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martes, 29 de agosto de 2023

EL REINO VISIGODO DE TOLEDO

  

Los visigodos están tan desprestigiados entre nosotros que basta que mencionemos a los reyes godos para que se dibuje una sonrisa de suficiencia en quienes nos oyen. Creo que es una actitud poco acertada, y que impide entender la historia de España desde entonces hasta nosotros. Yo, este verano, me he acercado a conocer el Museo de los Concilios y la Cultura Visigoda, un pobre testimonio de una época en la que el nombre de Toledo traía resonancias de esplendor. 

El Reino de Toledo tuvo una breve existencia, poco más de 200 años, contados desde la caída del reino visigodo de Tolosa en 507 a manos de los francos, hasta su desmoronamiento sorprendente y estrepitoso antes los musulmanes en 711. Pero en ese pequeño plazo unificaron la sociedad y la proyectaron con fuerza en el Occidente cristiano. 

Cuando entran en la historia, la palabra “godo” sólo designaba a los seguidores armados de Alarico, Walia o Teodorico II. Pero cuando se asentaron fueron capaces de aprovechar, mantener y desarrollar las estructuras administrativas, económicas y sociales que encontraron en las antiguas provincias del Imperio. Y generaron un mundo dinámico y mestizo en el que terminó aflorando una cultura erudita, enciclopédica, que facilitó un renacimiento cultural que precedió y determinó al más conocido Renacimiento carolingio. 

Los visigodos vivieron bajo un régimen de monarquía electiva, pero el rey no era el dueño y señor del reino, pues “el nombre de Rey se posee cuando se obra rectamente, y se pierde cuando se obra mal” (S. Isidoro de Sevilla). El rey ejercía su poder con el consentimiento de sus súbditos y en beneficio “de la prosperidad de los pueblos y de la patria” (diversos Concilios de Toledo). 

Su rey Leovigildo es recordado como uno de los principales reyes de nuestra historia. Fue promotor del Codex Revisus, que unificó a los hispanorromanos residentes en la península y a los integrantes del grupo invasor en un solo pueblo, el godo, y en una sola cultura, la hispanorromana. Fue también el reformador del ejército: si en 571 sólo pudo conquistar Corduba mediante golpes de mano nocturnos propiciados por la traición, en 583-584 el ejército visigodo era ya capaz de cercar Sevilla cortando el Guadalquivir, construyendo posiciones y manteniéndolo durante veinte meses, una proeza logística de dimensiones incomparable a nada en el Occidente europeo. Y un año después derrota a los francos, a los que toma ciudades y fortalezas y cuya flota desbarata en el Cantábrico, mientras, simultáneamente, ocupa el reino de los suevos en el noroeste de la península. Leovilgildo creó un nuevo ejército mixto de tropas permanentes y de leva con una logística sin parangón en Occidente y que se mantendría hasta los terribles días de Guadalete. 

En 589 su hijo Recaredo se convierte -y con él, su pueblo- a la fe católica, abandonando el arrianismo y alcanzando la unidad religiosa del reino. Una reunificación social en la que no hubo reproches ni escarnios, una reconciliación sin alardes, pura y simple, silenciosa. Y, por eso mismo, sólida. 

En 612 es coronado Sisebuto, un general de una gran cultura y magnífico gobernante, íntimo amigo y aliado de san Isidoro, del que se dice que, a excepción de Heraclio, el emperador contemporáneo de los romanos, no hubo en aquel tiempo otro soberano que pudiera igualarlo en amplitud de conocimientos y en su gusto por la cultura. Dio lugar a que experimentase Spania un renacimiento cultural en el siglo VII, un momento de oscurecimiento cultural de Europa occidental, a la que extenderá su influencia. 

Diez años después Suintila completará la anexión de los territorios de la península con la conquista de los vascones asentados en Navarra y la expulsión de las últimas posesiones de Bizancio en el Levante español.

 En 654, Recesvinto promulga el Liber Iudiciorum, un código sin parangón en la Europa occidental que constaba de 12 libros y que, una vez traducido a las lenguas romances medievales con el título de Fuero Juzgo, determinó la legalidad de los reinos hispanos y de la Monarquía Española hasta bien entrado el siglo XIX. 

Desde la segunda mitad del siglo VI fue cada vez más común el término de Spania como sinónimo del territorio regido por los godos de Occidente, tanto dentro como fuera del mismo: Gregorio de Tours se refiere a Leovigildo como Rex Spaniae. La unidad política, legislativa y religiosa del reino godo se iba expresando en la creciente sinonimia entre Regnum Gothorum y Spania. Las diferencias entre godos e hispanorromanos se borran rápidamente desde la segunda mitad del siglo VI, como refleja la honda amistad entre Sisebuto e Isidoro. La asimilación entre los godos y la población hispanorromana fue tal que mientras la llegada de los francos convirtió a Galia en Francia, la llegada de los godos no convirtió a Hispania en Gotia. 

La invasión musulmana supuso para todo Occidente la “pérdida de España”, y su recuperación movilizó, con intermitencias, durante ocho siglos, los corazones y las voluntades de un pueblo que rechazó activamente la nueva religión, ocho siglos en los que los reyes cristianos de la península se consideraban “reyes solidarios de España”. 

Esta es la historia que llevaba yo conmigo cuando me acercaba al Museo de los Concilios y la Cultura Visigoda. Y luego recorrí las calles, repletas de tiendas de recuerdos para turistas, en busca de algún objeto que recordase esa cultura. Entra tantas muestras de la orfebrería musulmana, o del arte de forjar espadas, o recuerdos inespecíficos de la España actual, o hasta objetos de carácter perfectamente anodino, no encontré ni un solo objeto que recordase al viejo Reino de Toledo: una corona votiva de aspecto visigodo, por ejemplo, o un arco de herradura visigótico que carezca de los añadidos musulmanes, o una simple chapa con las palabras “Fuero Juzgo”. En fin, algo, cualquier cosa me habría servido. 

¡Nada! El reino que consolidó nuestra sociedad tras la caída del Imperio Romano de Occidente, lo unificó y lo proyectó al exterior está definitivamente desaparecido en el recuerdo de la que fue su capital.


miércoles, 15 de marzo de 2023

EL CASO GALILEO

 

“Se están alejando los historiadores, en sus investigaciones galileanas, del enfoque sectario que coloreó al positivismo decimonónico. Salvo en España. A nuestros estudiantes universitarios y becalaureandos les exponen todavía interpretaciones de Galileo y su obra sobradas de tópicos envejecidos» (Luis Alonso, Mito y débito. «Investigación y ciencia» mayo, 2003. p. XXX).

El caso Galileo ejemplifica para muchos una presunta hostilidad a la ciencia por parte de la iglesia, lo que podría ser razón suficiente para que partidarios y detractores se interesasen por él sin conformarse con un conocimiento superficial y frecuentemente erróneo.  Hace ya 30 años que san Juan Pablo II rehabilitó a Galileo y pidió perdón por su injusta condena, y hoy existen muchos estudios rigurosos que permiten establecer lo que sabemos del asunto. Puede ser un buen momento para un resumen desapasionado del caso. 

Lo cierto es que ese caso no es un ejemplo más de ese supuesto enfrentamiento, sino el único caso: no hay ninguno más. El relato se extiende entre los años 1610 y 1633, cuando Roma está ocupada en la Contrarreforma, subrayando los aspectos de la doctrina católica que contrarrestan los efectos de protestantismo. 

En 1610, Galileo, Primer Matemático del Gran Duque de Toscana, ha alcanzado la celebridad con sus descubrimientos astronómicos: las irregularidades de la superficie de la Luna, los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las manchas de la superficie del sol,… Apoyándose en estos descubrimientos, Galileo desafía la física aristotélica y defiende el heliocentrismo de Copérnico. Los aristotélicos reaccionan, y cuando se quedan sin argumentos recurren a una pretendida contradicción entre Copérnico y la Biblia. Galileo niega esa contradicción, y, argumentando como teólogo, afirma que lo importante en la Biblia es el fondo de los asuntos que pretende enseñar y no las formas literarias que se usan para expresarlo. Pero en esta época de polémicas teológicas entre católicos y protestantes es difícil aceptar que un profano pretenda dar lecciones a los teólogos, proponiendo además novedades un tanto extrañas. Novedades, por otra parte, que algunos consideran no bien fundadas. Paradójicamente, tanto los teólogos como Galileo tuvieron razón en las críticas que se dirigieron mutuamente, pero al mismo tiempo ambos se equivocaron a la hora de interpretar las hipótesis en su propio campo. La Iglesia actualmente acepta que el heliocentrismo no implica una contradicción directa con la fe y, por otra parte, las pruebas científicas en las que se basaba Galileo para defender el heliocentrismo no se consideran hoy suficientes. 

