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lunes, 13 de mayo de 2019

DAR DE SÍ

A Jim Galbally, con quien siempre aprendo cosas nuevas

La evolución de las especies es asunto que tiene poco debate en los días que corren. Todo el mundo -todo el mundo con opinión fundamentada- acepta que las especies actuales proceden de otras anteriores por divergencia, y que si retrocediéramos lo bastante en el tiempo -pongamos, 4000 millones de años- llegaríamos a un hipotético antepasado común de todos los seres vivos actuales: animales y plantas, hongos y bacterias.

Como es obvio, la condición previa es la reproducción de los seres vivos, de modo que cualquier cosa que impida esa reproducción impide también la evolución. No hay manual introductorio en la materia que no recuerde, por ejemplo, que la Revolución Industrial, que impregnó de hollín las corteza de los abedules, promovió en la mariposa de los abedules (Biston betularia) el predominio de ejemplares de alas grises, sobre los de alas pardas, que eran los habituales hasta entonces. O el de la liebre ártica, cuyo pelaje pardo se vuelve blanco durante los meses en los que el paisaje está cubierto de nieve. En ambos casos el cambio de color significa mayor posibilidad de pasar desapercibido a los ojos de los predadores, y, por lo tanto, de llegar a reproducirse.

Lo que ya no concita tanto acuerdo es cómo surge ese color tan ventajoso. ¿Estaba ya ahí? ¿Irrumpe repentinamente? La revista Journal of Evolutionary Biology acaba de publicar un artículo que puede aportar algo de luz en este asunto. Se refiere a los espermatozoides del pez cebra. Nadie negará que, para todo lo referido a cuestiones de reproducción, los espermatozoides tienen una importancia tal que el colorido, a su lado, se reduce a simple vanidad. Pues bien, el trabajo al que me refiero asegura que cuando el pez cebra macho nada feliz y relajado entre las hembras no considera necesario esmerarse en la producción de su semen. Pero cuando las circunstancias cambian, cuando en el mismo espacio aparecen más machos y la cosa se pone seria, el pez cebra procura producir espermatozoides más hidrodinámicos, más resistentes a la presión osmótica del agua, con un aparato propulsor más enérgico; en resumen: más eficaces en su misión reproductiva. 

Y, -¡qué curioso!- pocas semanas después ha publicado The Economist  un artículo titulado “Todo está en la mente” que nos viene a decir lo mismo, pero de otra forma. Describe un experimento realizado con jugadores de golf, que ante la supuesta menor dificultad de un recorrido reaccionan terminándolo en menos golpes de los que les costaba cuando pensaban que los hoyos eran más difíciles. “Intelectus apretatus discurren que rabian”, decíamos cuando jugábamos a hablar latín.

Venimos a lo mismo: cuando la cosa se ponen fea aparecen salidas donde no había ninguna. A estas alturas venimos a descubrir que la realidad, para decirlo coloquialmente, “da de sí”, algo que ya nos contaba, hace tantos años, Xavier Zubiri (entre paréntesis: su libro “La estructura dinámica de la realidad” es una de las obras más conmovedoras de la filosofía española del siglo XX).

 Digo que, finalmente, las ciencias experimentales y las ciencias humanas convergen en esta conclusión: la dificultad es creativa, da a luz nuevas posibilidades, enriquece la realidad. Conviene decirlo bien alto, para que lo oigan nuestros pedagogos y legisladores: el hombre siempre está llamado a más, a ser más, a ser mejor. No hacemos ningún favor a nadie envolviéndolo en algodones: es el modo más seguro de impedir su desarrollo. Sólo la lucha contra la adversidad nos permitirá obtener lo mejor de nosotros. O, como nos enseñaban en los rudimentos de Biología, "la función crea el órgano". 

jueves, 15 de noviembre de 2018

EL TIEMPO, QUE NI VUELVE NI TROPIEZA



Emile Ratelband, un holandés ya talludito, se ha dirigido a los tribunales para reclamar que le devuelvan veinte años de su vida que ya se ha gastado: ha cumplido 69 pero se siente como un hombre de 49 -a todo tirar- atrapado en un cuerpo que no es el suyo. Bueno, en un cuerpo, y en unas condiciones financieras, y laborales, y de salud, que no son las suyas. Pero lo fueron, y quiere que vuelvan a serlo. Aspira a que el tiempo, para su caso particular, se detenga y dé media vuelta antes de seguir avanzando. Quiere volver a firmar una hipoteca a 30 años, comenzar una carrera profesional cargada de futuro, vivir la juventud, y madurar y envejecer -¡ahora sí, por fin!- con el amor de su vida. 

