Un amigo mío se refiere a ella como “mi seño”, porque
fue su profesora de Química en el instituto, en Madrid. La recuerda
personalmente, y yo me pregunto qué será tener recuerdos personales de alguien
que ha sido elevado a los altares. Recordar su presencia, su actitud, su
aspecto, su palabra, sus gestos, su voz. Una profesora normal, una vida corriente. Sin rarezas,
sin excentricidades, una más entre todos. Pero hoy, la Iglesia Católica la ha elevado a los
altares. Mi amigo es testigo de que su santidad fue una santidad “de andar por
casa”, sin relumbrones, sin aureolas, una vida ordinaria, como la tuya, como la
mía. Una mujer corriente, con una vida corriente, se ha hecho santa a base de
cosas corrientes. Pero hechas con amor. Con afán de servir a los demás y de
amar a Dios, de servir a los demás por amor a Dios.
Por amor a Dios. ¡Qué cosa más fácil! ¡Y qué cosa más difícil! Nos
empeñamos en hacer, y movernos, y figurar, y brillar, y resulta que lo único
que hay que hacer es amar a Dios y procurar no impedirle hacer su “trabajo” en
nosotros. Dejarle sitio. Ella supo hacerle sitio y secundar su
Voluntad. Con imperfecciones, claro, con faltas y rectificaciones, con caídas:
con vencimientos sobre sí misma, con luchas contra la soberbia, contra la
pereza, contra la ira, contra lo que siempre se cruza en nuestro camino hacia
Él. En “Letras
a un santo” (https://multimedia.opusdei.org/pdf/es/letras-a-un-santo.pdf),
que recoge fragmentos de sus cartas a san Josemaría, asistimos a su lucha
cotidiana por dar gusto a Dios.
Sin agobios, sin aspavientos, con sencillez:
“Para luchar con otro estilo de cosas, para vencerme en la pereza, para
ser mortificada, para estar siempre alegre y tener tensión, procuro no pensar
nunca en las cosas que me cuestan […] teniendo así una presencia de Dios
no sensible, sino de empuje, serviam: “Hale… a ver si lo hago”, y sin
sentirme nunca ni víctima ni desgraciada. Procuro también no tener miedo
a nada: todo lo que le pasa a alguien, pienso que me puede pasar a mí y
reacciono; así, si me ocurre, ya estaba preparada. Si hago una cosa pienso
que puede estar mal, y, así, si me corrigen, como ya lo esperaba, me da hasta
alegría. Hasta el dolor físico estoy siempre dispuesta a tenerlo (aunque
tengo una salud buenísima) y así cuando me duele algo lo recibo como algo que
esperaba, y contenta. No sé si se lo estoy diciendo bien, como verá
usted, mi lucha interior, por ser yo muy simple, es francamente fácil.
Mis dos pegas fundamentales son: no
poner todo el esfuerzo de que soy capaz para cumplir las normas del plan
de vida. No pongo esfuerzo en la oración, en la Misa y en la Comunión
la mayor parte de las veces. […] Y la otra pega es no haberme esforzado
en que mis hermanas adelanten, tengan vida interior, etc.”
Sabía que sólo somos unos niños pequeños,
verdaderamente incapaces de hacer gran cosa. Pero también sabía que Él asiste,
enternecido, a nuestro esfuerzo, y que ve, después de las caídas, nuestra
insistencia en levantarnos y volver a la brega. Y a Dios, como les pasa a todos
los padres que ven a su hijo, débil e incapaz, empeñarse en
agradarlos, se le cae la baba al contemplarnos. No somos capaces de
hacer gran cosa, es verdad, pero somos capaces de emocionar a Dios y de hacer
que se le caiga la baba con nosotros. “¡Ése es mi hijo!”, dice. Y se
derrite, y vuelca su amor sobre nosotros.
La Iglesia nos propone hoy a Guadalupe Ortiz de
Landázuri, profesora de Química, como ejemplo de lo que es una vida cristiana,
común y corriente, y, sin embargo, santa. Común y corriente en toda la
extensión de la palabra, y santa en toda la extensión de la palabra. Santa
canonizable, santa de altar.
Dios ha abierto caminos divinos en la tierra.