Denunciado por los aristotélicos, en 1616 se inicia un proceso contra Galileo, aunque él ni siquiera llegó a comparecer, y sólo se enteró a través de terceros. El proceso se cierra en marzo con dos actos extrajudiciales: el libro Acerca de las revoluciones, de Nicolás Copérnico, publicado setenta años atrás, es incluido en el Índice de Libros Prohibidos, y se amonesta personalmente a Galileo para que se abstenga de defender la teoría heliocéntrica. Galileo, que se encontraba entonces en Roma dedicado a divulgar el copernicanismo, es citado a la residencia del cardenal Belarmino, quien, por orden del papa Pablo V, le conmina a abandonar la teoría copernicana. Galileo entendió que en lo sucesivo no podría argumentar a favor del heliocentrismo, y a ello se atuvo durante años. 

 El hecho de que, en las deliberaciones previas, once consultores del Santo Oficio afirmaran que decir que el sol es el centro del universo era formalmente herético se ha querido entender como un dictamen de la autoridad de la Iglesia, pero no lo era: sólo era la opinión de esos consultores. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el decreto de la Congregación del Índice, y en ese decreto no se dice que la doctrina heliocéntrica sea herética: lo que se dice es que es falsa y que se opone a la Sagrada Escritura. La diferencia es importante, y cualquier entendido en teología lo sabía entonces y lo sabe ahora. Nadie consideró entonces, ni debería considerar ahora, que se condenó el heliocentrismo por herético, porque no es cierto. 

En 1623 Galileo consideró que tenía una nueva prueba a favor del heliocentrismo: creyó que las mareas eran producidas por el movimiento de la Tierra. Además, la elección como Papa (Urbano VIII) del Cardenal Barberini, amigo y admirador suyo desde hace años, le anima a viajar de nuevo a Roma, donde el Papa lo recibe cordialmente hasta en seis ocasiones durante 1624. Galileo cree que es momento de revisar la postura sobre el heliocentrismo, pero Urbano VIII considera que es una doctrina incorrecta y, en ese momento, temeraria. 

No obstante, el talante del Papa anima a Galileo a llevar a cabo un viejo proyecto: exponer en una obra dialogada las diferencias entre los dos sistemas. El libro está terminado en 1630, con el título Diálogo entre los dos grandes sistemas del mundo, y Galileo lo lleva a Roma para obtener los permisos eclesiásticos necesarios para su publicación. Allí se le asegura que, aunque hay que ajustar algunos detalles, puede publicarlo sin problemas, y Galileo regresa a Florencia. Pero entonces irrumpe la peste, que dificulta la comunicación entre Florencia y Roma, lo que alarga los trámites y pone nervioso a Galileo.  El Diálogo, finalmente, termina de imprimirse en Florencia el 21 de febrero de 1632, y su autor envía ejemplares a amigos en diversos países de Europa. Pero los problemas de comunicación con Roma persisten, y los primeros ejemplares no llegan allí hasta mediados de mayo. 

A esas alturas, el movimiento de la Tierra es la menor de las preocupaciones del Papa. La Guerra de los Treinta Años, que divide a Europa entre católicos y protestantes, está en su apogeo, y Urbano VIII, antiguo legado en París, no quiere perder a Francia, proclive a aliarse con Alemania y Suecia, protestantes, contra España y el Imperio, que reclaman una defensa decidida del catolicismo. El 8 de marzo el Cardenal Borgia, embajador de España, acusa abiertamente al Papa de no defender como era preciso la causa católica. Se crea una situación extraordinariamente violenta, y Urbano VIII se siente especialmente obligado a evitar cualquier cosa que pueda interpretarse como una defensa poco decidida de la fe. 

En ese momento llegan los primeros ejemplares del Diálogo, que se interpreta como una defensa del copernicanismo, lo que da lugar a que se acuse a Galileo de saltarse la prohibición de 1616. El Papa intenta evitar su difusión y crea una comisión para estudiar el escrito. El 23 de septiembre de 1632 el Santo Oficio convoca a Galileo a Roma para octubre de ese año, pero el viaje sufre varias dilaciones y cuando Galileo llega por fin a Roma es el 13 de febrero de 1633. El proceso se centra en una única acusación: la desobediencia al decreto de 1616. En su declaración del 12 de abril, Galileo insiste en asegurar que el Diálogo no defiende el copernicanismo. Pero esa defensa es tan evidente que empeñarse en negarlo expone a Galileo a duras penas de acuerdo con los reglamentos del Santo Oficio, y el Papa, para evitarlo, hace entonces algo insólito: propone al Comisario que visite a Galileo en la residencia en que se aloja para intentar convencerlo de que admita su error. Tras una larga conversación, el 30 de abril Galileo declara que, habiendo vuelto a leerlo, reconoce que quizás el Dialogo defiende el copernicanismo con más fuerza de la que él considera que tienen sus argumentos. El 10 de mayo, ante el Santo Oficio, Galileo declara haber actuado siempre de buena fe, y, después de eso, se siguen al detalle los pasos del plan diseñado por Urbano VIII: el 22 de junio la Comisión lo declara culpable, prohíbe el Diálogo y Galileo, que debe retractarse públicamente, es condenado a prisión, salvando así el honor del Tribunal -y satisfaciendo, de paso, las exigencias de rigor de los Habsburgo-; al día siguiente el Papa le conmuta la cárcel por un arresto domiciliario, y el día 30 se le permite abandonar Roma. Pero aún hay peste en Florencia, y Galileo es acogido el 9 de julio por el obispo de Siena, su amigo y discípulo. Galileo está ya por fin en su residencia de Florencia el 17 de diciembre. 

No tienen ningún fundamento las numerosas falsedades divulgadas sobre las circunstancias del final de su vida: ni ejecutado, ni condenado a muerte por la Inquisición: Galileo murió de muerte natural en su residencia de Florencia el miércoles 8 de enero de 1642, a los 77 años de edad, nueve años después de finalizar el proceso.



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domingo, 30 de junio de 2019

LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA



A Félix Pila Gutiérrez, compañero entonces y hoy todavía amigo, que asistió a la emoción de aquellos  días con ojos deslumbrados.


Se acerca el día 20 de julio, cuando se cumplirá el cincuentenario de la llegada del hombre a la Luna. Puesta en duda ahora por una corriente de escépticos, los que asistimos conmovidos a aquella hazaña sentimos que se agolpan los recuerdos, las imágenes, la impresión de estar permanentemente pendientes de una tripulación en el espacio -tan frecuentes llegaban a ser los vuelos-, las sensaciones, en fin, ligadas a un acontecimiento que hizo que a partir de ese momento el hombre haya empezado a sentirse prisionero en el planeta en el que ha vivido desde sus orígenes. Lo que ahora se llama, con cierto desdén, la “carrera espacial” fue algo más que un duelo entre las dos potencias hegemónicas.  Fue una proeza de la ingeniería impensable incluso mientras se llevaba a cabo, una lección de determinación y de coraje capaz de superar una y otra vez las dificultades y las desgracias que parecían confabularse contra aquel proyecto, una demostración de hasta dónde se puede empujar el límite de los sueños.

El proyecto espacial parecía que iba a ser asunto sólo de los rusos: en 1957 lanzan el Sputnik, en 1959 fotografían la cara oculta de la Luna y el 12 de  abril de 1961 Gagarin da una vuelta completa a la Tierra. Pero el 5 de  mayo, con Mercurio 1, sale al espacio exterior el americano Allan Shepard y ese mismo mes, el día 25, Kennedy propone al Congreso llevar a un hombre a la Luna y traerlo de vuelta antes de que acabe el decenio. Comienzan a lanzarse sondas lunares de exploración. Alguna de ellas -Rangers 3- yerra por 41000 km y queda atrapada en órbita solar; sigue allí todavía. En febrero de 1962 John Glenn, con Mercurio 6, da tres vueltas a la Tierra.

