domingo, 30 de junio de 2019

LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA



A Félix Pila Gutiérrez, compañero entonces y hoy todavía amigo, que asistió a la emoción de aquellos  días con ojos deslumbrados.


Se acerca el día 20 de julio, cuando se cumplirá el cincuentenario de la llegada del hombre a la Luna. Puesta en duda ahora por una corriente de escépticos, los que asistimos conmovidos a aquella hazaña sentimos que se agolpan los recuerdos, las imágenes, la impresión de estar permanentemente pendientes de una tripulación en el espacio -tan frecuentes llegaban a ser los vuelos-, las sensaciones, en fin, ligadas a un acontecimiento que hizo que a partir de ese momento el hombre haya empezado a sentirse prisionero en el planeta en el que ha vivido desde sus orígenes. Lo que ahora se llama, con cierto desdén, la “carrera espacial” fue algo más que un duelo entre las dos potencias hegemónicas.  Fue una proeza de la ingeniería impensable incluso mientras se llevaba a cabo, una lección de determinación y de coraje capaz de superar una y otra vez las dificultades y las desgracias que parecían confabularse contra aquel proyecto, una demostración de hasta dónde se puede empujar el límite de los sueños.

El proyecto espacial parecía que iba a ser asunto sólo de los rusos: en 1957 lanzan el Sputnik, en 1959 fotografían la cara oculta de la Luna y el 12 de  abril de 1961 Gagarin da una vuelta completa a la Tierra. Pero el 5 de  mayo, con Mercurio 1, sale al espacio exterior el americano Allan Shepard y ese mismo mes, el día 25, Kennedy propone al Congreso llevar a un hombre a la Luna y traerlo de vuelta antes de que acabe el decenio. Comienzan a lanzarse sondas lunares de exploración. Alguna de ellas -Rangers 3- yerra por 41000 km y queda atrapada en órbita solar; sigue allí todavía. En febrero de 1962 John Glenn, con Mercurio 6, da tres vueltas a la Tierra.

El proyecto es exorbitantemente caro, y Kennedy propone a Kruschov, el líder soviético, un esfuerzo  compartido. Pero Kruschov, seguro de su ventaja, lo rechaza. Cinco meses después, el asesinato de Kennedy hace de él un mito, y todo el país se pone en marcha para honrar su memoria. Cualquier esfuerzo será poco para cumplir su deseo de poner a un hombre en la Luna en los siete años que faltan para 1970.

Las misiones Mercurio han terminado en mayo de 1963, y se pone en marcha el proyecto Géminis. Entre sus objetivos figuran comprobar la integridad estructural de la nave y los sistemas de rastreo, estudiar la salida y reentrada en la atmósfera y realizar paseos espaciales, y encuentros y acoplamientos de dos vehículos en el espacio. El esfuerzo para cumplir los plazos es exigente. Y hay que diseñar una nueva cabina para dar cabida a dos tripulantes y al material necesario para alcanzar los objetivos. Y aprenderlo todo desde cero, proponer y rectificar cuando sea necesario. Entre abril de 1964 y noviembre de 1966 se lanzan 12 misiones Géminis -una cada dos meses-, diez de ellas, tripuladas.

Terminado el proyecto Géminis, va a comenzar Apolo, que debe alcanzar la Luna. Eso exige nuevos cambios: los proyectos Mercurio y Géminis eran impulsados por cohetes militares transformados, Apolo llevará cohetes Saturno diseñados expresamente para esta misión. La programación es, de nuevo, minuciosa: hay que estudiar el comportamiento de los gigantescos depósitos de hidrógeno en la ingravidez, la activación de la tercera fase después de permanecer parada en órbita de aparcamiento e ingravidez, alcanzar la velocidad translunar correcta, adecuar el rendimiento del cohete Saturno y su interacción con la tripulación, probar los trajes que se utilizarán en los diferentes momentos de la misión, conseguir retransmisiones en directo desde el espacio con nitidez, ensayar la separación y reacoplamiento del módulo de mando y el módulo lunar en órbita lunar,... Las tripulaciones se deciden con tres vuelos de adelanto para que cada astronauta tenga tiempo de preparar su  misión.