No se puede negar que Emile tiene la virtud de nadar en la cresta de la ola. Nada hay más actual que el trans-ismo. Al fin y al cabo, si se puede escoger el sexo a voluntad, habrá pensado, ¿por qué razón no iba a poderse escoger la edad? Aunque, pensándolo bien, el trans-ismo, más que actual es permanente: tiene más años que la playa. Todos conocemos ejemplos de transplutarios, pobre gente adinerada atrapada en las condiciones sociales y económicas de la gente menesterosa. O transraciales, como Michael Jackson, un hombre blanco atrapado en el cuerpo de un hombre… blanco. O transetarios “avant la lettre” -¿o debería decir “après la lettre”?-, toda una legión de personas atrapadas en un cuerpo muchos años mayor que ellas, pero que no renuncian a cubrirlo con la indumentaria juvenil que su verdadera edad exige.

El “self-made-man” de los americanos ha quedado reducido a esto: el hombre hecho a sí mismo a partir de la quimera, que es otro nombre de la nada. Un castillo en el aire, una fantasía, una ficción. Lo que hacía temblar un día a Oscar Wilde (“¿Es posible que hayamos vivido nuestras vidas en un mundo de ensueño? ¡Qué triste sería!”) es, de repente, encumbrado a la cima de las aspiraciones para lograr vivir al margen de la realidad. Cada uno diseña su vida como quiere.

Sí, ya sé que es triste, pero, por mucho que nos empeñemos, no vamos a conseguir cambiar las cosas. Los ríos seguirán su camino cuesta abajo, el sol seguirá dirigiéndose al oeste y mañana todos llevaremos un día más a cuestas. Era bonito -y era enriquecedor- cuando aceptábamos pacíficamente el paso de los años: abandonábamos viejos planes y proyectábamos otros nuevos. Deseables, desde luego, pero, sobre todo, posibles. A eso se reduce la misma evolución, a ir adaptándose a los cambios de la realidad.

Emile Ratelband se empeña en negar la evolución y persigue una felicidad que ya no es suya. Aunque el paso del tiempo podría haberle servido para reorientar su proyecto, él prefiere anclarse en el pasado. Es mal sitio para vivir. “Hay que dejar el pasado en el pasado”, decía Pumba, o algo así. Que es lo mismo que decir: deja el pasado donde está, vive el presente y disponte a recibir el futuro, que es lo que nos llama con una fuerza irresistible. Y, puestos a inventarnos, inventemos quiénes vamos a ser. Pero para eso necesitamos saber a qué atenernos, conocer nuestras posibilidades, contar con la realidad.

El afán por conservarnos en el estadio juvenil nos priva del carácter argumental que la vida ha de tener, arranca de nuestro horizonte posibilidades reales que podrían enriquecernos y enriquecer a otros, y nos instala en la postura infantil del “quiero, y quiero”, que, si es estéril en la infancia, a la edad de Emile sólo puede traer frustración y resentimiento.

“Recoge mansamente el consejo de los años, renunciando graciosamente a las cosas de la juventud”, nos recomendaba el Max Ehrmann de “Desiderata”  hace ya casi cien años (1) . Nuestro Emile desoye ese consejo, pero se tiene a sí mismo en contra: el tiempo no va a volver atrás, sus arterias no van a desandar veinte años.

Y, lo que es peor, sospecho que el director de la oficina de su banco ya lo sabe.


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(1) Por si leyese esto alguien que aún no conociese ese poema, quiero dejarlo aquí para su provecho:

DESIDERATA

Anda plácidamente entre el ruido y la prisa, y recuerda que paz puede haber en el silencio. 

Vive en buenos términos con todas las personas, todo lo que puedas sin rendirte.

Di tu verdad tranquila y claramente, escucha a los demás, incluso al aburrido y al ignorante, ellos también tienen su historia.

Evita las personas ruidosas y agresivas sin vejaciones al espíritu.

Si te comparas con los demás puedes volverte vanidoso y amargo, porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú.

Disfruta de tus logros así como de tus planes.

Mantén el interés en tu propia carrera, aunque sea humilde: es una verdadera posesión en las cambiantes fortunas del tiempo.

Usa la precaución en tus negocios porque el mundo está lleno de trampas.

Pero no por ello te ciegues a la virtud que pueda existir; mucha gente lucha por altos ideales, y en todas partes la vida está llena de heroísmo.

Sé tu mismo. Especialmente no finjas afectos. Tampoco seas cínico respecto del amor, porque frente a toda aridez y desencanto el amor es perenne como la hierba.

Recoge mansamente el consejo de los años, renunciando graciosamente a las cosas de la juventud.

Nutre tu fuerza espiritual para que te proteja en la desgracia repentina, Pero no te angusties con fantasías. Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.

Junto con una sana disciplina, se amable contigo mismo. Tú eres una criatura del universo, no menos que los árboles y las estrellas; tú tienes derecho a estar aquí

Y te resulte evidente o no, sin duda el universo se desenvuelve como debe.

Por tanto, mantente en paz con Dios, de cualquier modo que lo concibas y cualesquiera que sean tus trabajos y aspiraciones, mantén en la ruidosa confusión paz con tu alma.

