Todavía me pasmo cuando releo una
sentencia de Gerald Weiss que recoge Marvin Harris en su “Antropología Cultural”: “Ningún
biólogo afirmaría que la evolución en el reino orgánico hace necesaria o
deseable la desaparición de las formas más antiguas: por tanto, ningún
antropólogo debe contentarse con ser un observador pasivo ante la extinción del
mundo tribal”. No sólo es que no ve diferencia alguna entre la vida humana
y otras formas de vida, sino que parece que tanto tiempo de convivencia con
tribus primitivas no ha despertado en él una verdadera solidaridad con ellas.
El Protocolo de Kioto de 1997, que
pretendía comprometer a los países más desarrollados a reducir las emisiones de
gases con efecto invernadero, expiró en 2012 convertido en papel mojado por la
resistencia de las grandes potencias a alcanzar las metas propuestas, y por la
negativa de los países emergentes a subirse al carro ecologista a costa de su
propio desarrollo. Como se podía suponer fácilmente pero nunca sospechó Gerald
Weiss, cualquier conflicto entre el cambio climático y el proceso de desarrollo
que está permitiendo a millones de seres humanos alcanzar un nivel de vida
moderno seguirá resolviéndose decididamente a favor de lo segundo.
Viene esto a propósito del
“Manifiesto Ecomodernista”, hecho público el pasado día 14 de abril, en el que
diferentes científicos y ecologistas de Australia, el Canadá, los Estados
Unidos y la India
hacen una propuesta para salir del atolladero en que nos dejó Kioto. Al
contrario de lo que asegura el pensamiento ecólatra, los autores del Manifiesto
afirman que el hombre moderno no es un enemigo del medio ambiente, y recuerdan
las ineficaces técnicas de explotación de los pueblos primitivos, presentes aún
en ciertas regiones del mundo, y cuyo bajo rendimiento obliga a una
sobreexplotación destructiva: el 75% de la deforestación se produjo antes de la Revolución Industrial.
Por otra parte, el informe “Los límites del crecimiento”, que publicó el
Club de Roma en 1970 y que amenazaba a la humanidad con la hambruna por el
agotamiento de los recursos del planeta no acaba de parecer inevitable: en el
año 2011 llegamos al acuerdo de que la población mundial había alcanzado los
7000 millones: si nos fuésemos todos a vivir a Egipto, Egipto alcanzaría la
densidad de población que tiene ahora Singapur, una población moderna y
floreciente. Y el resto del planeta quedaría libre para obtener los recursos
necesarios.
Se propone como solución el
llamado “desarrollo sostenible”, que nos permitiría satisfacer nuestras
necesidades sin comprometer la posibilidad de que las generaciones futuras
satisfagan las suyas. Pero ese desarrollo adopta formas poco eficaces para
grandes poblaciones: las ecoaldeas o la agricultura ecológica tienen, por
definición, poco recorrido, y no permiten proveer a las necesidades de la
humanidad entera.
La respuesta, dice el Manifiesto,
no puede ser confundirnos con la naturaleza, sino desvincularnos de ella:
disminuir nuestra dependencia y nuestra repercusión. Utilizar y transformar la
naturaleza en nuestro beneficio –convertir la “naturaleza” en “mundo”- es algo
que acompaña al género humano desde que el Australopithecus se convirtió
en Homo habilis. La cuestión es intensificar esa explotación para
multiplicar su rendimiento y reducir su impacto. Y en eso los pueblos
primitivos llevan las de perder: para obtener el mismo sustento necesitan
explotar mucha más superficie que nosotros con los actuales procedimientos de
cultivo y ganadería intensivos. A título de ejemplo: en los últimos 20 años,
mientras la población aumentaba en un 25% (de 5600 a 7000 millones de
habitantes), la explotación maderera disminuyó en medio millón de kilómetros
cuadrados (equivalente a la superficie de España).
La nueva ecología ha de
reconciliarse con la forma de vida urbana, que es ya la mayoritaria: la ciudad
tiene un indudable impacto en la naturaleza, pero si tenemos en cuenta que acoge
al 60% de la humanidad en el 3% de la superficie terrestre la comparación con
la vida rural es claramente favorable: es mucho más eficiente para proveer a
las necesidades humanas minimizando su repercusión en el entorno.
El desarrollo de las naciones
pobres reclama un acceso generalizado a las fuentes de energía modernas: para
tecnificar las explotaciones, para reciclar los residuos, para potabilizar el
agua,… en fin, para responder a las necesidades que implica esa vida moderna.
Las centrales eólicas o fotovoltaicas del futuro podrían, acaso, sustituir a
las centrales térmicas para proveer las necesidades domésticas, pero para la
gran industria, para poner en marcha unos altos hornos, pongo por caso, no
basta la energía que proporcionan unas placas solares o unos molinos de viento:
suministrar esos caudales de energía inmediatos sólo puede conseguirse con
energía nuclear. Urge, claro está, limpiar esta energía de sus inconvenientes,
y en este punto la fusión nuclear se contempla como una salida –quizás la
única- a esta aporía del binomio medio ambiente / progreso humano. Pero pretender
que los diferentes pueblos no hagan todo lo posible para impulsar su desarrollo
es vanidad y perseguir viento.
Pero adoptar la postura de Gerald Weiss sólo puede conducirnos a Altamira.