El proyecto es exorbitantemente caro, y Kennedy propone a Kruschov, el líder soviético, un esfuerzo  compartido. Pero Kruschov, seguro de su ventaja, lo rechaza. Cinco meses después, el asesinato de Kennedy hace de él un mito, y todo el país se pone en marcha para honrar su memoria. Cualquier esfuerzo será poco para cumplir su deseo de poner a un hombre en la Luna en los siete años que faltan para 1970.

Las misiones Mercurio han terminado en mayo de 1963, y se pone en marcha el proyecto Géminis. Entre sus objetivos figuran comprobar la integridad estructural de la nave y los sistemas de rastreo, estudiar la salida y reentrada en la atmósfera y realizar paseos espaciales, y encuentros y acoplamientos de dos vehículos en el espacio. El esfuerzo para cumplir los plazos es exigente. Y hay que diseñar una nueva cabina para dar cabida a dos tripulantes y al material necesario para alcanzar los objetivos. Y aprenderlo todo desde cero, proponer y rectificar cuando sea necesario. Entre abril de 1964 y noviembre de 1966 se lanzan 12 misiones Géminis -una cada dos meses-, diez de ellas, tripuladas.

Terminado el proyecto Géminis, va a comenzar Apolo, que debe alcanzar la Luna. Eso exige nuevos cambios: los proyectos Mercurio y Géminis eran impulsados por cohetes militares transformados, Apolo llevará cohetes Saturno diseñados expresamente para esta misión. La programación es, de nuevo, minuciosa: hay que estudiar el comportamiento de los gigantescos depósitos de hidrógeno en la ingravidez, la activación de la tercera fase después de permanecer parada en órbita de aparcamiento e ingravidez, alcanzar la velocidad translunar correcta, adecuar el rendimiento del cohete Saturno y su interacción con la tripulación, probar los trajes que se utilizarán en los diferentes momentos de la misión, conseguir retransmisiones en directo desde el espacio con nitidez, ensayar la separación y reacoplamiento del módulo de mando y el módulo lunar en órbita lunar,... Las tripulaciones se deciden con tres vuelos de adelanto para que cada astronauta tenga tiempo de preparar su  misión.

Pero en enero de 1967, cuando ya están dispuestas todas las previsiones y mientras se firma en París el Tratado del Espacio Exterior por el cual las potencias se comprometen a prestarse ayuda mutua en el socorro de los astronautas, los tres tripulantes que se preparan para la misión Apolo 1 -Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffe- mueren al declararse un cortocircuito en la cabina cuando están terminando un ensayo de entrenamiento en una atmósfera de oxígeno al 100%. El accidente obliga a cambios radicales en el programa de seguridad - que no se completarán hasta el verano del año siguiente-, y en las tripulaciones: Apolo 2 y 3 se eliminan, y Apolo 4, 5 y 6 no serán tripuladas.

El programa no se reanuda hasta noviembre de ese año, y la primera tripulación -Apolo 7- sale en octubre de 1968. Realiza la primera retransmisión desde el espacio. Falta poco más de un año para que acabe el plazo propuesto por Kennedy en 1961.

En diciembre de 1968 Apolo 8 es el primer vuelo tripulado que alcanza la órbita lunar. Frank Bormann sufre el primer caso de la llamada “enfermedad del espacio”, por efectos de la ingravidez sobre el laberinto del oído interno. Luego, en marzo, Apolo 9 se separa y se acopla con un módulo lunar en órbita terrestre.

Mientras, entre 1966 y 1969, el programa Surveyor está mandando sondas lunares -siete en total- para estudiar la posibilidad de un aterrizaje suave. El lugar elegido es el mar de la Tranquilidad.

Mayo de 1969. Apolo 10 tiene la misión de orbitar la luna y separar el módulo lunar, que hace un vuelo descendente hasta situarse a 15 km de la superficie. Consideran la posibilidad de posarse, pero no hay garantías de que dispongan de combustible bastante para el despegue posterior. La operación, no obstante, sirvió para fotografiar el mar de la Tranquilidad buscando las zonas más adecuadas.

Y llegamos al vuelo al que estaban dirigidos tantos esfuerzos, el vuelo que debería llevar un hombre a  la Luna y traerlo de regreso. El 16 de julio de 1969 despega de Cabo Kennedy el Apolo 11, tripulado por Neil Armstrong, comandante de la misión, Edwin (“Buzz”) Aldrin, piloto del módulo lunar, y Michael Collins, piloto del módulo de mando. La nave consta de tres módulos acoplados en línea:
-el módulo de mando (Columbia): 6 toneladas, 2 millones de piezas, y más de 800 interruptores e indicadores repartidos en 57 paneles. El espacio habitable de un monovolumen que será dormitorio, aseo, laboratorio, observatorio, comedor y zona de esparcimiento para los tres hombres durante una semana. Almacén para comida, botiquín, ropa, herramientas, útiles de supervivencia, sujeciones para dormir,… y doce kilos de documentación y planes de vuelo. Y un ordenador de 36 kilobytes de memoria interna, una capacidad dos millones de veces menor que la del iPhone XR menos capaz.
-el módulo de servicio: 26 toneladas de material y estructura para el funcionamiento del módulo de mando.
-el módulo lunar (Eagle): necesita 12 toneladas de combustible para su viaje de ida y vuelta entre el módulo de mando y la Luna, de modo que para el alunizador propiamente dicho sólo se dispone de 4 toneladas. Las paredes, poco más que papel metálico, son  tan finas que se pueden atravesar con un lápiz. Es ligero, pero debe ser resistente para soportar el alunizaje en terreno irregular y polvoriento. Y sólo tendrán suerte si logran evitar cualquier daño. Es la única nave espacial capaz de hacer un aterrizaje propulsado. El motor de descenso genera un impulso de 4,5 toneladas y es el primer gran cohete que puede propulsar hacia arriba y hacia abajo. En la mitad superior, junto con el motor de ascenso, la cabina: Armstrong y Aldrin viajarán de pie en un armario escobero de 1 m. de fondo, donde tendrán que comer, dormir y preparase para el paseo.

Y todo ello, sobre un cohete Saturno V, todavía el mayor ingenio construido nunca por la NASA, una auténtica hazaña de la ingeniería. Mide más de 100 m. de altura y pesa, cargado, 3300 toneladas, el 90% de las cuales son los tres millones de litros de propergoles que utiliza como combustible. Genera en el despegue un impulso de 3400 toneladas (ocho años antes, cuando Allan Shepard se convirtió en el primer americano en llegar al espacio exterior, sus motores habían generado en el despegue un impulso de 35 toneladas) y logra una velocidad inicial de 9600 km/h.

Dejarán en la superficie de la Luna, mudos testigos de su visita, el segmento inferior del módulo lunar con una placa firmada por los tres astronautas y por el presidente Nixon, que dice: “Aquí, hombres del planeta Tierra pusieron pie por primera vez en la Luna, julio de 1969 d.C. Vinimos en son de paz en nombre de toda la Humanidad”. Dejarán también un recolector de viento solar -un estrecho pliego de aluminio de 1,5 m de altura- y una bandera de los Estados Unidos diseñada para colgar de un brazo telescópico perpendicular al mástil. Pero después de mucho tirar no pudieron extraer completamente el brazo telescópico, y la bandera quedó arrugada, lo que ha dado pie a que los partidarios de la teoría de la conspiración lo atribuyan a la existencia de viento, algo que es imposible en las condiciones de la Luna.
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Una semana más tarde estarán de regreso en la Tierra, aclamados en todos los idiomas. La carrera espacial había alcanzado el objetivo que se había propuesto Kennedy. Pero en el saldo final no podemos olvidar las vidas perdidas en el intento, tanto estadounidenses como rusas: Vladimir Bodarenko (1961), Theodore Freeman y Clifton Williams (1964), Charlie Bassett y Elliot See (1966), Gus Grissom, Ed White, Roger Chaffe y Vladimir Komarov (1967).

