sábado, 18 de mayo de 2019

GUADALUPE ORTIZ DE LANDÁZURI


Un amigo mío se refiere a ella como “mi seño”, porque fue su profesora de Química en el instituto, en Madrid.  La recuerda personalmente, y yo me pregunto qué será tener recuerdos personales de alguien que ha sido elevado a los altares. Recordar su presencia, su actitud, su aspecto, su palabra, sus gestos, su voz. Una profesora normal, una vida corriente. Sin rarezas, sin excentricidades, una más entre todos. Pero hoy, la Iglesia Católica la ha elevado a los altares. Mi amigo es testigo de que su santidad fue una santidad “de andar por casa”, sin relumbrones, sin aureolas, una vida ordinaria, como la tuya, como la mía. Una mujer corriente, con una vida corriente, se ha hecho santa a base de cosas corrientes. Pero hechas con amor. Con afán de servir a los demás y de amar a Dios, de servir a los demás por amor a Dios.

Por amor a Dios. ¡Qué cosa más fácil! ¡Y qué cosa más difícil! Nos empeñamos en hacer, y movernos, y figurar, y brillar, y resulta que lo único que hay que hacer es amar a Dios y procurar no impedirle hacer su “trabajo” en nosotros. Dejarle sitio.  Ella supo hacerle sitio y secundar su Voluntad. Con imperfecciones, claro, con faltas y rectificaciones, con caídas: con vencimientos sobre sí misma, con luchas contra la soberbia, contra la pereza, contra la ira, contra lo que siempre se cruza en nuestro camino hacia Él. En “Letras a un santo” (https://multimedia.opusdei.org/pdf/es/letras-a-un-santo.pdf), que recoge fragmentos de sus cartas a san Josemaría, asistimos a su lucha cotidiana por dar gusto a Dios. Sin agobios, sin aspavientos, con sencillez:

Para luchar con otro estilo de cosas, para vencerme en la pereza, para ser mortificada, para estar siempre alegre y tener tensión, procuro no pensar nunca en las cosas que me cuestan […] teniendo así una presencia de Dios no sensible, sino de empuje, serviam: “Hale… a ver si lo hago”, y sin sentirme nunca ni víctima ni desgraciada. Procuro también no tener miedo a nada: todo lo que le pasa a alguien, pienso que me puede pasar a mí y reacciono; así, si me ocurre, ya estaba preparada. Si hago una cosa pienso que puede estar mal, y, así, si me corrigen, como ya lo esperaba, me da hasta alegría. Hasta el dolor físico estoy siempre dispuesta a tenerlo (aunque tengo una salud buenísima) y así cuando me duele algo lo recibo como algo que esperaba, y contenta. No sé si se lo estoy diciendo bien, como verá usted, mi lucha interior, por ser yo muy simple, es francamente fácil.
Mis dos pegas fundamentales son: no poner todo el esfuerzo de que soy capaz para cumplir las normas del plan de vida. No pongo esfuerzo en la oración, en la Misa y en la Comunión la mayor parte de las veces. […] Y la otra pega es no haberme esforzado en que mis hermanas adelanten, tengan vida interior, etc.”

Sabía que sólo somos unos niños pequeños, verdaderamente incapaces de hacer gran cosa. Pero también sabía que Él asiste, enternecido, a nuestro esfuerzo, y que ve, después de las caídas, nuestra insistencia en levantarnos y volver a la brega. Y a Dios, como les pasa a todos los padres que ven a su hijo, débil e incapaz, empeñarse en agradarlos,  se le cae la baba al contemplarnos. No somos capaces de hacer gran cosa, es verdad, pero somos capaces de emocionar a Dios y de hacer que se le caiga la baba con nosotros. “¡Ése es mi hijo!”, dice. Y se derrite, y vuelca su amor sobre nosotros. 