Con todas sus farsas, trabajo y sueños rotos, éste sigue siendo un mundo hermoso. Ten cuidado, esfuérzate en ser feliz.

sábado, 28 de julio de 2018

NADIE ES UNA ISLA






La revista World Archaeology ha publicado recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York, en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y 70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además, numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es paralela a la hominización.

Es verdad que la historia de la humanidad cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son ”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación, los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad: los negros, los esclavos, los siervos,…

Pero el desarrollo de la humanidad también se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad de sentenciar a una persona a muerte.

Sin embargo, ahora queremos dar esta misma facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma  atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.

Porque la que es digna es la persona, y la persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.

 Pero es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que acaben con su vida.

Por otra parte, si convertimos la sensibilidad personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.

Al Estado le corresponde defender la vida humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral, criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales, policía, ejército, tribunales,…

¿Y defender la vida contra la voluntad del propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.

En realidad, lo que sabían aquellos hombres de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway reprodujo en “Por quién doblan las campanas”  y con el que quiero terminar:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.” 


martes, 5 de junio de 2018

UNA APORTACIÓN AL DEBATE DE LA EUTANASIA


El debate sobre la eutanasia, en los medios de comunicación, se produce siempre en el contexto de la asistencia médica. Habría que preguntarse por qué. Por qué no se pide ayuda al bioquímico o al farmacéutico, que podrían disponer de más información sobre sustancias letales, por qué no se pide la ayuda del veterinario, que sin duda tiene más experiencia en la administración de inyecciones letales. Sin duda, su objeto es mitigar la indignación ética que produce espontáneamente la idea de procurar la muerte de una persona, “lavándola” con la imagen social del médico, vinculada a procurar el bien del enfermo. Pero la consecuencia final de esa vinculación del médico con la eutanasia puede no ser la deseada construcción de una buena imagen de la eutanasia, la consecuencia puede ser la destrucción de la buena imagen del médico. Es lo que sugiere la experiencia de Bélgica y de los Países Bajos: han recorrido ya toda la "pendiente resbaladiza"  que va desde la "eutanasia voluntaria" para casos de dolor invencible y enfermedad incurable, pasando por la "eutanasia no voluntaria" de aquellos enfermos inconscientes de los que “se supone” que pedirían la muerte si pudieran, hasta la "eutanasia involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta –la misma eutanasia que ya aplicaron los nacionalsocialistas alemanes en los años 40- y el resultado ha sido la quiebra de la necesaria confianza en el médico. En consecuencia, los enfermos graves que se lo pueden permitir cruzan la frontera para buscar asistencia sanitaria en otros países.

¿Qué pensar de la “eutanasia voluntaria”? ¿No es precisamente la aparición de ese deseo el síntoma, por ejemplo, de una depresión? Una persona en tales circunstancias posiblemente satisfará todas las condiciones restrictivas para tener derecho a la eutanasia activa: la persistencia del deseo de morir, la capacidad de consentimiento, la competencia de juicio, la consulta médica, etc. Sólo que su deseo de morir no es voluntario. Lo que necesita una persona que en esta situación solicita ayuda no es ayuda para morir, sino ayuda para vivir.

En cuanto a la “eutanasia no voluntaria” y la “involuntaria”, se confunden con la voluntaria desde el mismo momento en que se acepta la eutanasia voluntaria como una buena acción, puesto que una buena acción no debería negarse a quien no puede solicitarla. Y entonces los fondos públicos para ofrecer cuidados paliativos corren peligro de ser recortados, pues es mucho más barato recurrir a la eutanasia que instalar en los hospitales unos costosos servicios para el acompañamiento hasta el final de estos pacientes: lo determinante para la implantación de la eutanasia activa no son ya criterios éticos, ni siquiera médicos, sino económicos y empresariales.

Según datos de los médicos que se dedican a ella, la medicina paliativa moderna está en condiciones de aliviar el dolor al 99% de los pacientes, y posibilitar una vida digna y sin sufrimiento. Los pacientes bien atendidos con la medicina paliativa casi nunca manifiestan el deseo de acortar su vida. Pero, dándole la espalda a esta realidad “incómoda”, los medios de comunicación insisten una y otra vez en la agonía dolorosa, aumentando el miedo a la muerte y preparando el terreno para la implantación final de un modelo de sociedad que se apoya sólo en el sentimiento para elevar la irreflexión ética a la categoría de argumento. Hay que subrayar que quien abre el derecho positivo a la legalización del homicidio asistido lo deja reducido a un simple acuerdo, modificable a discreción, para eliminar problemas, y se olvida de que el derecho extrae su legitimación última de un discurso ético fundamentante.

Se sugiere que en determinadas condiciones de salud o de discapacidad no se puede exigir que se siga soportando una vida semejante. Habría que preguntar quién no pueden seguir exigiendo a quién, qué es exactamente lo que no se puede seguir exigiendo, y qué consecuencias tiene esa inadmisibilidad, y para quién en concreto.