No nos dejemos confundir cuando miramos esos días. Que algo haya ocurrido no significa que fuera probable. Poner a un hombre en la Luna y traerlo de regreso era tan seguro como dejan entender las palabras de Jerry Lederer, jefe de Seguridad del proyecto Apolo, quien, ante la pregunta de unos periodistas sobre su confianza en la seguridad de Apolo 8, contestó: “El vehículo tiene 5,6 millones de piezas, de modo que si todo va bien al 99,9%, aún podemos esperar 5.600 problemas.”

Algo tan improbable que no parece posible. Por eso, la reacción de la nueva corriente escéptica es el mejor homenaje que pueden recibir  aquellos hombres.




lunes, 12 de octubre de 2015

12 DE OCTUBRE: ESPAÑA EN AMERICA



La acción de España en América no puede comentarse en cuatro párrafos. Ya traté de ella en otro momento. Y como no siempre tenemos el tiempo y la voluntad necesarios para acudir a las fuentes, me atrevo a proponer, a quien pueda interesarle, una serie de citas de diversos autores acerca de esta acción. Pido perdón a quien le parezca demasiado pesado para terminar y paciencia para hacerlo, pues creo que justifican un modo de ver la historia que se acerca más a lo que fue aquella realidad que lo que acostumbramos a leer en esta celebración.

SOBRE LA SUPERIORIDAD DE LAS FUERZAS ESPAÑOLAS:
“La opinión popular hizo durante muchos años una gran injusticia a esos y otros de los conquistadores españoles, empequeñeciendo sus hechos militares por causa de la gran superioridad de sus armas sobre los indígenas y acusándolos de crueles y despiadados en la exterminación de los aborígenes. La luz clara y fría de la verdadera historia nos lo presenta de una manera muy distinta. En primer lugar, la ventaja de las armas apenas era otra cosa que una superioridad moral en inspirar terror al principio entre los naturales, puesto que las tristemente toscas e ineficaces armas de fuego de aquella época apenas era más peligrosas que los arcos y flechas que se les oponían. Su eficacia no tenía mucho mayor alcance que las flechas, y eran diez veces más lentas en sus disparos. En cuanto a las pesadas y generalmente dilapidadas armaduras de los españoles y de sus caballos, no protegían del todo a unos ni a otros contra las flechas de cabeza de ágata delos indígenas, y colocaban al hombre y al bruto en desventaja para luchar con sus ágiles enemigos en un lance extremo, además de ser una carga muy pesada con el calor de los trópicos. La “artillería” de aquellos tiempos era casi tan inútil como los ridículos arcabuces.”  (Charles Fletcher Lummis)

“La batalla de Otumba, una de las batallas decisivas de la Historia, demostró de modo concluyente que fueron los españoles mismos, y no su armamento superior, lo que conquistó el imperio azteca. Sólo hombres de extraordinario vigor físico y valentía podían haberse librado de ser aniquilados por el mero peso de la cantidad” (Prescott)

“Pusimos y aventuramos nuestras vidas descubriendo tierras que jamás se había tenido noticia de ellas, y de día y de noche batallando con multitud de belicosos guerreros, y tan apartados de Castilla, sin tener socorro ni ayuda ninguna, salvo la gran misericordia de Dios Nuestro Señor”. (Díaz del Castillo)

“Pues de aquellas matanzas que dicen que hacíamos, siendo nosotros cuatrocientos y cincuenta soldados los que andábamos en la guerra, harto teníamos que defendernos no nos matasen y nos llevasen de vencida, que aunque estuvieran los indios atados no hiciéramos tantas muertes” (Díaz del Castillo)

SOBRE EL  TRATO DADO A LOS INDÍGENAS:
“Los aventureros españoles de América necesitan todas las concesiones que la caridad pueda hacerles” (John Fiske)

"En cuanto a su comportamiento con los indígenas, hay que reconocer que los que resistieron a los españoles fueron tratados con muchísima menos crueldad que los que se encontraron en el camino de otros colonizadores europeos. Los españoles no exterminaron ninguna nación aborigen –como exterminaron docenas de ellas nuestros antepasados (los ingleses) y, además, cada primera y necesaria lección sangrienta iba seguida de una educación y de cuidados humanitarios. Lo cierto es que la población india de lo que fueron posesiones españolas en América es hoy mayor de lo que era en tiempo de la conquista, y este asombroso contraste de condiciones y la lección que encierra respecto al contraste de los métodos, es la mejor contestación a los que han pervertido la historia” (Charles Fletcher Lummis)

“Además, (durante el cerco de Manco Capac a Lima) los indios que se habían visto obligados a servir como yanaconas a los españoles de Lima salían por la noche de la ciudad y traían víveres a sus amos, incidente que nos demuestra el carácter patriarcal que ha tenido siempre el hogar español y también nos recuerda que, de todos los pueblos europeos, han sido los españoles los más humanitarios propietarios de esclavos, y que el amo español miraba corrientemente a todos sus servidores, fueran libres o esclavos, como miembros de su familia” (Frederick Alex Kirpatrick)

“Al enjuiciar la obra de los españoles en América se piensa, naturalmente, en la obra posterior de los ingleses en América del Norte. Al momento surjen puntos de contraste. Como la primera colonia española permanente data de 1493 y la primera colonia inglesa de 1607, habiéndose reproducido ambos países en el Nuevo Mundo, la Inglaterra así reproducida era la Inglaterra de los Estuardo y la Commonwealth, mientras que aquella España era la de los Reyes Católicos y la de Carlos V. La colonización española coincidió con el período de exploración aventurera; la colonización inglesa siguió al período de aventuras. Cuando se acusa a los conquistadores españoles de inhumanos e ineficaces, hay que recordar esta diferencia de tiempo. Todo lo que se ha dicho –en primer lugar, por españoles- sobre esa crueldad y esa ineficacia, es verdad, pero no la verdad completa. Debe recordarse que durante ese mismo período también conquistaban y colonizaban los ingleses, pero en Irlanda; y se dudaría antes de afirmar que su conducta fue más eficaz o más humana.” (Frederick Alex Kirpatrick)

“Una de las cosas más asombrosas de los exploradores españoles –casi tan notable como la misma exploración- es el espíritu humanitario y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus instituciones. Algunas historias que han perdurado pintan a esta heroica nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de España en este particular debería avergonzarnos. La legislación española referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática y más humanitaria que la de la Gran Bretaña, la de las colonias y la de los Estados Unidos todas juntas. Aquellos primeros maestros enseñaron la lengua española y la religión cristiana a mil indígenas por cada uno que nosotros aleccionamos en idioma y religión. Ha habido en América escuelas españolas para indios desde el año 1524. Allá por 1575 –casi un siglo antes de que hubiese una imprenta en la América inglesa- se habían impreso en la ciudad de México muchos libros en doce diferentes dialectos indios, siendo así que en nuestra historia sólo podemos presentar la Biblia india de John Eliot; y tres universidades españolas tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó la de Harvard. Sorprende por el número la proporción de hombres educados en colegios que había entre los exploradores; la inteligencia y el heroísmo corrían parejas en los comienzos de la colonización del Nuevo Mundo” (Charles Fletcher Lummis)

“El empeño de los exploradores españoles en todas partes fue educar, cristianizar y civilizar a los indígenas, a fin de hacerles dignos ciudadanos de la nueva nación, en vez de eliminarlos de la faz de la tierra para poner en su lugar a los recién llegados, como por regla general ha sucedido con otras conquistas realizadas por algunas naciones europeas. De vez en cuando hubo individuos que cometieron errores y hasta crímenes, pero un gran fondo de sabiduría y humanidad caracteriza todo el generoso régimen de España, régimen que impone admiración a todos los hombres viriles” (Charles Fletcher Lummis)

“En América española fueron considerados los nativos desde el principio como súbditos de la Corona de España, mientras que en América inglesa se les trataba generalmente como naciones independientes (amigas o enemigas, según se presentara el caso)” (EG Bourne)

