lunes, 25 de agosto de 2008

LA MENTIRA

Acaban de terminar unos Juegos Olímpicos cuyo Comité Organizador ha confesado que en la ceremonia de inauguración hubo fraude. No lo ha dicho así, pero eso es lo que ha dicho. Ha pretendido justificarlo en vistas de un interés nacional anterior y superior a la ceremonia, pero ha admitido que falseó la realidad para trasmitir una idea distinta, artificial, de su país; es decir, ha confesado su intención de engañar. O sea, que ha mentido. Porque mentir, a pesar de lo que estamos acostumbrados a oír a nuestros políticos, no es faltar a la verdad. Faltar a la verdad es algo que todos podemos hacer, porque no somos infalibles y nos equivocamos muchas veces al día. Mentir es otra cosa, mentir es deformar voluntariamente la verdad para engañar a otros; y esto es algo que sí podemos evitar.
 
Pero lo más significativo no ha sido esa mentira, sino la imperturbabilidad con que la mentira ha sido acogida. Apenas se ha levantado alguna voz de censura por lo que consideraba un acto de discriminación; lo mayoritario ha sido aceptarla con una sonrisa indulgente que ha puesto de manifiesto que, en el fondo, vivimos en una sociedad que vive de espaldas a la verdad, si no directamente contra ella. Esto, y no lo que pueda tener de discriminatorio, es lo más grave del asunto. En realidad, ya sabíamos que la verdad no es uno de nuestros valores, y tuvimos una buena prueba de ello cuando, en los mundiales de Corea-Japón, Ronaldo declaró sin ruborizarse que había fingido el penalti que le valió una victoria. Ahí estaba la novedad: “sin ruborizarse”. Siempre hemos convivido con la mentira, pero hasta ahora se consideró que era algo vergonzoso, cuyo conocimiento público desprestigiaba a su autor. Ahora no, en estos tiempos utilitarios sólo se valora un acto por el beneficio que produce, sin referencia a un valor propio intrínseco. Por eso, inmediatamente, el Real Madrid ofreció por el jugador una cantidad indecente de dinero. Y por eso el jefe del Partido Comunista Chino, Liu Qi, que conoce la realidad, ha declarado al finalizar los Juegos: “El mundo ha recuperado su confianza en China”.
 
Éstas son las cosas que expulsan a la verdad. Pero expulsar a la verdad tiene consecuencias. La primera es que las falsificaciones se acumulan hasta impedirnos desenvolvernos en la realidad, en la que braceamos a bulto con la esperanza de dar con algo a lo que agarrarnos. Pero la realidad es como es, y va a seguir siéndolo después de su ocultamiento, porque no puede desistir. Por eso acaba reapareciendo y vengándose de los desprecios que recibe. Aunque, lamentablemente, no siempre en la persona que la despreció. Por eso debemos defendernos y aislar al mentiroso, excluirlo de nuestra atención, ponerlo en evidencia para contrarrestar el efecto de sus mentiras.
 
Pero faltar a la verdad tiene otra consecuencia que es, acaso, más grave: con la repetición de mentiras nos vamos convirtiendo en mentirosos. Esto puede no parecer muy grave en los tiempos que corren, pero la verdad es que lo es en un grado que no sospechamos. Aristóteles fue el primero en afirmar que “todos los hombres desean por naturaleza saber” y nuestra historia muestra que aspiramos a conocer la verdad de todas las cosas y a conocer toda la verdad de cada cosa. Pero si “el hombre es el ser que busca la verdad”, vivir contra ella es vivir contra nuestra propia naturaleza, es hacernos la guerra, cortarnos las alas y renunciar a nuestra humanidad. Recuerdo haber oído expresiones como “¡Mira qué vicio ha cogido esa puerta!” para expresar que, por la humedad o el largo tiempo que había permanecido abierta, la puerta se había combado o descendido, y ya no podía cumplir el papel para el que fue pensada: cerrar el hueco de la pared. Éste es el verdadero sentido de la palabra “vicio”. Por eso decimos que el hábito de la mentira es un vicio, porque nos incapacita para entrar en posesión de la verdad y dar satisfacción a nuestra tendencia natural. Cuando Jesús dijo que la verdad nos hará libres no estaba diciendo ninguna tontería. Es cierto que, en el fondo, los hombres no somos muy diferentes unos de otros, y, desde luego, nuestras diferencias estriban no tanto en nuestros logros como en nuestras pretensiones, pero la pretensión de vivir en la verdad o de espaldas a ella es definitiva.
 
Hay una tercera consecuencia que ofrece alguna esperanza y que está en la base del derecho a la libertad de expresión: cuando oigo a alguien mentir, o defender la verdad, tengo información de primera mano sobre esa persona, una información que me permite saber quién es en el fondo el que está hablando, conocer su catadura intrínseca, saber si puedo fiarme de él o no, si debo prestarle atención cuando tenga de nuevo la oportunidad de oírle; en definitiva, me permite saber a qué atenerme con respecto a esa persona. Por eso importa no olvidar quién propaló las mentiras que se han demostrado tales, porque ha puesto en evidencia que no merece nuestro crédito ni nuestra atención.
 