-¿No se le puede seguir exigiendo al discapacitado o a la persona que padece grave sufrimientos que viva su propia vida, y por eso nos hacemos cargo de ella anticipadamente de un modo tutelador, patriarcal?

-¿No se le puede seguir exigiendo a la sociedad que ayude a quienes sufren de ese modo, porque ello comprometería una parte importante de los recursos económicos de los que dispone para la atención sanitaria, y por eso se les quita la vida?

-¿O es a la familia cuidadora a la que no se le puede seguir exigiendo que haga frente a ese sufrimiento? Dicho de otro modo, ¿es a los sanos a los que no se puede seguir exigiendo que se ocupen de los enfermos o discapacitados? Pero entonces, ¿no habría que remediar primero, mediante ayudas, la situación de los cuidadores, en vez de eliminar a aquellos a los que hay que cuidar?

-¿O es el enfermo quien llega a creer que no debe seguir exigiendo a los demás que se ocupen de él, y ponga fin a su vida por compasión hacia sus familiares? Por desgracia, una y otra vez ocurre que el paciente, con fundamento o sin él, se siente empujado a no ser una carga para sus familiares. Frente a esta tendencia debe ser o hacerse posible transmitir de palabra y con hechos al enfermo y al moribundo el mensaje de que es querido, y que se desean su presencia y su compañía hasta el último día.
No, el argumento de la compasión no es sacrosanto ni está a salvo de toda sospecha. Debe ser examinado críticamente, y enérgicamente. Quizá incluso hasta vigilado con recelo: no se le puede conceder el marchamo de “calidad humanitaria” sin superar antes un examen riguroso.

lunes, 30 de enero de 2017

LA CAJA DE PANDORA



La Ciencia progresa siempre por pequeños pasos, que a menudo son simplemente rectificaciones de lo creído hasta ese momento, y otras veces consisten en enfoques novedosos, pero imperceptibles para el hombre de la calle. Sin embargo, de vez en cuando se produce un salto de gigante. Se trata, inevitablemente, del fruto de años de trabajo coordinado, pero la noticia ocupa los titulares de la prensa de todo el mundo y se despiertan esperanzas que tardarán decenios en verse cumplidas. Es el caso, por ejemplo, de la fecundación in vitro, tan utilizada ahora, que revolucionó hace cuarenta años las posibilidades de tratamiento de algunas formas de esterilidad, y cambió las reglas del juego: pasaron muchos años desde los primeros intentos en animales, en los años 50, hasta la concepción de Louise Brown en 1978 y el Nobel de Medicina de Robert Edwards de 2010.

Se abre ahora una nueva posibilidad en la Medicina Reproductiva que presenta expectativas insospechadas: en 2012 había mostrado K. Hayashi que los óvulos obtenidos a partir de células pluripotenciales (CP) eran aptos para la reproducción[1]. Ahora, los grupos de trabajo de Q. Zhou[2] y de O. Hikabe[3] han publicado la obtención de espermatozoides y de óvulos, respectivamente, a partir de las células de la piel de ratón, convertidas previamente en CP (CP inducidas). Se dirá que no son más que experimentos con ratones. Es verdad, pero abren la posibilidad de reconvertir una célula humana cualquiera en una CP, y luego, a partir de esta CP, obtener espermatozoides u óvulos: una fuente inagotable de gametos para las clínicas de reproducción asistida.

Ahora, que hace falta tiempo. Acabamos de ver el periodo transcurrido desde los intentos iniciales hasta el nacimiento de Louise Brown. Ni siquiera tenemos, todavía, evidencia de que las CP inducidas no presentan alteraciones genéticas o epigenéticas, y eso es un primer punto en el que es imprescindible tener plena seguridad. Pero la historia de la Ciencia nos muestra una y otra vez que si algo es posible, acaba por ser inevitable. Especialmente, en los países con menos restricciones legales para este tipo de experimentos. 

La técnica, que tiene ya un nombre (“gametogénesis in vitro”, GIV), ha sido analizada por Glenn Cohen, de la Escuela de Derecho de Harvard, George Q. Daley, de la Harvard Medical School, y Eli Y. Adashi, de la Brown University, en un reciente artículo[4] en el que subrayan que, junto a aspectos indudablemente beneficiosos, como recuperar la fertilidad perdida, por ejemplo, por un tratamiento para el cáncer, o producir óvulos ilimitadamente, sorteando las incomodidades y peligros que suponen las actuales técnicas de hiperestimulación ovárica; junto a ello, digo, la GIV presenta también barreras éticas, como la producción masiva de embriones humanos -con los que, hay que recordarlo, no sabemos qué hacer-, además de suscitar el fantasma de “granjas de embriones”, y la preocupación consecuente por la pérdida de sensibilidad para apreciar el valor de la vida humana, o la tentación de transhumanismo: la producción de seres humanos “a medida”. 

