La construcción en la Zona Cero de una mezquita genera una viva polémica, Gadafi augura un futuro en el que el Islam será la religión de Europa, el Partido Renacimiento y Unión de España aspira a implantarse entre nosotros guiándose por los principios rectores del Islam... Nadie puede negar que el asunto de las relaciones entre el mundo occidental y el mundo islámico requiere nuestra atención, pero inquieta la irresponsable despreocupación de algunas declaraciones a las que tenemos que asistir últimamente.
De entrada llama la atención en este planteamiento la falta de simetría: lo propio sería hablar de mundo cristiano y mundo islámico, porque no podemos poner en duda la consistencia medular cristiana de Europa sin exponernos al bochorno. Pero Europa hace dejación de su raíz cristiana mientras en los países islámicos se produce la situación contraria: hay grupos que no consienten que se ponga en duda su condición religiosa. Esta deformación de la realidad es uno de los factores que enturbia las relaciones.
Pero hay otros. El más poderoso es la ignorancia de la Historia, que tiende a interpretar lo nuevo en vista de lo viejo conocido. En esta cuestión éste es un factor decisivo, porque un vistazo detenido nos enseña que las diferencias entre esos dos mundos son más que superficiales. Y si no se conoce la historia es imposible saber a qué atenerse.
Para empezar, el árabe propiamente dicho es, estrictamente, la lengua en la que está escrito el Corán, la única que consideran adecuada para que el hombre se dirija a Dios. Por eso ha habido durante siglos una resistencia heroica a traducir el Corán a otras lenguas, y por eso la difusión del Islam ha conllevado la difusión de la lengua árabe, la arabización de los pueblos. Éste es el origen del concepto de "nación árabe", que no deja de ser algo irreal: no podemos olvidar que sólo una mínima parte de los musulmanes es árabe (piénsese en Turquía, Albania, la Unión Soviética, Irán, Afganistán, Pakistán, Bangladesh, la India, Indonesia, la China, el África negra,...) E incluso en los propios países árabes la arabización es muy heterogénea, en función de su composición étnica, su desarrollo técnico o la fecha de islamización. No hay más que ver todo lo que separa a Egipto de Arabia Saudí, o la misma Arabia Saudí de Siria, o de los países del Magreb. Y ni siquiera es un mundo bien avenido: desde las turbulencias entre Damasco y Bagdad, pasando por los reinos de Taifas de al-Ándalus, a las invasiones, a partir del siglo XI, de los reinos musulmanes de la península ibérica por otros musulmanes llegados del norte de África (almorávides, almohades, benimerines), por no hablar del hostil recibimiento que encontraron los que cruzaron el estrecho tras la caída del reino de Granada, hasta los enfrentamientos en nuestro tiempo: el Líbano, la guerra de Irán e Irak, o de Irak y Kuwait (en la que, por cierto, los países musulmanes se alinearon en uno u otro bando de una guerra que enfrentó a dos países árabes).
Hasta aquí lo que se refiere a la homogeneidad del mundo musulmán. Vamos ahora con sus relaciones con Occidente. La invasión musulmana del sur del Mediterráneo tuvo como consecuencia, en las tierras del norte, una resistencia activa a la islamización, es decir, a dejar de ser cristianas (especialmente evidente en nuestra península y en Constantinopla, en el otro extremo del Mediterráneo). Desde entonces estas dos formas de vida, Islam y Cristiandad, se afirman recíprocamente de forma polémica, "frente" al otro, por contraste con el otro.
Pero no es asunto casual, ni cuestión puramente política, sino que en el fondo subyacen dos antropologías de carácter contrario: el Islam es, en cierto sentido, un retroceso hacia el monoteísmo que no acepta el giro cristiano de Dios encarnado, y una negación de la herencia griega que establece una relación mutua, pero en esferas separadas, entre razón y religión. Y mientras el cristianismo va asentando y fundamentando la autonomía de la razón, culminada ya en el siglo XII, en el Islam no se puede proponer algo análogo sin atentar contra su propio meollo. De modo que, cuando a partir del s. XII, y, sobre todo, del XV, surgen el pensamiento científico y el incomparable desarrollo de la técnica, y se descubren enormes territorios a merced del mundo occidental, se rompen el equilibrio dinámico entre los dos bloques.
Occidente continúa su desarrollo hacia adelante, y descubre los "derechos fundamentales", que derivan de la propia naturaleza humana. Son, por eso, "universalizables", y, en esa medida, también los países musulmanes han ido adoptando los sistemas jurídicos europeos. Pero en donde el Islam supone el centro de la organización política (Arabia Saudí, Irán,...) esos sistemas jurídicos se perciben como sistemas “sin Dios” que atentan contra la fe, y, por lo tanto, contra la propia existencia del Estado; se perciben como algo "ajeno", y, efectivamente, lo son.
Resumiendo: Occidente ha venido ensayando incesantemente, ya desde Grecia, nuevas formas de convivencia, de conocimiento, de comportamiento ante el mundo y ante el "otro". Mientras tanto, el Islam ha permanecido, con pocas y breves excepciones, afincado en formas, estilos y actitudes (políticas, morales, culturales,...) que perduran sin apenas variación a lo largo de los siglos. Tenemos ante los ojos la Europa que pudo ser: el norte de África y Oriente Próximo eran territorios de larga tradición y cultura latina y cristiana, pero aceptaron con mínima resistencia la nueva religión, y las consecuencias duran hasta hoy.
No es fácil convencerse de la posibilidad de mantener la forma de vida europea bajo gobiernos de inspiración islámica si de veras queremos acercarnos a la realidad que representan. El “Renacimiento y Unión de España” parece algo deseable, pero si el precio ha de ser renunciar al fruto de siglos de esfuerzo por conocer y mejorar la realidad, entonces es un precio que no podemos pagar. A nadie le interesaría. Basta comprobar que la creciente emigración entre esos dos mundos se produce exclusivamente en una dirección. ¿Por qué querrían transformar el mundo en el que han elegido vivir en algo semejante a lo que rechazaron al venir a nosotros? ¿Qué sentido tendría esa impertinencia, ese abuso de hospitalidad?
Es necesario instaurar una relación cordial, pero inteligente y enérgica, ante el mundo árabe y, en general, islámico. En primer lugar, porque es un mundo de gran amplitud, con el que hay que contar, y, en segundo lugar, porque es fuente de problemas y peligros, y, porque tenemos la vocación de atender a su prosperidad (y de evitar sus errores). Pero es también un mundo complejo, y no podemos reaccionar ante él de forma mecánica, abstracta, como reaccionando ante un nombre: debemos tener en cuenta esa complejidad y atender a la realidad concreta de que se trate: confundir dos realidades diferentes simplemente porque les damos el mismo nombre puede traer las más peligrosas consecuencias.
No tiene sentido mostrar hostilidad hacia el mundo islámico. Pero no podemos caer en la vieja falacia de rechazar la violencia “venga de donde venga”, cuya única virtud es favorecer al que da primero: no merecen el mismo trato la violencia del agresor y la reacción del agredido. Por eso, inmediatamente después de afirmar que no tiene sentido mostrar hostilidad, hay que añadir: a menos que la ejerzan contra nosotros. Porque sería mucho pedir -y sería pedir una estupidez- que nos fuera indiferente su actitud ante lo que somos. El odio a Occidente, su difamación, los esfuerzos dirigidos a eliminarlo, no deben ser tolerados, menos aún alentados o recompensados.