miércoles, 22 de septiembre de 2010

OBAMA, DEJA YA DE JODER CON LA PELOTA

Los líderes mundiales se reúnen estos días en la sede central de la ONU para revisar los Objetivos de Desarrollo del Milenio para 2015 que fueron acordados hace diez años. Incluyen diversas facetas, desde la erradicación del hambre hasta la creación de una asociación mundial para el desarrollo. Y como es natural, unos son más asequibles que otros. Está claro que el hambre no se va a borrar de la tierra en este tiempo, pero mejorar la salud de la población mundial debería ser más fácil.

Pues tampoco. Pese a que Mark Malloch Brown, Jefe de Gabinete del entonces Secretario General, Kofi Annan, manifestó en 2005 que no se podía considerar el aborto como parte de la salud reproductiva, la Secretaria de Estado de Obama, la señora Clinton, ha dicho ahora que considera que el aborto es una parte de la salud materna (no se ha atrevido a considerarlo un instrumento para reducir la mortalidad infantil, todavía). Y como el aborto es algo prohibido o restringido por la ley en 125 de los 192 estados miembros de la ONU, esas imprudentes manifestaciones comprometen ahora la concesión de los fondos requeridos. El Primer ministro del Canadá, Stephen Harper, ha expresado el parecer de muchos otros dirigentes: "Queremos asegurarnos de que nuestros fondos se utilizan para salvar las vidas de mujeres y niños y no para dividir a la población canadiense".

El aborto es, por definición, mortalidad infantil, y se dirige directamente contra el Cuarto Objetivo: “reducir en dos terceras partes la mortalidad de niños menores de cinco años”. Se requieren para ello muchas actuaciones: no sólo prevención y tratamiento de las enfermedades, sino, principalmente, mayor acceso de la población (de los niños y de sus madres) a alimentos, a agua potable, a vacunaciones, a tratamientos de rehidratación, a antibióticos,…en fin, a cuidados elementales de la salud antes y después del nacimiento: la salud del niño comienza en el útero.

Podría haber alguien con una resistencia tal a contemplar el mundo con sus propios ojos que haya llegado a creer que matando fetos se salvan vidas infantiles. Pero es más sorprendente que se pueda creer en la contribución del aborto a la salud de la mujer, que es justamente el Quinto Objetivo del Milenio, “reducir en tres cuartas partes la mortalidad materna”. No acierto a comprender cómo ha llegado a esa conclusión la Secretaria de Estado de Obama, a la que debemos suponer acceso a información documentada y contrastada. Porque se sabe desde hace mucho tiempo que las vidas de las mujeres de las regiones más desfavorecidas del planeta se salvan con asistencia especializada durante el parto, con tratamientos para detener las hemorragias, con acceso a transfusiones seguras y a antibióticos,… es decir, precisamente combatiendo situaciones que se multiplican a consecuencia del aborto.

Da la impresión de que la señora Clinton se deja llevar por consignas ideológicas ajenas a la realidad. No hay nada más peligroso cuando se trata de políticos con poder, como es el caso. Y habrá que hacer algo, porque contaminar el progreso con el aborto acaba haciendo que nos quedemos sin progreso, como dan a entender las palabras del Primer Ministro canadiense.

No, no hay que meter el aborto en estas lides. Lo que hay que hacer es decirle a Obama y a su Secretaria de Estado que el objetivo de esta Cumbre debería ser que el mundo esté libre de aborto, no aborto libre para todo el mundo.

domingo, 5 de septiembre de 2010

¡SEA HAWKING! Y HUBO OSCURIDAD...

El profesor Stephen Hawking saca ahora un nuevo libro en el que, según avanza el diario The Times, niega la existencia de Dios por considerarla una hipótesis científicamente inaceptable. El profesor de Astrofísica más conocido en el mundo –ninguno de los profanos en la materia ignoramos su nombre, ni conocemos el de ninguno de sus colegas- se apoya en sus enormes conocimientos de ciencia, y en su renombre mundial, para hacer pública una primicia: la Física puede demostrar que Dios no existe. Y, abochornados por el peso de su prestigio, el público enmudece admirado y se dispone a rectificar su paradigma. Parece como si Hawking nos repitiese la pregunta que un día formuló Marx (en este caso, Groucho): -“¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos?”

Porque no es algo evidente que Dios sea objeto de la Física. Todas las ciencias son construcciones parciales del hombre para entender la realidad. Pero son parciales: los criterios de la Biología, por ejemplo, no son válidos fuera del ámbito de la Biología: por eso, mientras los físicos nos dicen que el desorden aumenta incesantemente (aumento de la entropía), los biólogos afirman que lo que aumenta incesantemente es el orden (evolución de las especies).