“La mayor cosa después de la Creación del mundo, sacando la Encarnación y Muerte de quien lo creó, es el Descubrimiento de Indias” (López de Gómara)

“Las afirmaciones de los historiadores de gabinete de que los españoles esclavizaron a los Pueblo o a otros indios de Nuevo Méjico; de que les obligaban a escoger entre el cristianismo y la muerte, que les forzaban a trabajar en las minas, y otras cosas por el estilos, son enteramente inexactas. Todo el régimen de España para con los indios del Nuevo Mundo fue de humanidad y justicia, de educación y de persuasión moral, y aun cuando hubo, como es natural, algunos individuos que violaron las estrictas leyes de su país respecto al trato de los indios, recibieron por ello el condigno castigo” (Charles Fletcher Lummis)

VALORACIÓN GENERAL
“(Cristóbal Colón) Halló el camino para aquellos exploradores, descubridores, conquistadores y colonizadores que, en el transcurso de medio siglo, penetraron en un mundo de nueva y fantástica hechura; sometieron a dos extensas monarquías ricas en tesoros acumulados y en filones inexplotados de metales preciosos; atravesaron bosques, desiertos, montañas, llanuras y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y marcaron los límites de un imperio cerca de dos veces mayor que Europa con una rapidez audaz y casi imprudente, pródiga en esfuerzo, sufrimiento, violencia y vida humana” (Frederick Alex Kirpatrick)

“Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de repente se halló un Nuevo Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que registran los anales de la Humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las naciones civilizadas, y que todas ellas se lanzarían con el mismo empeño a sacar provecho de los mucho que entrañaba ese descubrimiento en beneficio del género humano. Pero en realidad, no fue así. Hablando en general, el espíritu de empresa de toda Europa se concentró en una nación, que no era por cierto la más rica o la más fuerte” (Charles Fletcher Lummis)

"No puedo dejar de alabar la paciente virtud de los españoles. Rara vez o nunca hemos visto que una nación haya sufrido tantas desgracias y miserias como los españoles en su descubrimiento de las Indias; no obstante, persistiendo en sus empresas con invencible constancia, anexionaron a su imperio provincias tantas y tan ricas como para enterrar el recuerdo de todos los peligros pasados. Las tempestades y naufragios, el hambre, trastornos políticos, motines, calor y frío, peste y toda clase de enfermedades, tanto antiguas como nuevas, junto a una extremada pobreza y carencia de las cosas más necesarias, han sido los enemigos con que ha tenido que luchar cada uno de los más ilustres conquistadores. Muchos años han pasado sobre sus cabezas mientras recorrían no muchas leguas y, en verdad, más de uno o dos han gastado sus esfuerzos, sus bienes y sus vidas en la busca de un reino dorado sin llegar a tener de él más noticias que lo que sabían cuando partieron, y, sin embargo, ninguno de ellos, ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto, se descorazonaban. Desde luego han sido muy justamente recompensados con los tesoros y paraísos que hoy disfrutan, y merecen disfrutarlos en paz, si no impiden a otros el ejercicio de la misma virtud, que quizá no se volverá a dar” (Raleigh)





jueves, 11 de septiembre de 2014

LA DIADA. CATALUÑA Y EL REY: 300 AÑOS



Se celebra hoy la Diada, fiesta catalana por excelencia, cargada este año de un significado especial. Conmemora su derrota en la Guerra de Sucesión Española, guerra que es presentada a menudo como la contienda entre dos aspirantes a la Corona de la Monarquía Hispánica. No lo fue: se trató de una guerra que enfrentó al Rey de España con un Aspirante que pretendía ocupar ese Trono. Ésta es la historia.

España, corazón de una Monarquía que se extiende por las cinco partes del mundo, es a finales del siglo XVII un conjunto heterogéneo de entidades políticas diferentes -los Reinos de Castilla, Aragón, Valencia, Baleares y Navarra, y el Condado de Cataluña- mutuamente separadas por fronteras recíprocas, y cada una de ellas con Cortes, moneda, sistema jurídico y fiscal y sistema de pesos y medidas propios. Castilla soporta sola el peso de la política de los Austria, y el empeño del Conde-Duque de Olivares por aglutinar esfuerzos y recursos con su programa “Unión de Armas” no había conseguido más que la rebelión de Portugal -que conserva su independencia hasta hoy- y de Cataluña, que sólo regresó a la Monarquía tras doce años de guerra. 

Cuando acaba el siglo, el rey, Carlos II, se acerca a la muerte. Sin descendientes, tiene ante sí una disyuntiva: la continuidad dinástica de los Austria en la persona de su sobrino Carlos, hijo del emperador Leopoldo I de Austria, o la implantación de la dinastía de Borbón con Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia. Dubitativo hasta el último momento, Carlos II, que pretende evitar la fragmentación de la Monarquía, designa sucesor a Felipe. 

En Castilla, que ha asistido a la degeneración del sistema y a la debilidad del Rey frente a la arbitrariedad de los nobles, y que ha soportado el peso de la política de los Austria, el cambio se ve como una oportunidad. En cambio, en la Corona de Aragón, que no sufría el peso de la Monarquía, y que temía la implantación de un Estado centralizado, a lo que se añadía la animadversión hacia los franceses establecidos en su Reino, que se enriquecían ante sus ojos ejerciendo los oficios que ellos despreciaban, la peor perspectiva es el cambio dinástico. Y por eso, cuando en 1700 muere el Rey y llega a España Felipe, que cuenta entonces 17 años, es pacíficamente recibido y aceptado como Rey de Castilla, mientras que la Corona de Aragón exige unas garantías que manifiestan el recelo que sienten por el nuevo Rey. 

Pero cuando ya es el rey Felipe V de España, su abuelo, Luis XIV, declara que no por ello queda excluido de la sucesión al Trono francés. La respuesta inmediata del Reino Unido, Holanda, Prusia, Saboya y Austria es formar una alianza antiborbónica para arrancar a Felipe del Trono español y colocar en su lugar al Archiduque Carlos. 

Los primeros enfrentamientos tienen lugar en los territorios de la Corona en el norte de Italia, pero en 1704 Portugal se une a la guerra. El Rey acude a hacerle frente, y en su ausencia, la Reina, María Luisa Gabriela de Saboya, apenas una niña de 13 años, moviliza todos los recursos disponibles para hacer frente a los rumores de levantamientos en distintas ciudades españolas. Esta demostración de voluntad y de temple del Rey en los momentos difíciles, y la energía y dotes demostrados por la Reina, impropios de su edad, les ganaron la devoción de los castellanos.

Los ingleses, entre tanto, intentan aprovechar el frente portugués para promover en Cataluña un levantamiento contra el Rey. El intento fracasa, pero, en su retirada, bombardean Gibraltar hasta rendirlo. Aunque bombardean en nombre del Archiduque, toman posesión en nombre de su Rey. 

Pero el sentimiento antiborbón es fuerte en la Corona de Aragón y, finalmente, en 1705 Cataluña y Valencia se sublevan y proclaman Rey al Archiduque, convirtiendo en guerra civil lo que hasta ese momento era una guerra internacional. Don Carlos, con acceso libre ahora al territorio español, desembarca en Barcelona y avanza hacia Madrid, aunque el hostil recibimiento que le tributan los madrileños le obliga a permanecer fuera de la ciudad.

Pero el ejército de los aliados permanece en Castilla durante dos años, y su predominio es indiscutible. Todo parece perdido para el Rey hasta que el 25 de abril de 1707, frente a Almansa, las tropas hispanofrancesas destruyen al ejército aliado. Desde ahí, Felipe V avanza y recupera sucesivamente todo el Reino de Valencia, casi todo el Reino de Aragón y las comarcas periféricas de Cataluña. Dos meses más tarde se publican los decretos de Nueva Planta, que suprime las fronteras interiores y equipara la moneda, la fiscalidad, la legislación y las Cortes según el modelo castellano.

