viernes, 16 de marzo de 2012

NO MATES A NADIE



José María Gironella, nacido en una familia humilde el último día de 1917, llegaría, después de desempeñar diferentes oficios, a ocupar un lugar destacado entre los escritores españoles del siglo XX. Pero en enero de 1937 no es más que un muchacho de diecinueve años recién cumplidos con proyectos vagos que asiste al trepidar de la guerra a su alrededor y siente que su vida corre peligro. Toma entonces una grave decisión: abandonar el hogar familiar. Una noche, a escondidas, sale de la ciudad de Gerona y se dirige, evitando lugares poblados y caminos francos, a los Pirineos. Su padre lo acompaña durante las primeras horas, pero al acercarse el día ha de regresar a la casa familiar. Se abrazan emocionados en silencio, y se separan. José María se interna en los montes y en la soledad, en la incertidumbre y la nostalgia, en la esperanza y el temor. De pronto, descubre un papel doblado en un bolsillo de su pantalón. Al sacarlo reconoce la letra de su padre, que lo colocó ahí sin que él se diera cuenta. Y lee: “Ten mucho cuidado, hijo mío. No mates a nadie. Tu padre, Joaquín”.

Todavía después de setenta y cinco años, este mensaje sorprende y desconcierta. La sociedad estaba desquiciada, y la violencia –y la muerte- formaban parte del paisaje común, estaban al alcance de cualquiera que se sintiera afrentado o amenazado. Se diría que el primer consejo de un padre en esas circunstancias debería ser: “Ten mucho cuidado, hijo mío, que no te maten; salva tu vida a cualquier precio. Y regresa sano y salvo a casa.” Pero a Joaquín le pareció más importante evitar que su hijo matase a nadie, porque conocía el valor de la vida, y sabía que matar deliberadamente era abdicar de algo profundamente humano que está en el mismo origen de cada uno de nosotros. Parece ser que Joaquín quería evitar que su hijo regresara con el alma muerta y el corazón convertido en piedra.

La vida humana, ese “máximo valor” que se nos olvida de tanto manosearlo. Hay que recordarlo de vez en cuando. De todo lo que existe en el universo, la vida humana es lo único que no está “escrito” ya, lo único que puede llegar a ser completamente diferente de lo que conocemos, impredecible siempre, imprevisible, capaz de sorprendernos siempre con una pirueta para dar de sí algo distinto, siempre más rico, siempre más valioso. ¿Quién puede decir cómo será nadie mañana? El futuro está abierto e indeterminado ante nosotros. Un abanico de posibilidades en cada vida humana, un abanico de futuros por decidir. La mayor potencialidad conocida, la mayor abertura hacia adelante. Nada está ya completamente decidido, siempre queda el resquicio para la novedad, para el salto a otro orden. Nuestro mayor regalo, nuestro mejor momento.

Pero todo eso puede pasar desapercibido a los ojos inatentos. A un matrimonio con dos hijos le han dado en acogida a un niño pequeño, sin visión en un ojo y con parálisis de medio cuerpo. Unos meses más tarde, la profesora de su hermana adoptiva plantea en clase la hipótesis de un embarazo con malformación del niño, y pregunta: “¿Qué se podría hacer? ¿qué haríais vosotros?”. La niña responde: “Sería como mi hermano”. Silencio. Luego, preguntan. Aprenden toda la riqueza que el amor descubre en ese niño.

El amor, ésa es la cuestión. Nunca se habla de eso, pero está en nuestro mismo origen: cada uno de nosotros es confiado, desde el mismo comienzo de la vida, al amor de otras personas. Ahí está lo propiamente humano. El amor nos recibe y nos sostiene, y es la única actitud adecuada para acercarnos a los demás. No se trata de saber si es humano el otro –el feto, el incapacitado, el enfermo-, sino si somos humanos nosotros, si conservamos la capacidad de dar amor. Se divulgan muchas indicaciones sobre la mejor forma de atender al necesitado. Sobran todas. Lo único que hace falta es quererlo, tratarlo con cariño, con calidez, con cercanía; la vieja “regla de oro”: trátalo como quisieras ser tratado tú. Porque es lo único que encontramos verdaderamente valioso en nuestras vidas: el amor de los demás. El amor germina en nosotros y nos hace crecer, es nuestra razón de ser. Ante una vida sin amor decimos "esto no es vida". Es verdad: la vida sin amor no es más que biología.

El Día Internacional de la Vida no es un día para la oposición, para la negación, para manifestarse “contra” nada; es un día para manifestarse “a favor”, es la fiesta de la alegría, el agradecimiento por el mejor regalo. Y es el compromiso por cuidarla, porque los regalos no se desprecian ni se maltratan: se cuidan, se conservan y se miman.