Y otra cosa. ¿Nos hemos olvidado ya de la historia de Anna Ermakova? Un día Boris Becker recibió un correo misterioso que le comunicaba que tenía una hija y le tocaba asistir a sus necesidades. La madre, una modelo rusa, la había concebido mediante inseminación artificial con semen “robado” al tenista. La historia, rocambolesca, podría simplificarse en el futuro: bastará con que la camarera que le sirva una cerveza o limpie la habitación del hotel en la que pasó la noche Rafa Nadal, por ejemplo, remita el vaso en el que ha bebido, o una muestra de pelos en la almohada, al laboratorio adecuado para obtener espermatozoides con el ADN del tenista, y ya tenemos a Nadal apuntando otro nombre a su lista de herederos.  


[1] Science 338, 971975, 2012.
[2] Cell Stem Cell 18, 330–340, 2016.
[3] Nature 539, 299–303; 2016.
[4] Science Translational Medicine 372 (9); 2017.

miércoles, 20 de julio de 2016

LA VIDA HUMANA Y EL AMOR A LOS ANIMALES





En 1890 Otto Hauser, un niño a quien sus piernas han mantenido inmovilizado durante doce años, asiste en Zúrich a clase de Historia, y sus ojos brillan de interés con las explicaciones del profesor. Estimulado por su afán de mostrar su capacidad ante los demás, que se burlan de su deficiencia, acabará siendo arqueólogo, invirtiendo -y agotando- en ello el patrimonio familiar. Su falta de preparación académica  atrae hacia él el desprecio de los especialistas, pero su perseverancia, y su instinto para detectar falsificaciones despertarán finalmente la admiración de todos ellos. Y, tras años de excavaciones en el valle del Vézère, descubre, en 1909, en la cueva de Le Moustier, el esqueleto de un hombre más primitivo que los neandertales más antiguos conocidos hasta ese momento: el Homo Musteriensis. Un año después, en 1910, en la gruta de Combe-Capelle, sorprende con el hallazgo de nuevos restos humanos, intermedios entre Neandertal y Cromañón: el Homo Aurignaciensis. Cuando su fortuna se haya agotado se verá forzado a aceptar la oferta que le hace el Museo de Etnología de Berlín, y venderá ambos ejemplares. Desde entonces, Hauser se desplaza periódicamente a la capital alemana, compra en Postdamer Platze un gran ramo de flores y se dirige al Museo de Etnología. Se acerca a los ataúdes de vidrio en que reposan los dos esqueletos, coloca sobre ellos el ramo de flores y permanece unos minutos sentado en silencio ante ellos, como si les dedicase una breve oración.

La muerte en la plaza de Víctor Barrio, a quien tanta gente de bien llora, y que ha estremecido a España entera, ha dado pie a que algunos "amantes de los animales" manifiesten un odio feroz de tal calado que estamos todavía atónitos, incapaces de aceptar que algo así haya nacido y se haya alimentado a nuestra sombra. Avergüenza aceptar que incluso reconocidos defensores de la vida animal, puestos en el compromiso de manifestarse ante la opinión pública, no hayan sido capaces de decir claramente: “¡No! No hay vida animal que se cotice a este precio”.

Parece que bajo la bandera del amor a los animales debería aceptarse cualquier cosa. El amor, que desde el alba de nuestra civilización ha sido tantas veces representado con una venda en los ojos, y que, sin embargo, la experiencia de todos nosotros indica, más bien, lo contrario: que no es ceguera, sino luz. Una luz que descubre facetas que son invisibles para quien no ama, y que tiñe y transforma la realidad, de la misma manera que la luz del sol tiñe y transforma el paisaje, llenando de formas y colores lo que durante la noche era sólo una confusa mezcla de negros. Por eso tiene, además, el amor, algo que ver con el descubrimiento de la propia realidad: para alcanzar el conocimiento es necesario un acercamiento amoroso, una actitud entregada, abierta y acogedora a la realidad.

La dificultad surge cuando el acercamiento a la realidad no se produce de la mano del amor, sino de la pura ideología, sin mezcla de amor. Pura ideología, que es lo mismo que decir pura irrealidad, porque la ideología se forja de espaldas a la realidad, “porque sí”, por un movimiento de la voluntad soberana, ab-soluta en su sentido etimológico: sin amarre alguno a nada. Es la negación misma de la realidad.

   La vida humana es el valor radical en el que encontramos todos los demás. Todos: el valor económico, el cultural, el artístico, el religioso, el ético,... ¡todos! Todos están referidos a la vida humana: o valen en la vida humana, o no tienen valor alguno. No se trata sólo de valores materiales, valores operativos, útiles, sino de valores trascendentes, como el  bien o la verdad o la belleza. Valores que pueden no ser evidentes, y que en muchas ocasiones han requerido tiempo para que la humanidad, que también progresa moralmente, llegase a alcanzar la sensibilidad necesaria.