La situación se mantiene hasta que, en 1710, una grave derrota en Almenara obliga al Rey a retirarse nuevamente del territorio aragonés. Don Carlos vuelve a Madrid, pero la hostilidad de la población civil le obliga a replegarse a territorio aragonés. Para no dar la impresión de que se produce una huida, decide hacerlo lentamente, dividiendo su ejército en dos cuerpos, que Felipe V alcanza y destruye, uno en Brihuega y el otro en Villaviciosa.

En este mismo año, la repentina muerte del emperador José I convierte al Archiduque en el emperador Carlos VI, y Europa siente ahora el temor de estar contribuyendo a la creación de una hegemonía hispanoaustríaca. En 1713, en Utrech, se firma la paz y el reparto de los territorios europeos de la Corona Española. Sólo Austria se mantiene en guerra, pero la suerte ya está echada, y el 11 de septiembre de 1714 las fuerzas borbónicas asaltan la última resistencia del Castillo de Montjuich. La paz entre España y Austria se sella ese año en Rastatt. 

Resulta difícil establecer con seguridad si Felipe V tenía en mente desde el principio la formación de un Estado absolutista. La Nueva Planta, de indudable carácter punitivo, y pieza fundamental para unificar el sistema de gobierno, el aparato legislativo y la organización judicial, parece apuntar a eso. Pero es de 1707. Y en 1701 había mostrado el Rey su desacuerdo con Luis XIV, que le recomendaba centralizar la Administración española. Su interés por salvaguardar la España que recibió lo demuestra el respeto que siempre mantuvo a las peculiaridades de Navarra y el País Vasco -peculiaridades que colean todavía hoy-, y el que tuvo también inicialmente a las instituciones de la Corona de Aragón -llegando en Barcelona a concesiones que ningún monarca había otorgado-. Pero tras la rebelión de 1705, que estuvo a punto de costarle el trono, Felipe V se mostró inflexible: la Corona de Aragón había perdido todo derecho sobre sus fueros por haber faltado a su juramento de fidelidad y haber traicionado a su Rey en el campo de batalla; y su reincorporación a la Monarquía se producía, finalmente, bajo el estatuto de territorio conquistado en guerra. Pero incluso entonces, el trato no fue igual para todos: mientras municipios rebeldes, como Barcelona y Tortosa, fueron completamente “castellanizados”, otros, que habían mantenido su lealtad al Rey -como es el caso de Cervera- la vieron recompensada con importantes privilegios.

sábado, 26 de julio de 2014

UNA LÁPIDA GAÉLICA EN BETANZOS


El reciente descubrimiento en una iglesia de Betanzos de una lápida escrita en lo que podría ser gaélico, la antigua lengua celta de Irlanda (1), pone de actualidad las viejas teorías que relacionan las poblaciones celtas de Irlanda y de nuestra península.

Esa relación iría más allá del simple celtismo de ambas poblaciones, pues la presencia de celtas en estas regiones no tiene nada de particular: los celtas –los galos de los latinos- se extendieron en un momento u otro de su transcurrir histórico desde el Atlántico hasta el mar Negro, y desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo, y encontramos restos de su presencia en la topinimia polaca (Galitzia), turca (Galacia) y, naturalmente, británica (Gales) e ibérica (Galicia).

Pero el caso de Irlanda es singular, hasta el punto de que en el imaginario común es todavía hoy Irlanda el país celta por excelencia. El sentimiento celta de la población fue tan universal y tan profundo que muchos siglos después de haber desaparecido como estructura social permanecía en la imaginación popular, y sus Sagas fueron transmitidas oralmente durante muchas generaciones antes de ser puestas por escrito.

Y eso, ¿qué tiene que ver con nosotros? Pues ésa es la cuestión, que son las propias Sagas irlandesas las que vinculan a los dos pueblos: el Libro de las Conquistas cuenta que Ith, hijo del rey Breogán de Brigantia (¿La Coruña?, ¿Betanzos?), se sintió atraído por aquella isla, navegó hasta allí y allí encontró la muerte. Algún tiempo más tarde su sobrino Mil invadió la isla y sometió a la población. Las Sagas, tal como hoy las conocemos, son del siglo XIX, pero recogen el núcleo mismo del corazón de Irlanda, que había conservado con amor estas historias de sus orígenes.

¿Se reduce todo a pura leyenda? Quizá no. A partir de la evolución de ciertas consonantes, los conocedores de las lenguas celtas aseguran que se pueden hablar de dos variantes: uno, llamado “celta de q” era el hablado en Irlanda y en nuestra península, mientras que el otro, el “celta de p”, lo hablaban en Gran Bretaña, en la Galia y en el norte de Italia. Lo más importante para nuestro asunto es que el “celta de q” sería el estrato más antiguo, el que se hablaba cuando partió la primera oleada; las que partieron más tarde llevaron ya consigo el “celta de p”. Lo que significa que las poblaciones que alcanzaron las actuales España e Irlanda comenzaron su emigración antes que las demás. Y como la penetración de los celtas en la Península se fecha en alrededor del siglo VIII a. JC., y los más antiguos testimonios irlandeses son de los siglos VI a IV a. JC, se puede pensar que los celtas llegaron primero a la Península, y desde aquí alcanzaron Irlanda: la lingüística parece apoyar la prehistoria que se transparenta en las Sagas irlandesas.

Y, como en un guiño, la Historia, que es también Poesía, se las arregla para que, cuando en 1921 se constituye el primer Gobierno de la República de Irlanda, recaiga la Presidencia en Eamon de Valera, llevando a la más alta representación del nuevo Estado su sangre hispano-irlandesa: una metáfora viviente, la encarnación de la historia nacional.

Sin conocer nada de los tiempos remotos, pero con la intuición directa que le daba su larga experiencia en relaciones europeas internacionales, Salvador de Madariaga, nuestro gallego más internacional, estaba vivamente convencido de la índole hispánica de los irlandeses, “arrojados, por una equivocación fatal, tan lejos de su España nativa. Por eso son los únicos católicos del Norte de Europa”, bromeaba. O, quizá, no.

Las creencias no tienen influjo en las estructuras lingüísticas, pero sí ocurre lo contrario: la imagen que se forjan los hombres del mundo en el que viven depende, en buena medida, da las formas que emplean para comunicar sus experiencias. Por eso, cuando, en un almuerzo en la Sociedad de Naciones, entretenía Madariaga a sus comensales señalando que el español es la única lengua europea que distingue los verbos ser y estar, al tiempo que carece de verbo para expresar el significado del francés devenir, el inglés to become o el alemán werden, fue interrumpido por De Valera, que estaba sentado frente a él, para decirle:
-“También en irlandés hacemos esa distinción: is quiere decir ser y to quiere decir estar”.
Madariaga reaccionó como movido por un resorte:
-“¿Y cómo dicen ustedes to become
De Valera se quedó pensando:
“-To become…, to become… No hay un verbo irlandés para decir to become”.

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(1):http://www.lavozdegalicia.es/noticia/ocioycultura/2014/07/22/identifican-inscripcion-gaelico-iglesia-betanzos/0003_201407G22P38991.htm

jueves, 20 de junio de 2013

HAN VUELTO LOS SOFISTAS





Heráclito el Oscuro aseguraba que bajo la aparente contienda que contemplamos en la realidad reina una armonía que todo lo iguala. Que los extremos se tocan, vaya. Y decía también que todo acaba volviendo, que lo que ha sido volverá a ser, que nada dura para siempre pero nada pasa tampoco para siempre: es el descubridor del día de la marmota. Hoy, cuando los sabios se nos han muerto y no podemos ya subirnos a otros hombros que los de sus cenizas, cobra Heráclito una actualidad insospechada: nos despertamos con la noticia de que los bufetes importantes, y los bufetes menos importantes, y pronto serán todos los bufetes, imparten a sus abogados cursos de oratoria para que puedan salir airosos del trance de convencer a un jurado que es, por definición, lego redondo en materia jurídica. Dicen oratoria, pero es claro que el sentido que le dan es el de retórica: cómo hablar para persuadir. Si en algún momento podemos asistir al eterno retorno, es ahora, cuando nos encontramos en el periódico con la prehistoria del Derecho tal como lo veníamos entendiendo hasta ahora.
 