Pero en enero de 1967, cuando ya están dispuestas todas las previsiones y mientras se firma en París el Tratado del Espacio Exterior por el cual las potencias se comprometen a prestarse ayuda mutua en el socorro de los astronautas, los tres tripulantes que se preparan para la misión Apolo 1 -Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffe- mueren al declararse un cortocircuito en la cabina cuando están terminando un ensayo de entrenamiento en una atmósfera de oxígeno al 100%. El accidente obliga a cambios radicales en el programa de seguridad - que no se completarán hasta el verano del año siguiente-, y en las tripulaciones: Apolo 2 y 3 se eliminan, y Apolo 4, 5 y 6 no serán tripuladas.

El programa no se reanuda hasta noviembre de ese año, y la primera tripulación -Apolo 7- sale en octubre de 1968. Realiza la primera retransmisión desde el espacio. Falta poco más de un año para que acabe el plazo propuesto por Kennedy en 1961.

En diciembre de 1968 Apolo 8 es el primer vuelo tripulado que alcanza la órbita lunar. Frank Bormann sufre el primer caso de la llamada “enfermedad del espacio”, por efectos de la ingravidez sobre el laberinto del oído interno. Luego, en marzo, Apolo 9 se separa y se acopla con un módulo lunar en órbita terrestre.

Mientras, entre 1966 y 1969, el programa Surveyor está mandando sondas lunares -siete en total- para estudiar la posibilidad de un aterrizaje suave. El lugar elegido es el mar de la Tranquilidad.

Mayo de 1969. Apolo 10 tiene la misión de orbitar la luna y separar el módulo lunar, que hace un vuelo descendente hasta situarse a 15 km de la superficie. Consideran la posibilidad de posarse, pero no hay garantías de que dispongan de combustible bastante para el despegue posterior. La operación, no obstante, sirvió para fotografiar el mar de la Tranquilidad buscando las zonas más adecuadas.

Y llegamos al vuelo al que estaban dirigidos tantos esfuerzos, el vuelo que debería llevar un hombre a  la Luna y traerlo de regreso. El 16 de julio de 1969 despega de Cabo Kennedy el Apolo 11, tripulado por Neil Armstrong, comandante de la misión, Edwin (“Buzz”) Aldrin, piloto del módulo lunar, y Michael Collins, piloto del módulo de mando. La nave consta de tres módulos acoplados en línea:
-el módulo de mando (Columbia): 6 toneladas, 2 millones de piezas, y más de 800 interruptores e indicadores repartidos en 57 paneles. El espacio habitable de un monovolumen que será dormitorio, aseo, laboratorio, observatorio, comedor y zona de esparcimiento para los tres hombres durante una semana. Almacén para comida, botiquín, ropa, herramientas, útiles de supervivencia, sujeciones para dormir,… y doce kilos de documentación y planes de vuelo. Y un ordenador de 36 kilobytes de memoria interna, una capacidad dos millones de veces menor que la del iPhone XR menos capaz.
-el módulo de servicio: 26 toneladas de material y estructura para el funcionamiento del módulo de mando.
-el módulo lunar (Eagle): necesita 12 toneladas de combustible para su viaje de ida y vuelta entre el módulo de mando y la Luna, de modo que para el alunizador propiamente dicho sólo se dispone de 4 toneladas. Las paredes, poco más que papel metálico, son  tan finas que se pueden atravesar con un lápiz. Es ligero, pero debe ser resistente para soportar el alunizaje en terreno irregular y polvoriento. Y sólo tendrán suerte si logran evitar cualquier daño. Es la única nave espacial capaz de hacer un aterrizaje propulsado. El motor de descenso genera un impulso de 4,5 toneladas y es el primer gran cohete que puede propulsar hacia arriba y hacia abajo. En la mitad superior, junto con el motor de ascenso, la cabina: Armstrong y Aldrin viajarán de pie en un armario escobero de 1 m. de fondo, donde tendrán que comer, dormir y preparase para el paseo.

