jueves, 6 de octubre de 2011

AL PAN, TRUS, Y, AL VINO, FROLO

Acaba de tener lugar en San Millán de la Cogolla una reunión dedicada a la presencia de lo “políticamente correcto” en el lenguaje periodístico. Parecería que detrás de lo políticamente correcto habría que buscar la tolerancia, pero me temo que las cosas no son exactamente así: sólo toleramos lo que nos parece malo –lo bueno no se tolera: se busca-, pero, pareciéndonos malo, transigimos con ello en la medida en que no nos parece tan malo como su alternativa, no nos importa tanto. Por eso somos más propensos a tolerar, pongo por caso, faltas en los hijos de los demás que en los nuestros, simplemente porque nuestros hijos nos importan más. Se ha extendido la idea de que no tolerar algo a alguien es indicio de falta de sintonía, de falta de solidaridad y de cercanía; es decir, que si yo quiero a alguien debo aceptar como bueno todo lo que haga. Es exactamente al revés: en la medida en que alguien me importa, en esa medida estoy dispuesto a sacarle del error o a intentar que rectifique. Que yo mismo esté en un error a ese respecto es indiferente para lo que quiero decir: la actitud honrada y solidaria es mostrarle el error en que creo que está, y ayudarle a salir de él.
En la tentación de la tolerancia se esconde, además, un cierto desprecio: “yo digo una cosa, tú dices otra; tanto vale”. Tanto vale a condición de que no me importe nada el asunto del que estamos hablando o la persona que habla conmigo, claro está. Uno de los fundamentos de nuestra civilización, la filosofía griega, nos enseña a usar la razón para discernir en busca de la verdad. Entonces confiaban en que la razón era capaz de abrir un camino en la maleza; ahora la razón está tan desprestigiada que ante una discrepancia la conversación termina con un “así es como tú lo ves, no como yo lo veo”. Sócrates daría un puñetazo en la mesa: es justamente ahora que no estamos de acuerdo cuando hay que empezar a hablar, hasta llegar a la verdad –expresión ésta que hace hoy temblar a muchos, que miran la verdad con desconfianza-. Pero hasta el puñetazo en la mesa está hoy desprestigiado.
De modo que lo que pasa por tolerancia quizá no es más que indiferencia, desinterés, “pasotismo” de la más pura estirpe. El siguiente paso es vivir directamente de espaldas a la verdad. Esta es una novedad. Aristóteles comenzó su “Metafísica” afirmando que todo hombre tiende por naturaleza a saber, y la historia de la humanidad muestra que el hombre ha querido siempre conocer la verdad de todas las cosas y toda la verdad de cada cosa. De modo que este nuevo paso no es más que es la renuncia a lo más propio del hombre. Ahora ya no se busca la verdad, y ni siquiera se cree que exista o que podamos llegar a ella. La desconfianza en la razón es tal que a lo máximo que se aspira es a la imperturbabilidad, a dejarnos llevar por la corriente evitando los esfuerzos por seguir un rumbo. Pero eso es, literalmente, ir al garete.
Esa renuncia a la verdad está detrás de lo políticamente correcto, y por eso importan hoy más las palabras que la realidad a la que se refieren: llegamos a creer que cambiando el nombre cambiamos la propia realidad. Ayer mismo en un noticiario de TV llamaban a las prostitutas “trabajadoras del sexo”. ¿Cambia eso la condición de las prostitutas? ¿Por qué ese miedo a llamar a las cosas por su nombre? Yo se lo voy a decir: para evitar la asociación de ideas que esa palabra produce en el oyente. Es una forma de manipulación, de deformación de la verdad, de dar gato por liebre.
Hace unos años un personaje de Forges aseguraba orgulloso: “Yo soy de los que llaman al pan, trus, y, al vino, frolo”. Eso, hoy, ha dejado de ser un chiste. Y ahora, sólo una semana después de la reunión de San Millán, se hace público que la BBC, rizando el rizo de lo políticamente correcto, retira las siglas “B.C.” y “A.D.” (“antes de Cristo”, “después de Cristo”) de sus programas, porque ellos son de los que llaman al pan, trus, y a la era cristiana, era común.
Lo que más me alarma es que la iniciativa tiene unos antecedentes inquietantes: ya se le ocurrió eso mismo a la Revolución Francesa, que en 1789 proclamó la Era Revolucionaria, con las secuelas de Terror que conocemos. Repitió después la ocurrencia la Revolución Soviética, que entre 1929 y 1940 tuvo su propia era: también sabemos qué pasó luego. En seguida llegó Mussolini, que se empeñó en contar los años a partir de su “Marcha sobre Roma”, ocasión de su llegada al poder. El último intento hasta ayer fue alemán: apoyándose en Nietzsche, que también quiso sacudirse a Cristo de encima en favor del Superhombre, Hitler necesitó sólo unos pocos años para reducir Europa a escombros.
Mark Twain decía que la tradición es la tradición, y nadie debe arrojarla por la ventana. En lo que se refiere a la “era cristiana”, la historia se empecina en darle la razón.