Y, en el fondo, las propias mentiras proclaman el valor de la verdad, porque su pretensión es hacerse pasar por ella y ser apreciadas como verdades. Los que desprecian la verdad y apuestan por la mentira necesitan, para conseguir sus fines, que nosotros sí apostemos por la verdad. La mentira se contradice, se destruye a sí misma. No sería posible en un mundo de mentirosos.

viernes, 8 de agosto de 2008

EL ORIGEN DE LA PERSONA

La condición humana está latente en el fondo de todos los grandes temas que preocupan al hombre contemporáneo. Desde la cuestión de la población mundial a la economía, las libertades, la inmigración o los derechos de las minorías, todo se sustenta en el concepto que sostengamos de la condición humana. Ahora ha saltado a los periódicos el proyecto de fijar un punto de separación en el desarrollo del embrión, y queremos hacerlo sobre bases objetivas. Pero la verdad es que es éste un asunto sobre el que parece que no somos capaces de ponernos de acuerdo
 
Para empezar, porque no hay acuerdo sobre los criterios utilizados para definir a la persona. Y porque dentro de cada criterio, cada autor define unas condiciones distintas para conceder estatus personal. Si acudimos a la autonomía e independencia, las opiniones varían desde los que reconocen la autonomía del cigoto, y presentan en su apoyo las experiencias de fecundación in vitro, a los que observan la necesidad que un niño de cuatro años tiene de sus padres, y los que opinan que a medida que se gana en desarrollo personal aumenta la necesidad que tenemos de los demás: desde amigos y familiares con los compartimos dolores y alegrías, hasta historiadores, astrónomos, astrofísicos y geógrafos que nos explican dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí; antropólogos, filósofos y teólogos, que nos dicen quienes somos; biólogos, químicos, físicos y matemáticos, que nos enseñan a desenvolvernos en la realidad; o músicos, artistas, poetas, que nos muestran la belleza. Sin todo esto la vida biográfica cae a niveles puramente biológicos.
 
No parece, pues, que sea fácil afirmar si somos o no autónomos, y qué significaría que lo fuéramos. Optamos, por tanto, por la capacidad de responder al entorno. Pero tampoco aquí encontramos acuerdo entre los sabios: unos exigen una actividad racional que no reconocen hasta mucho después del nacimiento (Engelhardt), otros atribuyen la conciencia al embrión en la trigésima semana del embarazo (Mc Mahan), algunos reconocen al sistema nervioso capacidad para registrar cambios ambientales en la séptima semana (Tauer), hay quien reconoce actividad neuronal primitiva en la placa neural y en la línea primitiva, hacia la segunda semana (Knoepffler), y aún hay quien interpreta como respuesta al entorno la activación del crecimiento embrionario por influjo del factor de crecimiento CSF-1 producido en el aparato genital femenino.
 
Vemos, pues, que todos admiten una reacción al entorno, pero si eso es o no un rasgo humano parece quedar a criterio personal más que apoyarse en certezas. Así que tampoco sacamos nada en claro por la vía de la respuesta al entorno. Quizá la clave esté en la complejidad biológica, de modo que en etapas incipientes esa complejidad no tendría la envergadura suficiente para justificar su concepción como persona. Se ha sugerido que nuestra complejidad biológica puede utilizarse como criterio para decidir cuándo un embrión humano adquiere el estatus de persona, y se ha señalado, en contraposición, el estadio morular del embrión, cuando todo parece un aglomerado informe, como momento indiscutiblemente no humano. Pero es difícil admitir sin más la complejidad biológica como criterio de humanización. En otra escala, semejante complejidad, y mayor, encontramos en la propia organización de la vida celular, y nadie propone que una célula cualquiera, por ese simple hecho, sea merecedora de ser considerada persona.

De modo que no está la clave en la complejidad biológica. Quizá se trate, más bien, de la determinación o indeterminación celular: si las células tienen su carácter ya determinado estaríamos ante un ser ya humano, mientras que la totipotencialidad del estadio de blastocisto sería indicativo de vida aún no humana. Pero, de nuevo, se trata de una posición arbitrtaria, y, por lo tanto, sospechosa: el descubrimiento de células madre en tejidos adultos pone de manifiesto que esa indefinición celular está al servicio, precisamente, de las necesidades del individuo.
 
Otro camino: si aún es posible que se originen dos gemelos será prueba de que no había aún una persona. Se ha establecido el límite en torno a la segunda semana, cuando ya no se desarrolla un segundo gemelo por separación de una célula embrionaria. Pero ese criterio se ha contestado tanto desde el punto de vista biológico -considerando que no se trata de la división del embrión, sino de la reproducción asexual del mismo, igual que la que observamos en las estrellas de mar, y eso supone la existencia previa del individuo- como desde el punto de vista de la antropología metafísica, afirmando que el hecho de que finalmente resulten dos personas es la prueba de que ontológicamente se trataba de dos personas desde el inicio.
 
Ya vemos que estos caminos no nos conducen a ninguna parte. Parece más fácil observar nuestra diferencia con los animales para descubrir en qué consiste ser persona. Consultemos una enciclopedia: si buscamos un animal, por ejemplo, “gato”, encontramos una descripción en la que encajan todos los gatos de todos los tiempos y de todos los lugares, porque un gato es completamente gato desde que nace, y no se diferencia esencialmente de otro gato. En cambio, si buscamos una persona, por ejemplo, “Julio César”, lo que encontramos no es una descripción, sino una biografía, que no es más que la forma en que se fue constituyendo la persona de Julio César hasta los Idus de marzo.
 
Esta es la cuestión: no somos completamente nosotros al nacer; nos dan la vida, pero no nos la dan hecha, tenemos que hacerla nosotros con nuestro vivir, vamos “realizando” lo que al principio no son más que “posibilidades” que tenemos que decidir. Por eso no estamos nunca “completos”, siempre estamos “por hacer”. Pero si lo que somos es un conjunto de posibilidades en vías de realización, ¿podemos negar que el embrión humano es, precisamente por el cúmulo de posibilidades que encierra, un ser humano con todo merecimiento?