La vida animal es uno de esos valores. Sólo tenemos que compararla con su antítesis. Pero su antítesis no es, como podría parecer cuando leemos ciertos titulares y opiniones, la vida humana, sino la muerte del animal, su cadáver. La vida humana es, al contrario, el fondo sobre el que se proyecta, la condición de su valor. No es simplemente un valor mayor que la vida animal, de la misma manera que un viaje interplanetario no es simplemente mayor que un viaje en avión: la vida humana pertenece a otro orden de realidad, algo completamente distinto, absolutamente incomparable. Podemos creer que tienen alguna relación, pero es solamente por una cuestión lingüística, porque nos referimos a las dos con la misma palabra.

En la ideología, acabamos de verlo, no se trata de amor, sino de otra cosa. Que, como en el caso de la vida, lleva el mismo nombre. No nos dejemos confundir: cuando hablamos de "amor a los animales", “amor” no tiene su sentido directo sino otro metonímico, traslaticio. Por eso pueden algunas personas amar la vida animal a costa de no amar la humana.

El mejor antídoto contra la ideología es, como puede uno figurarse, vivir con los ojos abiertos, atender a la realidad. Y urge que lo hagamos: acabamos de asistir a las consecuencias de olvidarla. Hoy, casi cien años después, Otto Hauser todavía nos enseña el valor de la vida humana, y la reverencia que le es debida: veía en aquellos esqueletos los restos de hombres  que en las brumas de la Prehistoria fueron nuestros antepasados, y les rendía el tributo correspondiente.

martes, 25 de agosto de 2015

INTIMIDAD Y VIDA PÚBLICA



"No es bueno que el hombre esté solo". Todos hemos oído esta frase alguna vez, y todos tenemos alguna evidencia de ello. Pero, ya que no hay nada tan frágil como la evidencia, conviene  de vez en cuando hacer un esfuerzo para traer esa verdad a nuestra presencia, so pena de acabar confundiendo nuestra propia vida personal, que sería la más grave confusión. Porque esa compañía que reclama la frase entrecomillada al principio de este párrafo afecta a muy diversas esferas de la vida. No se trata sólo de una necesidad "sustitutiva", vicarial, como la que tiene el enfermo dependiente, una necesidad indiscutida y para la que la voz pública reclama la justa responsabilidad social. No, nuestra necesidad de los otros afecta a múltiples facetas de nuestra vida, y crece a medida que lo hace la plenitud de ésta.

 Porque además de cubrir nuestras necesidades materiales necesitamos también cubrir nuestras necesidades espirituales, nuestras necesidades humanas. No olvidemos que ese medio ambiente tan necesario para la vida, del que nos habla la Ecología, es, en nuestro caso, el medio ambiente humano: la convivencia con otros hombres. En primer lugar, la familia, y, en seguida, los amigos, con quienes compartir tristezas, desilusiones, proyectos, entusiasmos y alegrías.

Pero a medida que la vida se enriquece necesitamos también, como en círculos concéntricos que se van ensanchando, otras personas que vienen a satisfacer nuevas necesidades: biólogos, físicos, químicos o matemáticos, que nos enseñan a conocer la naturaleza y sus leyes; astrónomos, geógrafos e historiadores, que nos dicen dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí; poetas, músicos y artistas, que nos ayudan a desentrañar la belleza y la hacen aflorar; psicólogos, filósofos y teólogos, que nos dicen quiénes somos y nos acercan al bien y a la verdad...; en fin, todo eso que da sentido y plenitud a nuestras vidas y sin lo cual la vida humana, personal, se degrada a simple biología.

 Y, al revés, necesitamos también aportar a la sociedad en la medida de nuestras posibilidades, necesitamos contribuir  a su construcción y desarrollo con nuestras capacidades y talentos, con nuestros propios puntos de vista de una realidad tan compleja como la que nos rodea, para enriquecer a los demás con lo que a nosotros nos enriquece.

Esta honda necesidad de comunicarnos con los demás está en el mismo origen de la escritura, que nos permite saltar las barreras del tiempo y del espacio para prolongar este contacto, y por eso introduce a los pueblos en la Historia: “Retirado en la paz de estos desiertos, /con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”, nos dice Quevedo desde la Torre.

Y es el motivo por el que es tan dolorosa la deportación,  el destierro: un castigo que ha llegado a significar la muerte, no por sed o por hambre, sino por desarraigo, porque la vida humana no puede sostenerse sin convivencia.

Pero ahora, con la nueva política -aunque la cosa ya venía de lejos-  está cobrando fuerza la opinión de que ciertos aspectos de nuestra vida –la fe religiosa, por ejemplo, o la concepción del hombre y de la sociedad- pertenecen a la intimidad de la persona y deben quedarse ahí. Se trata de un error, de un desenfoque, motivado por no saber en qué consiste ser persona. Porque ni la fe religiosa ni el concepto que se tenga del hombre y de la sociedad pertenecen a la intimidad: adonde pertenecen es a la vida personal. Que, como sabemos, tiene una inevitable vertiente pública. Cuando decimos de algo que es asunto íntimo, lo que decimos es que el individuo –no la sociedad, no el Estado, no ninguno de los poderes públicos reconocidos- ha decidido hurtar a la mirada pública ese aspecto de su vida personal y protegerlo en una zona íntima y reservada. Cuáles son los aspectos de la vida personal que deben reducirse a ese ámbito y cuáles pueden aparecer en el espacio público es algo que le toca al individuo decidir. Nadie puede obligar a exponerlo en la sociedad ni a relegarlo al círculo de lo íntimo.