No, ni la Física, ni ninguna otra ciencia, puede demostrar que Dios no existe, como tampoco puede demostrar que sí existe. Pero eso no es un defecto de la ciencia, sino simplemente la consecuencia del hecho de que Dios no es un dato empírico. No es el método científico mismo, sino la fe en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está reñido con la fe en Dios. Las ciencias son niveles importantes en una jerarquía ordenada de explicaciones de la realidad. Pero las ciencias, todas las ciencias, dejan fuera de sus teorías, hipótesis y modelos una buena porción de lo que existe en el mundo, y no están en condiciones de ofrecer explicaciones últimas.

A cambio de una entrada para ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los lectores de Hawking se comprometen a no preguntar sobre el sentido de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a través de lentes que filtran los colores que no interesa que vean, y han de prestar atención a las partes, procesos y mecanismos componentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera, pero no al “todo” que componen.

La mejor manera de entender la fe es como respuesta a preguntas límite, no como soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola. La fe, como la ciencia, tiene que ver con lo que realmente ocurre en el universo, pero abre una dimensión de la realidad que no puede sino pasar desapercibida para la investigación científica.

Supongamos que tengo al fuego un cazo con agua hirviendo y alguien me pregunta por qué está hirviendo el agua. Puedo contestar que el agua hierve porque sus moléculas escapan a medida que se calienta el cazo. Es una explicación perfecta, pero no excluye otras. También puedo contestar que está hirviendo porque he encendido el fuego: otra explicación aceptable, pero que también permite seguir profundizando. En tercer lugar, puedo decir que está hirviendo porque quería hacerme un té… No tendría sentido decir que el agua hierve por la actividad molecular más que por mi deseo de tomar té, ni porque deseo tomar té más que porque he encendido el fuego

Razonando así, el profesor Hawking se esfuerza en negar su propia afirmación, y se expone a que actuemos en consecuencia. Cuando le vemos comunicarse a través de la voz metálica de un ordenador sentimos la tentación de decirle:

-Ese sonido que oigo procede de una máquina: sé cómo se produce y cómo se transmite. Hasta puedo expresarlo en términos matemáticos… Me temo, querido maestro, que tu existencia ya es sólo una hipótesis. Más aún: creo que no existes.