Veinticinco siglos hace que los atenienses dieron con la democracia. Accedió entonces el ciudadano corriente a la Asamblea, donde se trataban los asuntos públicos, y donde el éxito requería la capacidad de convencer. Pero la educación tradicional de los jóvenes helenos consistía en leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, tocar la cítara o la flauta y hacer deporte; nada más. No se estudiaba el arte de persuadir, que era lo que necesitaban para alcanzar sus fines políticos. ¿Quién podría enseñarles?
 

Los sofistas, claro. Los sofistas, que eran metecos y no podían ejercer en la Asamblea los derechos de los ciudadanos, se ofrecían a enseñar, a cambio de dinero, la “virtud política”, el arte de convencer de una cosa -o de su contraria, llegado el caso- la habilidad para arrastrar al que escuchaba a favorecer la propia causa. Esto, que hacía temblar a Aristóteles, para quien la línea que separa la democracia de la demagogia es mucho menos que tenue, resultaba extremadamente útil en un tiempo en que no existían los abogados ni los jueces, y era el propio acusado el que tenía que sacar adelante su inocencia convenciendo a un grupo de ciudadanos que tenía la misma formación jurídica que él: ninguna.
 

 Tuvimos que esperar hasta la llegada del pueblo romano, violento como muchos pero pragmático como pocos. Roma se empeñó en someter la violencia a reglas y desarrolló su más precioso legado: el Derecho Romano. Tan precioso que seguimos estudiándolo hoy, dos siglos después de que Napoleón le diese la vuelta, y que afirmaba, con palabras de Ulpiano, que “Justicia es dar a cada uno lo suyo”. Esta afirmación, que puede parecer insignificante, no lo es en absoluto: nos dice que la Justicia no consiste en arrastrar a los ignorantes, que cada uno tiene, antes de que nadie se lo dé, algo que es "suyo", y que nosotros nos hacemos justos al reconocerlo e injustos al negarlo.
 

 Eso, ya digo, era antes. Porque hace ya tiempo que nosotros desvinculamos la justicia de la realidad, de modo que esto de ahora es sólo el colofón: la noticia de clases particulares de retórica para abogados nos confirma lo acertado de la intuición de Heráclito: existe una armonía que subyace a la aparente contradicción entra la justicia griega y la romana, una armonía que deja un regusto de venganza de la primera. Pero significa algo más: el desmantelamiento del Derecho Romano, que es uno de los tres pilares de la civilización a cuyo dormitar asistimos. Los otros son la religión cristiana y la filosofía griega: no es posible exagerar la pérdida de convicciones religiosas ni el desprestigio actual de la razón. Seguimos viviendo de las tres como por inercia, aprovechándonos de la herencia que nos han dejado nuestros mayores. Pero ya no conocemos los resortes, los principios intelectuales, morales y religiosos en los que se fundan. Y por eso, cuando se produce un fallo, una insuficiencia en el sistema social que ha nacido de ellos, no somos capaces de repararlo y vamos perdiendo progresivamente las raíces, las vigencias, la coherencia interna. 
 

Lo grave del asunto es que la alternativa que Heráclito nos propone es el eterno retorno, el tiempo que gira en círculos incesantes. Volver a empezar, otra vuelta a la noria: no es otra vuelta lo que desespera: lo que desespera es el día de la marmota, porque significa la imposibilidad de mejorar, el fin mismo de la historia, que se derrumba sola, después de tanta vuelta, como se derrumbaron las murallas de Jericó mareadas por el ejército de Josué. 

Me quedo con Ulpiano.

lunes, 6 de mayo de 2013

"CUANDO ESTÉS ATRAVESANDO EL INFIERNO, SIGUE CAMINANDO"

 El Banco de Inglaterra acaba de anunciar la próxima emisión de un nuevo billete de cinco libras que llevará la imagen de Winston Churchill. Algo se ha revalorizado la figura del estadista inglés, al que en 1965 dedicaron una emisión de monedas de cinco chelines. Pero multiplicar por veinte su valor es una flaca plusvalía para el político mejor valorado de su país, y el único personaje, además de La Fayette, al que los EE.UU. han concedido la ciudadanía honoraria.
 Es difícil sobrevalorar la figura de Winston Churchill, un hombre que sintió una decidida e irrenunciable vocación literaria a la que se dedicó a lo largo de toda su vida, que le proporcionó los medios necesarios para vivir durante los cincuenta años en que ocupó un escaño en el Parlamento británico –un puesto no remunerado-  y que le valió en 1953 un Premio Nobel de Literatura que, descontando lo que pueda tener de honorario, hace justicia a sus méritos más allá de lo que se puede decir de otros galardonados. Dueño de un conocimiento intuitivo de los recursos de su lengua, y con un verbo rápido y demoledor que le ponía en el punto de mira de sus rivales en el Parlamento, cuando los restos del ejército británico, reducido y mal equipado, se retiraba a Dunkerque y todos, incluidos los amigos de la Gran Bretaña, creían que se vería obligada a rendirse, él movilizó al idioma inglés y lo lanzó a la batalla en defensa de la civilización contra el imperio de la barbarie, logrando convencer a quienes le escuchaban de que aunque las demás naciones importantes de Europa se habían rendido ante los nazis, ellos podían seguir combatiendo solos, y lo harían.
 No es necesario resaltar ahora su figura durante los trece meses que se mantuvo sólo y firme frente a Alemania. Fueron trece meses de piedra, entre mayo de 1940 y junio de 1941 –cuando Hitler abrió otro frente en la Unión Soviética y alivió la presión sobre la Isla-, durante los cuales soportó y resistió con tal coraje y tan inquebrantable fe en la victoria que puso en pie a su lado a todos los británicos y a los partidarios de la libertad en el mundo entero: “Combatiremos en Francia, combatiremos en los mares y los océanos, combatiremos en el aire; defenderemos nuestra isla a cualquier precio: combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en los campos y en las calles, combatiremos en las montañas: ¡jamás nos rendiremos!”. Era una fe realista que comprendía la necesidad de que los EE.UU. se unieran a la lucha para vencer al enemigo: “La lucha continuará hasta que, cuando Dios quiera, el Nuevo Mundo, con todo su poder y su fuerza, dé un paso al frente para rescatar al Viejo, lo que llegó tras el bombardeo de Pearl Harbor en diciembre de 1941.
 Ya sabemos lo que pasó después: cómo, tras cinco años en el Gobierno, y próximo ya el fin de la guerra, el electorado lo sustituyó por su Ministro de Defensa, privándole de la satisfacción de asistir a la victoria que él había hecho posible. “Fiel pero desdichado” dice, en perfecto español, el lema de su escudo familiar desde los tiempos de aquel Mambrú que se fue a la guerra.
 Pero el interés de su figura hoy es otro, por una circunstancia en la que no solemos pensar: nacido en 1874, era un viejo político de sesenta y seis años cuando el Rey le encarga formar un Gobierno de Defensa Nacional. A los sesenta y seis años debería ser ya, dicen las estadísticas, un hombre en retirada. Pero nunca se plegó a las estadísticas, nunca retrocedió ante lo improbable: la huída del campo de prisioneros boer, recorriendo a pie, de noche, a escondidas y sin alimentos, los quinientos kilómetros que separan Pretoria de Lourenzo Marques; la supervivencia política tras el desastre de Gallípoli; la permanencia en el Parlamento durante cincuenta años, después de haber “cruzado la sala” de los Comunes, no en una, sino en dos ocasiones –del Partido Conservador al Liberal en 1904, y de vuelta al Conservador en 1925- (“Algunos cambian de parecer para no cambiar de partido, otros cambian de partido para no cambiar de parecer”), y, al final, lo más improbable de todo: llevar a cabo, a los 66 años,  la empresa por la que se le recordaría cuando todo lo demás se hubiese olvidado. 
 Cuando Protágoras dijo aquello de que “El hombre es la medida de todas las cosas” estaba, seguramente, pensando en Churchill, que, sólo ante el enemigo, tomó el mando de la Historia y torció su rumbo a fuerza de determinación y de coraje. Una lección de máxima actualidad.

lunes, 16 de julio de 2012

LA BATALLA DE LAS NAVAS: 800 AÑOS





Se cumplen hoy 800 años de la batalla de las Navas de Tolosa, una de las pocas fechas de la historia de España que todo estudiante recuerda sin esfuerzo. Se trata de una de las batallas más importantes de la historia medieval europea -durante siglos se refirieron a ella como "la Batalla"-tanto por lo numeroso de los ejércitos participantes como por las consecuencias de su resultado. Y es, con la de Covadonga, la batalla de nuestra historia que ha dado lugar a mayor número de leyendas. Pero mi interés por ella ahora es, además, porque, en épocas de crisis como la nuestra, es un ejemplo de la eficacia que supone la unión de esfuerzos por encima de diferencias superficiales.