Se trata de un error muy habitual que se disuelve con sólo consultar el Diccionario: Intimidad: zona espiritual reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia

sábado, 14 de febrero de 2015

EL AMOR: NI QUÍMICA NI FÍSICA


A medida que avanza febrero los titulares de la prensa se centran en el amor y lo analizan desde diferentes puntos de vista. A mí siempre me ha llamado la atención la insistencia en considerarlo un asunto de química: "la química del amor" es un título que encontramos lo mismo en una revista del corazón que en publicaciones de divulgación científica, y a mí me deja la impresión de que no han acabado de entenderlo bien. Ortega hablaba de "pensamiento confundente" para referirse al pensamiento que toma una cosa por otra que tiene alguna relación con ella pero no es ella. Yo creo que éste es el caso: la química de que hablan esos articulistas es algo que tiene relación con el amor, pero no es el amor: serán circuitos neurológicos, sustancias químicas que encuentran detrás de determinadas sensaciones o emociones,... lo que sea, cualquier cosa; pero, desde luego, amor, no es. Uno se pregunta si hablan en serio, o si tienen verdaderamente alguna experiencia del amor.  

El amor no es una cuestión de química. Ni es tampoco una cuestión física, como también se oye decir. Sin duda todo eso tiene relación con el amor, claro, pero el amor es otra cosa. De la misma manera que la Pastoral de Beethoven no es una sucesión de ondas en el aire, aunque tenga que ver con ellas, o que la carta que une a dos personas separadas va más allá que la pura sustancia química que encontramos en el  papel.

Reducir el amor a eso es empobrecerlo, caricaturizarlo y quedarnos sin él. Que le pregunten a un amante rechazado si su amor no es nada más que química, que se lo pregunten a un amante correspondido. Creo que estas cosas no son más que el resultado de considerar el amor "asépticamente", desde fuera.  Lo que pasa es que mirarlo desde fuera es la forma de no ver nada. El amor no se mide, no se calcula, no se describe: el amor es un estado en que uno se encuentra, y desde el que se vive. No es algo que yo encuentro en mi vida, como encuentro las cosas que me rodean, o los sentimientos  y pasiones que me zarandean: en el amor estoy instalado, y desde él desarrollo mi vida. Mi vida, que no está hecha, ya lo sabemos. Mi vida, que tengo que imaginarla, escogerla y crearla yo, que es una tarea que tengo que proyectar y llevar adelante. Que se enriquece con la presencia del amor.

Cuando me enamoro el proyecto de mi vida cambia para englobar a esa persona, para hacerla inseparable de ese proyecto. Y si sólo soy yo mismo con la mujer que amo, no amarla sería como negar mi vida. No puedo imaginarme sin ella, sin amarla, porque hacerlo supondría ser otro que el que soy. Por eso el amor auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es felicidad.

Todo esto suena a puro lirismo, y eso es precisamente lo que es. El lirismo es el substrato de la vida, lo que la hace valiosa, lo que le da sentido; algo que la condiciona hasta el punto de que su ausencia nos hace exclamar "¡Esto no es vida!". Efectivamente, no hay vida sin lirismo. Vida humana, quiero decir, vida “biográfica”, personal: sin lirismo se degrada a simple biología, una vida “en hueco”, sin interés, sin atractivo: una vida vacía.

Por eso me entristece esa creencia tan ampliamente extendida que asegura que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque, como en el caso de la "química del amor", esa afirmación no procede de la experiencia vital de nadie: no es más que una decisión tomada en frío, una abstracción. Lo que la experiencia diaria nos dice es justamente lo contrario: que cada uno de nosotros contempla la realidad como hombre o como mujer, que nuestro carácter sexuado destiñe a todos los ámbitos de la vida: nuestras cualidades y rasgos - la sensibilidad, y la voluntad, y el carácter de cada uno de nosotros, nuestra inteligencia y nuestro corazón- son, inevitablemente,  cualidades y rasgos masculinos o femeninos. 

“Gracias a Dios”, habría que añadir. Porque esa polaridad establece el “campo magnético” de la convivencia: colocarnos frente a otra forma de vida semejante a la nuestra, pero tan distinta en sus cualidades, con sus cauces, proyecciones y matices propios, nos obliga a imaginarla, a anticiparla, fuerza nuestra expectación y nos mantiene en tensión proyectados hacia ella. Es el origen de la ilusión, el calor a la orilla del camino.