Y todo ello, sobre un cohete Saturno V, todavía el mayor ingenio construido nunca por la NASA, una auténtica hazaña de la ingeniería. Mide más de 100 m. de altura y pesa, cargado, 3300 toneladas, el 90% de las cuales son los tres millones de litros de propergoles que utiliza como combustible. Genera en el despegue un impulso de 3400 toneladas (ocho años antes, cuando Allan Shepard se convirtió en el primer americano en llegar al espacio exterior, sus motores habían generado en el despegue un impulso de 35 toneladas) y logra una velocidad inicial de 9600 km/h.

Dejarán en la superficie de la Luna, mudos testigos de su visita, el segmento inferior del módulo lunar con una placa firmada por los tres astronautas y por el presidente Nixon, que dice: “Aquí, hombres del planeta Tierra pusieron pie por primera vez en la Luna, julio de 1969 d.C. Vinimos en son de paz en nombre de toda la Humanidad”. Dejarán también un recolector de viento solar -un estrecho pliego de aluminio de 1,5 m de altura- y una bandera de los Estados Unidos diseñada para colgar de un brazo telescópico perpendicular al mástil. Pero después de mucho tirar no pudieron extraer completamente el brazo telescópico, y la bandera quedó arrugada, lo que ha dado pie a que los partidarios de la teoría de la conspiración lo atribuyan a la existencia de viento, algo que es imposible en las condiciones de la Luna.
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Una semana más tarde estarán de regreso en la Tierra, aclamados en todos los idiomas. La carrera espacial había alcanzado el objetivo que se había propuesto Kennedy. Pero en el saldo final no podemos olvidar las vidas perdidas en el intento, tanto estadounidenses como rusas: Vladimir Bodarenko (1961), Theodore Freeman y Clifton Williams (1964), Charlie Bassett y Elliot See (1966), Gus Grissom, Ed White, Roger Chaffe y Vladimir Komarov (1967).

No nos dejemos confundir cuando miramos esos días. Que algo haya ocurrido no significa que fuera probable. Poner a un hombre en la Luna y traerlo de regreso era tan seguro como dejan entender las palabras de Jerry Lederer, jefe de Seguridad del proyecto Apolo, quien, ante la pregunta de unos periodistas sobre su confianza en la seguridad de Apolo 8, contestó: “El vehículo tiene 5,6 millones de piezas, de modo que si todo va bien al 99,9%, aún podemos esperar 5.600 problemas.”

Algo tan improbable que no parece posible. Por eso, la reacción de la nueva corriente escéptica es el mejor homenaje que pueden recibir  aquellos hombres.




viernes, 7 de junio de 2019

EN SEGUNDO LUGAR, ACTUAR.


Una de las más delicadas obligaciones del hombre de ciencia es adquirir la paciencia necesaria –y la fortaleza- para no precipitarse a hacer lo que la sociedad espera de él. Lo vimos muy claramente los que tuvimos ocasión de asistir a la explosión de los enigmas sanitarios que hoy conocemos como “el síndrome tóxico” y el SIDA. “¿Qué hacen los médicos?”, se preguntaba la gente, alarmada por la gravísima urgencia de lo que estábamos viviendo. La respuesta era evidente para todo el que quisiera verlo: los médicos estaban haciendo lo que en ese momento había que hacer: estudiar. Lo primero es conocer, actuar viene después. Actuar responsablemente, quiero decir, claro está.

 Hace poco más de seis meses el mundo asistió, atónito o impávido, a la noticia de que He Jiankui, chino formado en los EE. UU, había modificado un gen en dos embriones, a consecuencia de lo cual dos niñas, Nana y Lula, nacieron con su ADN modificado. El motivo era que el padre era portador del virus del SIDA y la madre, no, y Jiankui pretendía, con esta intervención, modificar el receptor -llamado CCR5- que utiliza el virus para entrar en el linfocito, y evitar así que las niñas sufrieran la enfermedad.

 La noticia era peliaguda por varios motivos. En primer, porque existen otras posibilidades de proteger a los hijos de recibir el virus del padre –algo muy improbable-. Pero, además, porque, al haber modificado CCR5 en la fase de embrión, el gen ha quedado modificado no sólo en los linfocitos, sino también en el resto de sus células, incluidas las que darán lugar a los óvulos: la intervención va a provocar efectos en las generaciones sucesivas.