jueves, 2 de septiembre de 2010

MUNDO OCCIDENTAL Y MUNDO ISLÁMICO

La construcción en la Zona Cero de una mezquita genera una viva polémica, Gadafi augura un futuro en el que el Islam será la religión de Europa, el Partido Renacimiento y Unión de España aspira a implantarse entre nosotros guiándose por los principios rectores del Islam... Nadie puede negar que el asunto de las relaciones entre el mundo occidental y el mundo islámico requiere nuestra atención, pero inquieta la irresponsable despreocupación de algunas declaraciones a las que tenemos que asistir últimamente.
De entrada llama la atención en este planteamiento la falta de simetría: lo propio sería hablar de mundo cristiano y mundo islámico, porque no podemos poner en duda la consistencia medular cristiana de Europa sin exponernos al bochorno. Pero Europa hace dejación de su raíz cristiana mientras en los países islámicos se produce la situación contraria: hay grupos que no consienten que se ponga en duda su condición religiosa. Esta deformación de la realidad es uno de los factores que enturbia las relaciones.
Pero hay otros. El más poderoso es la ignorancia de la Historia, que tiende a interpretar lo nuevo en vista de lo viejo conocido. En esta cuestión éste es un factor decisivo, porque un vistazo detenido nos enseña que las diferencias entre esos dos mundos son más que superficiales. Y si no se conoce la historia es imposible saber a qué atenerse.
Para empezar, el árabe propiamente dicho es, estrictamente, la lengua en la que está escrito el Corán, la única que consideran adecuada para que el hombre se dirija a Dios. Por eso ha habido durante siglos una resistencia heroica a traducir el Corán a otras lenguas, y por eso la difusión del Islam ha conllevado la difusión de la lengua árabe, la arabización de los pueblos. Éste es el origen del concepto de "nación árabe", que no deja de ser algo irreal: no podemos olvidar que sólo una mínima parte de los musulmanes es árabe (piénsese en Turquía, Albania, la Unión Soviética, Irán, Afganistán, Pakistán, Bangladesh, la India, Indonesia, la China, el África negra,...) E incluso en los propios países árabes la arabización es muy heterogénea, en función de su composición étnica, su desarrollo técnico o la fecha de islamización. No hay más que ver todo lo que separa a Egipto de Arabia Saudí, o la misma Arabia Saudí de Siria, o de los países del Magreb. Y ni siquiera es un mundo bien avenido: desde las turbulencias entre Damasco y Bagdad, pasando por los reinos de Taifas de al-Ándalus, a las invasiones, a partir del siglo XI, de los reinos musulmanes de la península ibérica por otros musulmanes llegados del norte de África (almorávides, almohades, benimerines), por no hablar del hostil recibimiento que encontraron los que cruzaron el estrecho tras la caída del reino de Granada, hasta los enfrentamientos en nuestro tiempo: el Líbano, la guerra de Irán e Irak, o de Irak y Kuwait (en la que, por cierto, los países musulmanes se alinearon en uno u otro bando de una guerra que enfrentó a dos países árabes).
Hasta aquí lo que se refiere a la homogeneidad del mundo musulmán. Vamos ahora con sus relaciones con Occidente. La invasión musulmana del sur del Mediterráneo tuvo como consecuencia, en las tierras del norte, una resistencia activa a la islamización, es decir, a dejar de ser cristianas (especialmente evidente en nuestra península y en Constantinopla, en el otro extremo del Mediterráneo). Desde entonces estas dos formas de vida, Islam y Cristiandad, se afirman recíprocamente de forma polémica, "frente" al otro, por contraste con el otro.
Pero no es asunto casual, ni cuestión puramente política, sino que en el fondo subyacen dos antropologías de carácter contrario: el Islam es, en cierto sentido, un retroceso hacia el monoteísmo que no acepta el giro cristiano de Dios encarnado, y una negación de la herencia griega que establece una relación mutua, pero en esferas separadas, entre razón y religión. Y mientras el cristianismo va asentando y fundamentando la autonomía de la razón, culminada ya en el siglo XII, en el Islam no se puede proponer algo análogo sin atentar contra su propio meollo. De modo que, cuando a partir del s. XII, y, sobre todo, del XV, surgen el pensamiento científico y el incomparable desarrollo de la técnica, y se descubren enormes territorios a merced del mundo occidental, se rompen el equilibrio dinámico entre los dos bloques.
Occidente continúa su desarrollo hacia adelante, y descubre los "derechos fundamentales", que derivan de la propia naturaleza humana. Son, por eso, "universalizables", y, en esa medida, también los países musulmanes han ido adoptando los sistemas jurídicos europeos. Pero en donde el Islam supone el centro de la organización política (Arabia Saudí, Irán,...) esos sistemas jurídicos se perciben como sistemas “sin Dios” que atentan contra la fe, y, por lo tanto, contra la propia existencia del Estado; se perciben como algo "ajeno", y, efectivamente, lo son.
Resumiendo: Occidente ha venido ensayando incesantemente, ya desde Grecia, nuevas formas de convivencia, de conocimiento, de comportamiento ante el mundo y ante el "otro". Mientras tanto, el Islam ha permanecido, con pocas y breves excepciones, afincado en formas, estilos y actitudes (políticas, morales, culturales,...) que perduran sin apenas variación a lo largo de los siglos. Tenemos ante los ojos la Europa que pudo ser: el norte de África y Oriente Próximo eran territorios de larga tradición y cultura latina y cristiana, pero aceptaron con mínima resistencia la nueva religión, y las consecuencias duran hasta hoy. 
No es fácil convencerse de la posibilidad de mantener la forma de vida europea bajo gobiernos de inspiración islámica si de veras queremos acercarnos a la realidad que representan. El “Renacimiento y Unión de España” parece algo deseable, pero si el precio ha de ser renunciar al fruto de siglos de esfuerzo por conocer y mejorar la realidad, entonces es un precio que no podemos pagar. A nadie le interesaría. Basta comprobar que la creciente emigración entre esos dos mundos se produce exclusivamente en una dirección. ¿Por qué querrían transformar el mundo en el que han elegido vivir en algo semejante a lo que rechazaron al venir a nosotros? ¿Qué sentido tendría esa impertinencia, ese abuso de hospitalidad?
Es necesario instaurar una relación cordial, pero inteligente y enérgica, ante el mundo árabe y, en general, islámico. En primer lugar, porque es un mundo de gran amplitud, con el que hay que contar, y, en segundo lugar, porque es fuente de problemas y peligros, y, porque tenemos la vocación de atender a su prosperidad (y de evitar sus errores). Pero es también un mundo complejo, y no podemos reaccionar ante él de forma mecánica, abstracta, como reaccionando ante un nombre: debemos tener en cuenta esa complejidad y atender a la realidad concreta de que se trate: confundir dos realidades diferentes simplemente porque les damos el mismo nombre puede traer las más peligrosas consecuencias.
No tiene sentido mostrar hostilidad hacia el mundo islámico. Pero no podemos caer en la vieja falacia de rechazar la violencia “venga de donde venga”, cuya única virtud es favorecer al que da primero: no merecen el mismo trato la violencia del agresor y la reacción del agredido. Por eso, inmediatamente después de afirmar que no tiene sentido mostrar hostilidad, hay que añadir: a menos que la ejerzan contra nosotros. Porque sería mucho pedir -y sería pedir una estupidez- que nos fuera indiferente su actitud ante lo que somos. El odio a Occidente, su difamación, los esfuerzos dirigidos a eliminarlo, no deben ser tolerados, menos aún alentados o recompensados.