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miércoles, 6 de enero de 2016

FE Y CIENCIA


Tengo un gran afecto a mi amigo Jose (sin acento), hombre abierto, comunicativo y ajeno a cualquier tipo de convencionalismo. Me gusta hablar con él, y aunque las ocasiones escasean, siempre me proporcionan un buen rato, una pequeña fiesta. Está, por otra parte, en mis antípodas en muchos aspectos, pero la relación es siempre serena y teñida por nuestro mutuo afecto, y por eso disfruto de nuestros encuentros.

La víspera de Reyes la conversación, errática, nos llevó a tratar de la fe. Es un hombre profundamente humano, pero no entiende que se pueda uno confiar a ella. Su condición de hombre de ciencia parece bloquear en él el sentido de la fe. Le digo que la fe es condición de humanidad, que en cualquier faceta de la vida tenemos que descansar inevitablemente en ella. Si rechazase la fe, si sólo tuviese en cuenta los saberes a los que accedo directamente a través de mi propia experiencia, a lo que he visto con mis propios ojos, entonces una sucesión interminable de realidades –los átomos, Carlomagno, el Himalaya, el metabolismo, el Big Bang, los satélites de Júpiter, los habitantes de Angola,… - desaparecerían del horizonte. ¡Ni siquiera conocería mi fecha de nacimiento! Sin fe, la vida no sería posible, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos.

Para la mayoría aplastante de nosotros, también el conocimiento científico actúa como una fe más: creemos a los científicos. Podríamos no hacerlo, pero les creemos  –a veces, contra toda “evidencia”, como cuando Galileo se empeñó en asegurar que el sol permanece inmóvil- porque damos por sentado que ellos sí calibran el valor de las pruebas que aducen, y que no quieren engañarnos. Pero, en el fondo, es lo mismo: yo creo lo que me dice esa persona.

¿Por qué? ¡Ah!, a eso debe responder cada uno, porque nada de lo que creemos es forzoso creerlo, se trata siempre de una opción personal, libre: creer a alguien, confiar en alguien, es darle, en ese aspecto, carta blanca, dar por bueno lo que dice simplemente porque lo dices tú. Es ponernos en sus manos, una forma de entrega: una forma de amor. Creemos lo que nos dice la gente que sabemos que nos quiere, y, muchas veces, lo creemos contra nuestra propia experiencia. Y, en grado eminente, creemos lo que nos dice Dios, “porque lo dice Él”: “por ser Tú quien eres”.

Nada de todo esto va en contra del conocimiento científico, nacido –no lo olvidemos- en el seno de la fe cristiana, que fue el substrato que lo hizo posible. El propio Johannes Kepler, que pasó muchos años mirando al cielo e intentando hallar fórmulas para explicar el movimiento que observaba, y que tuvo que soportar desilusión tras desilusión y una dificultad tras otra, dejó constancia escrita de que lo que le mantuvo incansable, productivo y lleno de energía, lo que le animó a continuar su investigación sin desfallecer, fue su fe en la existencia de un Dios infinitamente inteligente y bueno, que ha creado el mundo dotándolo de un orden natural, y que ha hecho al hombre a su propia imagen de tal manera que es capaz de ir descubriendo ese orden. Sostenido por esa fe, pudo sentir que su trabajo merecía la pena, y esa fe vivificó y alumbró su propia vida azarosa. Tycho Brahe tuvo en sus manos el mismo material que él, y una posición incomparablemente más desahogada, y mejores oportunidades; pero no tenía su misma fe en la existencia de un plan definido detrás de la creación, y no pasó de ser un investigador más.

La ciencia es hoy un gran tren puesto en marcha. Uno puede subirse a él, y, trabajando, mejorar su funcionamiento. Pero hasta hace unos tres siglos, de este tren sólo existían unas pocas piezas sueltas. Para su construcción y puesta en marcha se necesitó una cultura con las bases filosóficas necesarias para que la ciencia tuviera sentido. Ahora el tren ya está en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo, pero no fue en un ambiente materialista ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. La ciencia moderna no nació de ninguna clase de oposición a la fe, sino de su seno.

Pero la ciencia no agota el territorio de la verdad, no todo puede ser logrado por sus medios. Hay toda una serie de experiencias (éticas, estéticas, religiosas, históricas, políticas,…) que están más allá de los límites de la ciencia, y que son, por naturaleza, irreductibles a sus métodos. Lo expresó muy bien sir Arthur Eddington, que fuera durante años el director del Observatorio de Cambridge y a quien debemos nuestro conocimiento sobre la energía, estructura y evolución de las estrellas. Acudía para ello a una parábola: un biólogo está explorando la vida del océano. Arroja una red al agua y saca un surtido de peces. Examinándolos sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos, llega a la conclusión de que ninguna criatura marina mide menos de 5 cm. En esta analogía la pesca representa el conocimiento científico, y la red, los medios que utilizamos para obtenerlo. Podríamos objetar que hay muchas criaturas en el mar de menos de 5 cm, y que la red no puede capturarlas. El biólogo -el “cientifista”- contesta: “No hay nada en el mar que no sea apresable por mi red; lo que mi red no puede atrapar, sencillamente, no existe”.

El método científico es altamente eficaz, pero deja fuera una enorme porción del mundo. Especialmente, queda fuera de la ciencia todo el campo del sentido, cuya importancia para nuestra vida nadie puede negar: es un asunto que se encuentra en la raíz del equilibrio (o desequilibrio) de mucha gente, que tiene cubiertas sus necesidades “ordinarias” y, sin embargo, lo pasan mal, y llegan a la desesperanza, porque no encuentran sentido a lo que hacen. El sentido es inalcanzable al método científico: estoy garabateando con un bolígrafo en un papel, y, sin levantar el bolígrafo, empiezo a escribir una frase con sentido: desde un punto de vista puramente químico, lo escrito no parece diferir en nada de los garabatos, pero, para alguien que sepa leer, hay algo nuevo que el análisis químico no está en condiciones de captar. 

El conocimiento científico alcanza una certeza que sólo puede alcanzarse con el método científico. Pero eso no significa que fuera de la ciencia no pueda alcanzarse la certeza: sólo significa que la certeza que puede alcanzarse no es la científica. De la misma manera que yendo a pie no se alcanza la velocidad de un tren, pero sí se pueden alcanzar cimas de montañas a las que no llegan las vías, y se puede bucear, y cruzar los aires en parapente, cosas imposibles cuando se viaja en tren.