La Iglesia nos propone hoy a Guadalupe Ortiz de Landázuri, profesora de Química, como ejemplo de lo que es una vida cristiana, común y corriente, y, sin embargo, santa. Común y corriente en toda la extensión de la palabra, y santa en toda la extensión de la palabra. Santa canonizable, santa de altar.

Dios ha abierto caminos divinos en la tierra. 




lunes, 13 de mayo de 2019

DAR DE SÍ

A Jim Galbally, con quien siempre aprendo cosas nuevas

La evolución de las especies es asunto que tiene poco debate en los días que corren. Todo el mundo -todo el mundo con opinión fundamentada- acepta que las especies actuales proceden de otras anteriores por divergencia, y que si retrocediéramos lo bastante en el tiempo -pongamos, 4000 millones de años- llegaríamos a un hipotético antepasado común de todos los seres vivos actuales: animales y plantas, hongos y bacterias.

Como es obvio, la condición previa es la reproducción de los seres vivos, de modo que cualquier cosa que impida esa reproducción impide también la evolución. No hay manual introductorio en la materia que no recuerde, por ejemplo, que la Revolución Industrial, que impregnó de hollín las corteza de los abedules, promovió en la mariposa de los abedules (Biston betularia) el predominio de ejemplares de alas grises, sobre los de alas pardas, que eran los habituales hasta entonces. O el de la liebre ártica, cuyo pelaje pardo se vuelve blanco durante los meses en los que el paisaje está cubierto de nieve. En ambos casos el cambio de color significa mayor posibilidad de pasar desapercibido a los ojos de los predadores, y, por lo tanto, de llegar a reproducirse.

Lo que ya no concita tanto acuerdo es cómo surge ese color tan ventajoso. ¿Estaba ya ahí? ¿Irrumpe repentinamente? La revista Journal of Evolutionary Biology acaba de publicar un artículo que puede aportar algo de luz en este asunto. Se refiere a los espermatozoides del pez cebra. Nadie negará que, para todo lo referido a cuestiones de reproducción, los espermatozoides tienen una importancia tal que el colorido, a su lado, se reduce a simple vanidad. Pues bien, el trabajo al que me refiero asegura que cuando el pez cebra macho nada feliz y relajado entre las hembras no considera necesario esmerarse en la producción de su semen. Pero cuando las circunstancias cambian, cuando en el mismo espacio aparecen más machos y la cosa se pone seria, el pez cebra procura producir espermatozoides más hidrodinámicos, más resistentes a la presión osmótica del agua, con un aparato propulsor más enérgico; en resumen: más eficaces en su misión reproductiva. 

Y, -¡qué curioso!- pocas semanas después ha publicado The Economist  un artículo titulado “Todo está en la mente” que nos viene a decir lo mismo, pero de otra forma. Describe un experimento realizado con jugadores de golf, que ante la supuesta menor dificultad de un recorrido reaccionan terminándolo en menos golpes de los que les costaba cuando pensaban que los hoyos eran más difíciles. “Intelectus apretatus discurren que rabian”, decíamos cuando jugábamos a hablar latín.

Venimos a lo mismo: cuando la cosa se ponen fea aparecen salidas donde no había ninguna. A estas alturas venimos a descubrir que la realidad, para decirlo coloquialmente, “da de sí”, algo que ya nos contaba, hace tantos años, Xavier Zubiri (entre paréntesis: su libro “La estructura dinámica de la realidad” es una de las obras más conmovedoras de la filosofía española del siglo XX).

 Digo que, finalmente, las ciencias experimentales y las ciencias humanas convergen en esta conclusión: la dificultad es creativa, da a luz nuevas posibilidades, enriquece la realidad. Conviene decirlo bien alto, para que lo oigan nuestros pedagogos y legisladores: el hombre siempre está llamado a más, a ser más, a ser mejor. No hacemos ningún favor a nadie envolviéndolo en algodones: es el modo más seguro de impedir su desarrollo. Sólo la lucha contra la adversidad nos permitirá obtener lo mejor de nosotros. O, como nos enseñaban en los rudimentos de Biología, "la función crea el órgano".