Y ahí, detrás, está el amor.


viernes, 10 de octubre de 2014

NUNCA BAILARON JUNTOS


En poco tiempo nos hemos encontrado con dos noticias relacionadas con las “técnicas de reproducción asistida”: la primera contaba que una pareja australiana había pagado a una mujer tailandesa para que fuese inseminada y llevase a cabo la gestación de la que resultaron dos hermanos gemelos: Pipah, una niña sana que ya está en Australia con su padre y la mujer de éste, y Gammy, un niño con síndrome de Down, que no fue aceptado por su progenitor y quedó con su madre en Tailandia. Quizá no sea inoportuno añadir que Pattaramon Chanbua, la madre de las criaturas, es una muchacha de 21 años que trabaja como cocinera para alimentar a sus hijos de 3 y 6 años, y que aceptó quedar embarazada y dar a luz tras inseminarse porque con esos 10000 € podría pagar sus deudas y dar estudios a sus hijos.

La segunda noticia se refiere a Jennifer Cramblett, una mujer blanca de Ohio de 36 años que acudió a un banco de semen para conseguir satisfacer su deseo de tener un hijo. Jennifer descubrió, cuando estaba embarazada, que el donante de semen era de raza negra, lo que echaba por tierra su ilusión de tener un niño blanco y rubio, un angelito de Murillo. Como es natural, ha demandado al banco de semen por “nacimiento injusto y violación de la garantía”.

Son dos historias que nos hablan del deseo de tener un hijo, algo que no puede sino despertar nuestras simpatías. Y, sin embargo, hay en ellas algo que nos sorprende y nos violenta, algo que, como hace 200 años, vincula los conceptos “vida humana” y “mercancía”: la persona no es amada ya por sí misma, sino en función de determinados rasgos que debe presentar antes de ser aceptada. No se trata de su actitud; se la rechaza por algo que es superior a ella, y que es, además, la razón de su propia existencia, lo que se buscó desde antes de concebirla: el objeto de la persona, su destino final. Es decir, la cosificación como razón de ser.

Y así se entienden mejor estas noticias: si se concibe esa vida como un objeto de consumo es natural que esas transacciones caigan plenamente en el ámbito mercantil: es derecho de todo consumidor rechazar el producto defectuoso, y eso es lo que ha hecho el padre de Gammy, que nunca hubiera pagado esa cantidad por una mercancía imperfecta. Y lo que se refleja en la demanda de Jennnifer, que acusa al banco de semen de violación de garantía: ella pidió ser inseminada con semen de determinadas características para conseguir el producto deseado, y se siente estafada en sus derechos de consumidora.

Lo más sorprendente es que no lo haya comprendido así el propio abogado de Jennifer, Timoteo Misny, que ha declarado: “El Banco de Semen Midwest cometió un error que un banco de esperma no puede cometer. Esto no es como pedir una pizza”. El señor Misny se equivoca: esto es exactamente lo mismo que pedir una pizza: el consumidor solicita su producto con los ingredientes deseados y espera que el resultado tenga el aspecto apetecido.

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Qué es lo que ha fallado? A mí me da la impresión de que algo está equivocado en esa idea tan aceptada del “derecho a tener un hijo”. El deseo de tener un hijo puede ser muy intenso, y el hecho de que en muchas parejas ese deseo acabe frustrado puede ser muy doloroso. Pero no podemos identificar “deseo” con “derecho” (algo que se podría exigir). Es ésta una equivalencia que ni siquiera en otros campos de la realidad nos parece válida: yo puedo desear ser el presidente de General Motors, pero eso no lo convierte en un derecho mío; un estudiante desea, sin duda, aprobar sus asignaturas, pero no tiene derecho a ello hasta haberlas estudiado y aprendido.

Pues si esto es así en lo que se refiere a nuestros deseos materiales, cuando hablamos de personas la distancia es incomparable. Yo creo que en ese campo el único “derecho” que asiste a la pareja es el derecho a realizar actos que en sí mismos estén orientados a la fecundidad, sin que ninguna autoridad pueda obligarles a ello ni impedírselo. Todo lo que pase de ahí ya no es un derecho.

Eso, en lo que se refiere a derechos de la pareja. Otra cuestión es el derecho que pudiera tener el hijo. Recientemente se ha abierto la página web AnonymousUs.org, creada por Alana S. Newman, una escritora californiana hija de un donante anónimo de semen, que tiene por objeto reflejar las vivencias y sentimientos de los hijos y padres en relación con la fecundación artificial. Allí podemos oír la voz de esos niños procreados artificialmente. El dolor y el resentimiento de algunas de esas personas produce desconcierto: “Soy un ser humano. Sin embargo, fui concebida con una técnica que al principio se usó para la cría de animales. Peor aún: los granjeros conservaban mejor los expedientes genealógicos de su ganado que las clínicas de reproducción asistida. También me hace sentirme extraña pensar que mis genes son la suma de los de dos personas que nunca se quisieron, nunca bailaron juntas, y ni siquiera se conocen.”

Ésta es la cuestión.