 Se dirá que en ese caso, mejor todavía: los beneficios se extenderán a lo largo del tiempo. Pero hay un inconveniente: no somos capaces de prever esos efectos. El que se llamó “Dogma Central de la Biología” -“Un gen, una enzima, una función”- hace ya tiempo que lo han derrumbado los sabios, y cada vez vemos más evidencias de lo complejo que resulta el campo de la genética: los genes se imbrican entre sí, se montan y se desmontan en módulos -adquiriendo diferentes funciones-, se reprimen y se activan mutuamente, se modifican por factores epigenéticos, etc., y el resultado, al final, es imprevisible para nuestros actuales conocimientos.

 Y ése es el caso de lo que nos ocupa ahora. CCR5 es una proteína de la superficie del linfocito que utiliza el virus del SIDA como puerto de desembarque para iniciar el ataque a la célula, pero no está ahí para eso, su función natural es otra. Y no es del todo conocida. Se sabía, sí, que protege del virus del Nilo y de la gripe, confiriendo cierta resistencia a la infección. Pero ahora se ha conocido otra función a más largo plazo. Rasmus Nielsen, de la Universidad de California en Berkeley, trabajando con el mayor banco de datos genéticos del Reino Unido, ha descubierto que la existencia de mutaciones en CCR5 –y lo que ha hecho He Jiankui no es más que una mutación artificial- reduce la esperanza de vida en una media de dos años.

 La China es el país que lleva a cabo el mayor número de trabajos de edición genética con CRISPR-Cas9, pero la gran mayoría de ellos se lleva a cabo en células adultas. Aventurarse a la modificación genética de futuras generaciones es un salto ético que ni siquiera los chinos se atreven a dar -al menos con publicidad-, y He Jiankui se encuentra desde primeros de año en paradero desconocido, mientras la Sociedad China de Biología Celular califica su trabajo como “una grave violación de las leyes del Gobierno chino y de las regulaciones y consensos de la comunidad científica china”

 Asistimos a una prueba incontestable de que aventurarse a jugar en ese mar tenebroso de los genes sin un conocimiento de qué es lo que tenemos entre manos es una grave irresponsabilidad, y sus consecuencias pueden estar muy lejos de lo que pretendemos. Convendría tener presente aquella actitud de los médicos de principios de los 80 a la que me refería al principio: el antídoto contra la ignorancia es el estudio, sentarse a observar y conocer a qué nos enfrentamos.

La prensa ha calificado a Jiankui como científico, pero a la vista está que lo que es Jiankui es biotécnico. Un técnico que sabe manejarse en las cosas de la edición genética. La ciencia es otra cosa: es amor al conocimiento, amor a la verdad, al estudio. Si lo comparamos con la precipitación irreflexiva siempre llevará ventaja el estudio: amplía nuestro conocimiento, abre posibilidades, nos proporciona nuevas herramientas de trabajo. Y, en el caso que nos ocupa, el de la edición genética, ha permitido que se esté desarrollando ahora mismo una nueva herramienta, llamada CRISPR-Cas13, que tiene sobre CRISPR-Cas9 la ventaja de que no modifica directamente el ADN, sino el ARN, una molécula parecida que es paso obligado para que el ADN ejerza su función. Pero el ARN no se hereda, por lo que la nueva técnica permitirá introducir modificaciones con la seguridad de que no se va a transmitir su efecto a nadie más. Y, como, además, tiene una vida limitada, los efectos de la técnica son forzosamente reversibles, algo muy valioso cuando hablamos de tantear en la oscuridad. El momento de editar genes sin los riesgos éticos que ha afrontado He Jiankui empieza a parecer al alcance de la mano.

 La experiencia de He Jiankui debe dejarnos una enseñanza: cuando la prensa se pregunta impaciente qué hace la ciencia para resolver los problemas que aquejan a la sociedad, la primera respuesta tienen que ser: lo que se espera de su vocación: estudiar.