sábado, 25 de enero de 2020

LEVANTAR UN HOSPITAL DE MIL CAMAS EN DIEZ DÍAS


En la ciudad china de Wuhan ha sonado la alarma: más de 2000 afectados y 56 muertos en los 26 días que lleva el coronavirus azotando la ciudad. La respuesta de las autoridades -ya muy bregadas en estos asuntos, recordemos la epidemia de gripe aviar de 2002, el síndrome respiratorio agudo severo, el temido SARS, en 2003, y la gripe H1N1 de hace diez años- ha sido poner en cuarentena a la ciudad y a toda la provincia de Hebei: 45 millones de personas, la población española al completo.

E inmediatamente después se han puesto manos a la obra, y ya están edificando un hospital de mil camas para atender a los afectados. Tienen previsto terminarlo en 10 días. Capaces sí son los chinos, eso ya lo han demostrado: en 2003, en Xiaotangshan, 7000 trabajadores levantaron un hospital de 700 camas en una semana. Y las redes están sembradas de vídeos con sus hazañas.

Yo me empeño en imaginar la misma situación en España, o en cualquier país occidental, pero no me sale. Que ante una alarma epidemiológica alguien proponga: “¡Hagamos un hospital de mil camas esta semana, y el próximo lunes tenemos a todos los enfermos ingresados y aislados!” es, entre nosotros, sólo un chiste. No es que nadie le hiciera caso, es que a nadie se le ocurriría plantear esa locura.

Esa es, para mí, la noticia: que se ha propuesto esa locura, y que la han tomado en serio. Y se han puesto a ello. La gente acusa al Gobierno chino de aislacionista y autosuficiente por pretender resolver esa situación sin la ayuda de nadie. Para mí, lo destacable es la grandeza de ánimo colectivo de esa nación, que es capaz de proponerse obras imposibles afrontando con fortaleza las dificultades, que fácilmente se pueden adivinar. 

Es verdad que para hacer lo que hacen los chinos hay que tener los recursos necesarios, pero esos recursos no les han caído del cielo. A los chinos, como nos pasa a todos, les limitan las circunstancias. Pero ellos han aprendido a “forzar” las circunstancias, han aprendido a volver favorables las circunstancias adversas. Los módulos prefabricados a los que recurren ahora los tienen a mano porque habían pensado ya en ellos. Y porque tienen la experiencia de otras epidemias, es verdad. Ventajas de sacar enseñanza de la adversidad. Y porque tienen un montón de gente para ponerse a discurrir y para solidarizarse, para ponerse al tajo, que eso también ayuda. Bueno, en eso de tener un montón de gente quizás las autoridades han ido más bien a la contra, pero ya sabemos que, digan lo que digan los economistas, los políticos y demás agentes del ramo, el “recurso humano” es el único verdadero recurso.

Me ha venido a la cabeza una escena de  “El Señor de los anillos”, cuando Frodo, sin esperanza y sin ánimo, está a punto de abandonar la misión que se le había encomendado, -“No se puede hacer esto, Sam”. Sam, su compañero, su mano derecha, en quien puede confiar ciegamente, que sabe que lo que no se puede hacer es dejar de esforzarse, le replica: -“Los protagonistas de la historia nunca tiraron la toalla, señor Frodo. Y por eso cambiaron la historia. Ahora estamos igual que en las grandes historias, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros. Esas historias de las que no quieres saber el final, porque ¿cómo van a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido? Pero, al final, todo es pasajero. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Los protagonistas de esas historias, señor Frodo, se rendirían si quisieran, pero no lo hacen. Siguen adelante. Y cambian la historia."

¡Levantar un hospital de mil camas en diez días! “Ten cuidado con lo que quieras, porque lo conseguirás”, dicen que dicen los chinos. Empiezo a creer que es verdad.

domingo, 19 de enero de 2020

EL MEJOR MINISTERIO DE EDUCACIÓN.

El profesor de Sociología preguntaba a sus alumnos qué es el poder. -“La capacidad de hacer algo”, decía un alumno, -“¡No!”, -contestaba el profesor. -“La facultad de decidir”, decía otro. -“¡No!” -“La capacidad de mandar”… -“La disponibilidad de la fuerza”… Cuando, tras varias negativas, había sembrado suficiente desconcierto y desazón, el profesor resolvía el enigma con palabras enérgicas: “El poder es… ¡lo que yo diga que es el poder!”. Se extendió entonces un rumor de protesta por el aula, en el que se fueron destacando voces individuales más claras. -“¡Hombre, eso será si tiene usted razón!”, -“Bueno, pero no vale cualquier cosa que diga”, -“Vamos a ver, el poder será lo que sea, aunque diga usted otra cosa.”, y otras reacciones parecidas. Entonces sentenció el profesor: ¡El poder es lo que yo diga, porque soy yo el que manda aquí, y al que diga otra cosa lo echo a la calle y le suspendo el curso!”. Se hizo un incómodo silencio. Al cabo de unos momentos sonrió ligeramente, y añadió: -“Esto es el poder, lo que habéis sentido ahora. El poder no se define. El poder se siente”.

Una mujer se despierta en la noche, ve una luz encendida y grita: -“¡Mafalda! ¡Apaga esa luz y duérmete de una vez, que son las doce y pico”. En la viñeta siguiente la niña apaga la luz y refunfuña: “¡Horas extras!¡Además de ser la madre de una todo el día, encima hace horas extras!”.

Aquellos alumnos salieron de clase con ideas claras sobre el poder; Mafalda reconoce la autoridad de su madre. El uno se apoya en el ejercicio de la fuerza; la otra, en el reconocimiento de la especial dignidad de quien la ostenta.

