirmó una tendencia que lleva a las chicas a preferir profesiones en las que se relacionan con la gente, y a los chicos, a inclinarse por las ramas técnicas. Naturalmente, hay solapamientos, pero la diferencia es estadísticamente significativa.

Eso no ha gustado a los “investigadores de género” Jørgen Lorentzen, del Centro Interdisciplinario de Investigación de Género de la Universidad de Oslo, y Cathrine Egeland, del Instituto de Investigación Laboral, que creen que todo es debido a la influencia social sobre los niños, y aseguran que si desapareciese esa influencia los interesas de uno y otro sexo serían semejantes.

Eia ha acudido entonces a Richard Lippa, profesor de Psicología de la Universidad Estatal de California. Lippa ha encuestado a 200000 adolescentes en 53 países, y en todos ellos ha encontrado la misma tendencia en cuanto a preferencias laborales –habla de preferencia, del gusto personal: naturalmente, en los países pobres lo importante es encontrar trabajo, y si el trabajo es la ingeniería o la informática, por ahí va a ir la profesión elegida-: el varón se inclina por la técnica y la mujer por el trato personal. A Lippa le parece que la biología podría tener algo que ver con eso.

Pero no tiene pruebas, y sin pruebas no hay conocimiento científico serio. De modo que Eia ha recurrido a Trond Diseth, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Oslo. Diseth ha estudiado el comportamiento de bebés de 9 meses ante diferentes juguetes: 4 “femeninos”, 4 “masculinos” y 2 “neutros”, y ha llegado a conclusiones que justifican esos calificativos para los juguetes. A su juicio, nacemos con una clara predisposición biológica, que, luego, la influencia socio-cultural favorece o dificulta.

¿Es posible que a los 9 meses ya sufran esa influencia? El siguiente paso ha sido Simon Baron-Cohen, profesor de Psiquiatría del Trinity College, en Cambridge. Ha observado a bebés de sólo un día de edad, y ha comprobado que los niños se quedan más tiempo mirando “cosas”, y las niñas, mirando “caras”. Pero ha ido más lejos: ha medido los niveles de testosterona intraútero y ha observado que cuanto mayores han sido esos niveles menos contacto visual establecen, más tardan en desarrollar el lenguaje y más preferencia muestran por juguetes mecánicos. Y cuando ha vuelto sobre ellos a los 8 años de edad ha comprobado mayor dificultad para empatizar con los demás, y mayor interés por conocer el funcionamiento de las cosas en los que se desarrollaron con altos niveles de testosterona.

Aunque estos trabajos sugieren que algo tiene que ver la biología en las preferencias estudiadas, para Egeland sólo significan que uno encuentra lo que anda buscando, y rechaza la idea de que la biología tenga ahí ningún papel. Pero reconoce que no tiene pruebas de ello, que es sólo un punto de vista teórico, y cree que las Ciencias Sociales deberían dirimir esa cuestión. Lorentzen va más allá: aunque admite que él niega esa influencia biológica “por hipótesis", considera que quienes no comparten su punto de partida "están frenéticamente interesados en probar una influencia biológica", y los califica de “investigadores mediocres”.

¿De verdad "le corresponde a las Ciencias Sociales dirimir la cuestión"? ¿No debería ser la Biología la que concluya si existen o no influencias biológicas? Podría ser que Egeland y Lorentzen estuvieran en lo cierto, pero habría que llegar a esa conclusión, no puede ser ése el punto de partida. Y ni una ni otro presentan pruebas de lo que dicen –ni siquiera indicios-, de modo que uno se queda con la impresión de que “están frenéticamente interesados” en descartar cualquier tipo de influencia de la biología. Al fin y al cabo, los trabajos que ellos desprecian no afirman que todo es biología, simplemente dicen: “No nos olvidemos de la biología”. 

Sí, no nos olvidemos de la biología: no nos olvidemos de que, en el embrión, el cromosoma Y se pone en marcha antes que el X, y el cerebro masculino empieza a formarse imbuido en un ambiente hormonal rico en testosterona desde fases muy precoces de su desarrollo, mientras que el cerebro femenino no recibe influjo hormonal hasta más tarde, y carece de las altas concentraciones de testosterona: no parece razonable empecinarse en que genéticas diferentes en ambientes diferentes den resultados idénticos. 

En el Centro Interdisciplinario de Investigación de Género sí lo parecía, y partieron ya de la conclusión: nada es biología. Un atajo que les va a costar 56 millones de euros anuales.