Para poner las cosas en su contexto hay que recordar que con la invasión árabe de 711 nació en los focos de resistencia la idea de “la pérdida de España”, y su “recuperación” va a ser, desde entonces, el eje de la historia peninsular y, con intervalos, el móvil central de los reyes cristianos, que se consideran a sí mismos “reyes solidarios de España”.

En 1209, cuando el reino de Castilla se ha recuperado de la severa derrota sufrida quince años antes en Alarcos, el califa almohade an-Nasir, se propone acabar definitivamente con los levantiscos cristianos, a la vez que emular a Saladino, el líder recientemente fallecido que expulsó a los cristianos de Tierra Santa y unificó el Oriente Próximo. Pasa para ello desde su capital, Marrakesh, a la península con un ejército que incrementa sus fuerzas a su paso por al-Ándalus, y conquista la fortaleza de Salvatierra ante la impotencia del rey Alfonso VIII, cuyo ejército no puede hacer frente al del califa.

Envalentonado por el fácil éxito, el Califa desafía desde Sevilla a toda la cristiandad en una carta en la que anuncia toda clase de ultrajes al Papa y amenaza de muerte a todo el que no se convierta al Islam. La carta tiene una enorme difusión, y por toda Europa se extiende el temor de que España caiga en poder de an-Nasir y Europa entera caiga en una tenaza que la estrangule desde los dos extremos del Mediterráneo.

Alfonso, sin tiempo que perder y decidido a una lucha total hasta el final, envía a sus embajadores a recorrer Europa solicitando ayuda y convocando a las huestes cristianas a Toledo –su ciudad más poblada- el 20 de mayo de 1212. La respuesta es firme e inmediata: la Cristiandad entera vive el grave peligro que la amenaza y los caballeros de las distintas regiones de Europa -francos, italianos, lombardos, alemanes,…- se apresuran a unir sus fuerzas a las de Castilla. El papa Inocencio III urge a la unidad de los cristianos a favor de la gran empresa común por encima de diferencias personales, y concede a la campaña privilegio de Cruzada. Eso es decisivo, porque protege las espaldas de Alfonso de un ataque de sus vecinos: para un rey cristiano, atacar a Castilla en esas condiciones supone incurrir en excomunión y perder la obediencia de los hombres que le sirven.

A finales de 1211 Alfonso hace acopio de grandes cantidades de alimentos y de armas en Toledo, y desde enero empiezan a congregarse los primeros voluntarios de más allá de los Pirineos. Y también de otros reinos de la península: Pedro II de Aragón, amigo personal del Rey de Castilla, compromete su apoyo, y hasta el Sancho VII de Navarra, enfrentado con el Rey de Castilla, medita participar en la expedición. Sólo los reyes de León y Portugal, rivales de Alfonso, se mantienen al margen, aunque también muchos de sus caballeros acuden, a título particular, a Toledo.

Inocencio III ordena una rogativa general en Roma, y Europa entera aguarda, reza y contiene el aliento cuando los cristianos salen de Toledo, entre los días 19 y 21 de junio, en tres grupos mandados, respectivamente, por Diego López de Haro, Pedro de Aragón y el rey Alfonso. El día 24 los francos se sublevan y provocan entre los defensores de Malagón una matanza gratuita que horroriza a López de Haro. Tres días después provocan un nuevo motín: no están acostumbrados a esas marchas agotadoras y al calor del verano de Castilla. Para contener su descontento, el día 30 Alfonso les entrega el botín de la toma de Calatrava que correspondía a los castellanos. Pero la medida resulta contraproducente: los francos,  considerando satisfechas sus aspiraciones económicas, abandonan la campaña y vuelven a sus casas.

La expedición pasa por un momento sumamente delicado, y Alfonso teme que esta deserción tenga efectos irreparables, pues no sólo supone perder la tercera parte de sus fuerzas, sino que se trataba de guerreros experimentados, soldados profesionales ya veteranos. Cinco días inquietantes transcurren hasta que, inesperadamente, les alcanzan las tropas de Sancho el Fuerte de Navarra, quien, pese a que su reino hace más de cien años que no tiene frontera con los musulmanes, finalmente se ha resuelto a dejar de lado las rencillas personales que lo enfrentan a Alfonso. Con esta decisión se inicia el acercamiento definitivo de ambos reyes.

El 14 de julio el ejército cristiano se encuentra frente a an-Nasir en la vertiente andaluza de Sierra Morena. Alfonso deja que las tropas, agotadas por las marchas forzadas, descansen todo el domingo 15, y al amanecer del día 16 López de Haro, que dirige el cuerpo central, inicia el ascenso. La estrategia de los almohades es enfrentar una caballería ligera que se retira rápidamente fingiendo huir, sacrificar a los soldados de a pie y atacar con los arqueros y fuerzas de élite a los perseguidores castellanos, debilitándolos hasta el agotamiento. Pero Alfonso no ha olvidado la lección de Alarcos, y mantiene su caballería pesada en formación compacta, reservando las fuerzas de élite en retaguardia. López de Haro ataca pendiente arriba y elimina rápidamente a los voluntarios de al-Ándalus, que sólo buscan el martirio. Pero detrás está el grueso de las fuerzas almohades, que los reciben desde lo alto y los contienen, cerca ya de la guardia personal del Califa, convirtiéndolos así en un blanco inmóvil para sus arqueros.

Entre avances y retrocesos trascurre toda la mañana y, a mediodía, la columna castellana, próxima al agotamiento, parece que va a claudicar. Retrocede López de Haro, avanzan los almohades, y Alfonso, alarmado al ver desmoronarse la columna central, decide atacar allí con las fuerzas de retaguardia en un último esfuerzo. Llama en su apoyo a las alas, ocupadas por las tropas de Pedro de Aragón y de Sancho de Navarra, en el momento en que los musulmanes han abandonado su formación para perseguir a los castellanos que huyen monte abajo, y aprovechan una brecha para llegar al cuerpo central y a la guardia personal del Califa, que abandona el campo de batalla y huye. El ejército musulmán se desbanda y, en su persecución, los cristianos amplían las conquistas de la campaña.

La batalla de las Navas significó el declive definitivo del poder musulmán, que nunca volvió a suponer un peligro serio para los reinos cristianos en este extremo del Mediterráneo. El cronista musulmán Ibn Abu Zar, autor de un relato de la batalla que la historiografía musulmana denomina “de las Cuestas”, concluye con estas palabras: “Fue esta terrible calamidad el lunes 15 de safar de 609 (16 de julio de 1212) cuando comenzó a decaer el poder de los musulmanes en al-Ándalus. Desde esa derrota no alcanzaron ya victoria sus banderas; el enemigo se extendió por ella y se apoderó de sus castillos y de la mayoría de sus tierras”.

La batalla de las Navas puso la frontera en Sierra Morena y abrió la puerta para la expansión cristiana impulsada por el nieto de Alfonso, Fernando III de Castilla. En cuanto a sus protagonistas, se diría que culminaron ahí la razón de sus vidas: Pedro II murió al cabo de un año, el 14 de septiembre de 1213, en el asalto a la fortaleza de Muret. Tres meses después, el día de Navidad, murió an-Nasir, se dice que envenenado. Casi un año exacto después de Pedro, el 16 de septiembre de 1214, murió López de Haro, y veinte días más tarde, el 6 de octubre, su rey, Alfonso VIII. Sólo Sancho VII llegó a atisbar las consecuencias de su victoria: murió el 7 de abril de 1234; tenía 80 años y vivía recluido en su castillo de Tudela, inmovilizado por su enorme peso.