Asistimos estos días a una confrontación entre el poder del Estado y la autoridad de los padres, que rivalizan por la formación moral de los hijos en asuntos de género y sexualidad. El Estado no se da cuenta de que no es un padre ni una madre, y de que, con todo el poder que tiene, nunca ha educado a un niño, y nunca lo hará, porque carece de la autoridad necesaria. Por eso han fracasado todos los intentos de sustitución de la familia por parte del Estado. Totalitario, siempre. O con vocación de totalitario. También en este caso, en que se nos dice que se trata de valores comunes, democráticos y constitucionales. Porque no es verdad. No son comunes, porque no los comparte toda la población –ni siquiera una porción significativa. No son democráticos, porque impone los valores del ideólogo a quienes no piensan como él. Y no son constitucionales, porque expropian el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias creencias.

Para educar a un niño hace falta, en primer lugar, amarlo. Amarlo con un amor personal, oblativo, generoso, desinteresado. Y hablarle de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal. Por eso es la familia la más amable de las creaciones humanas, porque su único interés es formar personas civilizadas y felices. Sólo ella transmite con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida. Y no sólo de orden individual: virtudes sociales tan importantes como la justicia y el respeto a los demás se aprenden, sobre todo, en la familia. Y también el ejercicio de la autoridad y su acatamiento. La convivencia familiar es una enseñanza incomparablemente superior a la de cualquier razonamiento abstracto sobre la tolerancia o la paz social.

William Bennett, tras una larga experiencia interviniendo en la formación de los jóvenes -como Secretario de Educación y como Comisario Nacional del Plan contra la Droga en los Estados Unidos- llegó a la conclusión de que “demasiados chicos son víctimas de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas”,  para concluir: “Debemos hablar y actuar en favor de la familia: después de todo, la familia es el primer y mejor Ministerio de Sanidad, el primer y mejor Ministerio de Educación y el primer y mejor Ministerio de Bienestar Social”.


jueves, 16 de enero de 2020

EL SERVICIO RELIGIOSO EN LOS HOSPITALES


El senador de Compromís Carlos Mulet ha dirigido un escrito al Gobierno instándole a eliminar los servicios de asistencia religiosa de los centros sanitarios. Es una situación, dice, que consagra la posición privilegiada de la Iglesia Católica, pues esta asistencia religiosa sólo se le permite a ella, pero "no al resto de confesiones o sectas religiosas”. Está, además, sobradamente justificada la eliminación de tales servicios de nuestros hospitales, ya que, asegura, “la asistencia religiosa no forma parte de ninguna rama de la medicina moderna”. No es la primera vez que se plantea esta cuestión. En términos semejantes se ha manifestado anteriormente la coordinadora general de Esquerra Unida del País Valencià, Rosa Pérez Garijo, amparándose en que la asistencia religiosa “no tiene nada que ver con la atención sanitaria”. El asunto merece, a mi juicio, una reflexión detenida.

Para empezar, veamos cuál es la situación que se quiere corregir. La Iglesia Católica se hace presente en los hospitales públicos en función de un convenio firmado con el Estado por el cual “subcontrata” la asistencia religiosa de dichos centros. No constituyen una muchedumbre: la cobertura de este servicio para toda España está a cargo de alrededor de 850 personas, muchos de ellos -pero no todos- sacerdotes. Y no es algo que se conceda a la Iglesia Católica a título particular y privilegiado, aunque el hecho de que la católica sea la confesión religiosa con mayor número de miembros en nuestra sociedad hace que su presencia sea más visible y pueda parecer la única. No hay aquí ninguna discriminación por razón de religión: las otras confesiones, aunque no tan significadas en nuestra sociedad, pueden también atender a los miembros de su comunidad en todos nuestros hospitales. Es el caso de las comunidades protestante (evangélica) y judía, que tienen acuerdos de cooperación con el Estado en esta materia a través, respectivamente, de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España y de la Federación de Comunidades Israelitas de España. Otra comunidad de implantación creciente, la musulmana, puede establecer conciertos con la Administración competente a través de la Comisión Islámica de España. En cuanto a confesiones de menor implantación legalmente reconocidas, como los mormones, los testigos de Jehová, los budistas, los cristianos ortodoxos, etc., que no tienen convenios suscritos con el Estado, no por eso están excluidos de la asistencia religiosa en los hospitales públicos: ellos también están amparados por la Ley de libertad religiosa, y las lagunas existentes en el ámbito estatal se suplen con normas autonómicas.

Otra cuestión es saber por qué se implantan servicios religiosos en un hospital, que a lo que se dedica es a atender a enfermos. Al llegar a este punto hay que recordar que los convenios a los que me vengo refiriendo no se establecen por voluntad del Estado o por un afán de las distintas confesiones de meter la religión en todos los rincones de la vida. Se establecen para cumplir las directrices de la Organización Mundial de la Salud.

Somos algo más que un cuerpo, algo más que un conjunto de estructuras anatómicas, de fenómenos mecánicos y de reacciones químicas. Tenemos una dimensión psíquica también, y una dimensión social. Y una dimensión espiritual. Cuando enfermamos, no enfermamos únicamente en el corazón, o en el estómago, o en la rodilla: enfermamos en todas nuestras dimensiones, como un "todo": enfermamos personalmente. Por eso, cada enfermo vive su enfermedad a su manera, y requiere una atención personalizada.  Un enfoque puramente biológico de la asistencia sanitaria convertiría nuestros hospitales en clínicas veterinarias. La OMS lo sabe muy bien, y subraya la condición humana del enfermo, que le hace acreedor de una atención más allá de los cuidados científico-técnicos, una atención que integre el abordaje de todas las dimensiones de la persona (física, psíquica, social y espiritual).

Por eso pide que haya en los hospitales psicólogos clínicos, trabajadores sociales y asistentes religiosos: para dar al enfermo una atención a la altura del hombre.