En poco tiempo nos
hemos encontrado con dos noticias relacionadas con las “técnicas de
reproducción asistida”: la primera contaba que una pareja australiana había
pagado a una mujer tailandesa para que fuese inseminada y llevase a cabo la
gestación de la que resultaron dos hermanos gemelos: Pipah, una niña sana que
ya está en Australia con su padre y la mujer de éste, y Gammy, un niño con
síndrome de Down, que no fue aceptado por su progenitor y quedó con su madre en
Tailandia. Quizá no sea inoportuno añadir que Pattaramon Chanbua, la madre de las criaturas, es una muchacha de 21 años
que trabaja como cocinera para alimentar a sus hijos de 3 y 6 años, y que
aceptó quedar embarazada y dar a luz tras inseminarse porque con esos 10000 €
podría pagar sus deudas y dar estudios a sus hijos.
La segunda noticia se refiere a Jennifer Cramblett, una mujer blanca de Ohio
de 36 años que acudió a un banco de semen para conseguir satisfacer su deseo de
tener un hijo. Jennifer descubrió, cuando estaba embarazada, que el donante de
semen era de raza negra, lo que echaba por tierra su ilusión de tener un niño
blanco y rubio, un angelito de Murillo. Como es natural, ha demandado al banco
de semen por “nacimiento injusto y violación de la garantía”.
Son dos historias que
nos hablan del deseo de tener un hijo, algo que no puede sino despertar
nuestras simpatías. Y, sin embargo, hay en ellas algo que nos sorprende y nos
violenta, algo que, como hace 200 años, vincula los conceptos “vida humana” y
“mercancía”: la persona no es amada ya por sí misma, sino en función de
determinados rasgos que debe presentar antes de ser aceptada. No se trata de su
actitud; se la rechaza por algo que es superior a ella, y que es, además, la razón
de su propia existencia, lo que se buscó desde antes de concebirla: el objeto
de la persona, su destino final. Es decir, la cosificación como razón de ser.
Y así se entienden
mejor estas noticias: si se concibe esa vida como un objeto de consumo es natural
que esas transacciones caigan plenamente en el ámbito mercantil: es derecho de
todo consumidor rechazar el producto defectuoso, y eso es lo que ha hecho el
padre de Gammy, que nunca hubiera pagado esa cantidad por una mercancía
imperfecta. Y lo que se refleja en la demanda de Jennnifer, que acusa al banco
de semen de violación de garantía: ella pidió ser inseminada con semen
de determinadas características para conseguir el producto deseado, y se siente
estafada en sus derechos de consumidora.
Lo más sorprendente es que no lo
haya comprendido así el propio abogado de Jennifer, Timoteo Misny, que ha
declarado: “El Banco de Semen Midwest cometió un error que un banco de
esperma no puede cometer. Esto no es como pedir una pizza”. El señor Misny
se equivoca: esto es exactamente lo mismo que pedir una pizza: el consumidor
solicita su producto con los ingredientes deseados y espera que el resultado
tenga el aspecto apetecido.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí?
¿Qué es lo que ha fallado? A mí me da la impresión de que algo está equivocado
en esa idea tan aceptada del “derecho a tener un hijo”. El deseo de tener un
hijo puede ser muy intenso, y el hecho de que en muchas parejas ese deseo acabe
frustrado puede ser muy doloroso. Pero no podemos identificar “deseo” con
“derecho” (algo que se podría exigir). Es ésta una equivalencia que ni siquiera
en otros campos de la realidad nos parece válida: yo puedo desear ser el
presidente de General Motors, pero eso no lo convierte en un derecho mío; un
estudiante desea, sin duda, aprobar sus asignaturas, pero no tiene derecho a
ello hasta haberlas estudiado y aprendido.
Pues si esto es así en lo que se
refiere a nuestros deseos materiales, cuando hablamos de personas la distancia
es incomparable. Yo creo que en ese campo el único “derecho” que asiste a la
pareja es el derecho a realizar actos que en sí mismos estén orientados a la
fecundidad, sin que ninguna autoridad pueda obligarles a ello ni impedírselo.
Todo lo que pase de ahí ya no es un derecho.
Eso, en lo que se refiere a
derechos de la pareja. Otra cuestión es el derecho que pudiera tener el hijo.
Recientemente se ha abierto la página web AnonymousUs.org, creada por Alana S.
Newman, una escritora californiana hija de un donante anónimo de semen, que
tiene por objeto reflejar las vivencias y sentimientos de los hijos y padres en
relación con la fecundación artificial. Allí podemos oír la voz de esos niños
procreados artificialmente. El dolor y el resentimiento de algunas de esas
personas produce desconcierto: “Soy un ser humano. Sin embargo, fui
concebida con una técnica que al principio se usó para la cría de animales.
Peor aún: los granjeros conservaban mejor los expedientes genealógicos de su
ganado que las clínicas de reproducción asistida. También me hace sentirme
extraña pensar que mis genes son la suma de los de dos personas que nunca se
quisieron, nunca bailaron juntas, y ni siquiera se conocen.”
Ésta es la cuestión.