Es moneda
corriente considerar al conocimiento científico fruto de la observación y de la
experimentación. Pero olvidamos con ello el papel decisivo que juega el punto
de partida: la posición intelectual del observador. No fueron las feroces
guerras del siglo XVII las que acabaron con las brujas en Alemania: fue su
desaparición del imaginario popular.
Lo mismo
ocurre ahora: son sus creencias, más que los hechos observados, lo que condiciona
el trabajo del investigador. En Noruega, país señalado como cabeza del
movimiento por la igualdad entre hombres y mujeres, el Gobierno ha retirado la
subvención anual de 56 millones de euros a la Investigación de
Género. Todo empezó cuando Camilla Schreiner, estudiando la situación de los
adolescentes en 20 países diferentes, observó que cuanto más adelantado era el
país menos se interesaban las chicas por las profesiones técnicas. El sociólogo
Harald Eia entró al trapo, y confirmó una tendencia que lleva a las chicas a
preferir profesiones en las que se relacionan con la gente, y a los chicos, a
inclinarse por las ramas técnicas. Naturalmente, hay solapamientos, pero la
diferencia es estadísticamente significativa.
Eso no ha
gustado a los “investigadores de género” Jørgen Lorentzen, del Centro
Interdisciplinario de Investigación de Género de la Universidad de Oslo, y
Cathrine Egeland, del Instituto de Investigación Laboral, que creen que todo es
debido a la influencia social sobre los niños, y aseguran que si desapareciese
esa influencia los interesas de uno y otro sexo serían semejantes.
Eia ha acudido
entonces a Richard Lippa, profesor de Psicología de la Universidad Estatal
de California. Lippa ha encuestado a 200000 adolescentes en 53 países, y en
todos ellos ha encontrado la misma tendencia en cuanto a preferencias laborales
–habla de preferencia, del gusto personal: naturalmente, en los países pobres
lo importante es encontrar trabajo, y si el trabajo es la ingeniería o la
informática, por ahí va a ir la profesión elegida-: el varón se inclina por la
técnica y la mujer por el trato personal. A Lippa le parece que la biología
podría tener algo que ver con eso.
Pero no tiene
pruebas, y sin pruebas no hay conocimiento científico serio. De modo que Eia ha
recurrido a Trond Diseth, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Oslo.
Diseth ha estudiado el comportamiento de bebés de 9 meses ante diferentes
juguetes: 4 “femeninos”, 4 “masculinos” y 2 “neutros”, y ha llegado a
conclusiones que justifican esos calificativos para los juguetes. A su juicio,
nacemos con una clara predisposición biológica, que, luego, la influencia
socio-cultural favorece o dificulta.
¿Es posible
que a los 9 meses ya sufran esa influencia? El siguiente paso ha sido Simon
Baron-Cohen, profesor de Psiquiatría del Trinity College, en Cambridge. Ha
observado a bebés de sólo un día de edad, y ha comprobado que los niños se
quedan más tiempo mirando “cosas”, y las niñas, mirando “caras”. Pero ha ido
más lejos: ha medido los niveles de testosterona intraútero y ha observado que
cuanto mayores han sido esos niveles menos contacto visual establecen, más
tardan en desarrollar el lenguaje y más preferencia muestran por juguetes
mecánicos. Y cuando ha vuelto sobre ellos a los 8 años de edad ha comprobado
mayor dificultad para empatizar con los demás, y mayor interés por conocer el
funcionamiento de las cosas en los que se desarrollaron con altos niveles de
testosterona.
Aunque estos
trabajos sugieren que algo tiene que ver la biología en las preferencias
estudiadas, para Egeland sólo significan que uno encuentra lo que anda
buscando, y rechaza la idea de que la biología tenga ahí ningún papel. Pero
reconoce que no tiene pruebas de ello, que es sólo un punto de vista teórico, y
cree que las Ciencias Sociales deberían dirimir
esa cuestión. Lorentzen va más allá: aunque admite que él niega esa influencia
biológica “por hipótesis", considera que quienes no comparten su punto de
partida "están frenéticamente interesados en probar una influencia
biológica", y los califica de “investigadores mediocres”.
¿De verdad
"le corresponde a las Ciencias Sociales dirimir la cuestión"? ¿No
debería ser la Biología
la que concluya si existen o no influencias biológicas? Podría ser que Egeland y
Lorentzen estuvieran en lo cierto, pero habría que llegar a esa conclusión, no
puede ser ése el punto de partida. Y ni una ni otro presentan pruebas de lo que
dicen –ni siquiera indicios-, de modo que uno se queda con la impresión de que
“están frenéticamente interesados” en descartar cualquier tipo de influencia de
la biología. Al fin y al cabo, los trabajos que ellos desprecian no afirman que
todo es biología, simplemente dicen: “No nos olvidemos de la biología”.
Sí, no nos
olvidemos de la biología: no nos olvidemos de que, en el embrión, el cromosoma
Y se pone en marcha antes que el X, y el cerebro masculino empieza a formarse
imbuido en un ambiente hormonal rico en testosterona desde fases muy precoces
de su desarrollo, mientras que el cerebro femenino no recibe influjo hormonal
hasta más tarde, y carece de las altas concentraciones de testosterona: no
parece razonable empecinarse en que genéticas diferentes en ambientes
diferentes den resultados idénticos.
En el Centro
Interdisciplinario de Investigación de Género sí lo parecía, y partieron ya de
la conclusión: nada es biología. Un atajo que les va a costar 56 millones
de euros anuales.