Una de las más delicadas obligaciones
del hombre de ciencia es adquirir la paciencia necesaria –y la fortaleza- para
no precipitarse a hacer lo que la sociedad espera de él. Lo vimos muy
claramente los que tuvimos ocasión de asistir a la explosión de los enigmas
sanitarios que hoy conocemos como “el síndrome tóxico” y el SIDA. “¿Qué hacen
los médicos?”, se preguntaba la gente, alarmada por la gravísima urgencia de lo
que estábamos viviendo. La respuesta era evidente para todo el que quisiera verlo:
los médicos estaban haciendo lo que en ese momento había que hacer: estudiar. Lo primero es conocer, actuar viene después.
Actuar responsablemente, quiero decir, claro está.
Hace poco más de seis meses el mundo asistió,
atónito o impávido, a la noticia de que He Jiankui, chino formado en los EE. UU, había
modificado un gen en dos embriones, a consecuencia de lo cual dos niñas, Nana y
Lula, nacieron con su ADN modificado. El motivo era que el padre era portador
del virus del SIDA y la madre, no, y Jiankui pretendía, con esta intervención,
modificar el receptor -llamado CCR5- que utiliza el virus para entrar en el
linfocito, y evitar así que las niñas sufrieran la enfermedad.
La noticia era peliaguda por varios motivos.
En primer, porque existen otras posibilidades de proteger a los hijos de
recibir el virus del padre –algo muy improbable-. Pero, además, porque, al
haber modificado CCR5 en la fase de embrión, el gen ha quedado modificado no
sólo en los linfocitos, sino también en el resto de sus células, incluidas las
que darán lugar a los óvulos: la intervención va a provocar efectos en las
generaciones sucesivas.
Se dirá que en ese caso, mejor todavía: los
beneficios se extenderán a lo largo del tiempo. Pero hay un inconveniente: no
somos capaces de prever esos efectos. El que se llamó “Dogma Central de la
Biología” -“Un gen, una enzima, una función”- hace ya tiempo que lo han
derrumbado los sabios, y cada vez vemos más evidencias de lo complejo que
resulta el campo de la genética: los genes se imbrican entre sí, se montan y se
desmontan en módulos -adquiriendo diferentes funciones-, se reprimen y se
activan mutuamente, se modifican por factores epigenéticos, etc., y el
resultado, al final, es imprevisible para nuestros actuales conocimientos.
Y
ése es el caso de lo que nos ocupa ahora. CCR5 es una proteína de la superficie
del linfocito que utiliza el virus del SIDA como puerto de desembarque para
iniciar el ataque a la célula, pero no está ahí para eso, su función natural es
otra. Y no es del todo conocida. Se sabía, sí, que protege del virus del Nilo y
de la gripe, confiriendo cierta resistencia a la infección. Pero ahora se ha
conocido otra función a más largo plazo. Rasmus Nielsen, de la Universidad de
California en Berkeley, trabajando con el mayor banco de datos genéticos del
Reino Unido, ha descubierto que la existencia de mutaciones en CCR5 –y lo que
ha hecho He Jiankui no es más que una mutación artificial- reduce la esperanza
de vida en una media de dos años.
La China es el país que lleva a cabo el mayor
número de trabajos de edición genética con CRISPR-Cas9, pero la gran mayoría de
ellos se lleva a cabo en células adultas. Aventurarse a la modificación
genética de futuras generaciones es un salto ético que ni siquiera los chinos
se atreven a dar -al menos con publicidad-, y He Jiankui se encuentra desde
primeros de año en paradero desconocido, mientras la Sociedad China de Biología
Celular califica su trabajo como “una grave violación de las leyes del Gobierno
chino y de las regulaciones y consensos de la comunidad científica china”
Asistimos a una prueba incontestable de que
aventurarse a jugar en ese mar tenebroso de los genes sin un conocimiento de
qué es lo que tenemos entre manos es una grave irresponsabilidad, y sus
consecuencias pueden estar muy lejos de lo que pretendemos. Convendría tener
presente aquella actitud de los médicos de principios de los 80 a la que me
refería al principio: el antídoto contra la ignorancia es el estudio, sentarse
a observar y conocer a qué nos enfrentamos.
La prensa ha calificado a Jiankui como científico, pero a la vista está que lo que es Jiankui es biotécnico. Un técnico que sabe manejarse en las cosas de la edición genética. La ciencia es otra cosa: es amor al conocimiento, amor a la verdad, al estudio. Si lo comparamos con la precipitación irreflexiva
siempre llevará ventaja el estudio: amplía nuestro conocimiento,
abre posibilidades, nos proporciona nuevas herramientas de trabajo. Y, en el
caso que nos ocupa, el de la edición genética, ha permitido que se esté
desarrollando ahora mismo una nueva herramienta, llamada CRISPR-Cas13, que
tiene sobre CRISPR-Cas9 la ventaja de que no modifica directamente el ADN, sino
el ARN, una molécula parecida que es paso obligado para que el ADN ejerza su
función. Pero el ARN no se hereda, por lo que la nueva técnica permitirá
introducir modificaciones con la seguridad de que no se va a transmitir su
efecto a nadie más. Y, como, además, tiene una vida limitada, los efectos de la
técnica son forzosamente reversibles, algo muy valioso cuando hablamos de
tantear en la oscuridad. El momento de editar genes sin los riesgos éticos que
ha afrontado He Jiankui empieza a parecer al alcance de la mano.
La experiencia de He Jiankui debe dejarnos una
enseñanza: cuando la prensa se pregunta impaciente qué hace la ciencia para
resolver los problemas que aquejan a la sociedad, la primera respuesta tienen
que ser: lo que se espera de su vocación: estudiar.