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lunes, 21 de agosto de 2023

NATURALEZA Y DESTINO

 

Un águila captura una presa, la mata, la trocea y la traga. Es un mecanismo automático que conduce siempre al mismo resultado. Siempre... excepto si es época de cría; en época de cría los pasos son muy diferentes: llevará el alimento en la boca hasta que esté de vuelta en su nido, y entonces abrirá la boca y lo entregará a sus polluelos. Los mismos estímulos provocan diferentes respuestas según el fin que persigue. Lo decisivo es el fin, todos los pasos están orientados a alcanzar una meta concreta. La vida es un proceso teleológico, en el que la meta que se pretende alcanzar condiciona y decide el desarrollo del conjunto: el fin (telos) al que se dirige es causa y motor de todo el proceso.

La teleología está presente en Biología en todos los niveles que consideremos, tanto si el final es anticipado por el agente –como ocurre en el caso del hombre y, quizás, de otros animales-,  como si se trata de sistemas autorregulados -por ejemplo, la temperatura corporal en los mamíferos y en las aves, o la indemnidad de la cadena de ADN-, o de estructuras diseñadas anatómica y fisiológicamente para realizar una función específica. Todo en la Biología: el cortejo, el desarrollo del embrión, la migración, la obtención de alimento, los procesos metabólicos, la reparación de una herida,… ¡todo!, muestra que la finalidad es la fuerza dominante. 

En Evolución, se ha dicho que las probabilidades de que la vida que conocemos sea fruto del azar es menor que las que habría de que un mono, tecleando al azar, escribiese  las obras de Shakespeare. Richard Dawkins, vehemente defensor del azar como único motor del cambio, ha propuesto un  experimento para mostrar que su pretensión es plausible. Para ello introduce un cambio aparentemente pequeño en el planteamiento: se pretende como objetivo una frase (en su ejemplo, “parece una comadreja”) y un programa introduciría pequeñas variaciones al azar en cada tanda de caracteres, guardándose como nuevo punto de partida “la que más se parece a la frase objetivo”. Repitiendo una y otra vez el procedimiento, nos dice Dawkins, se alcanzaría la frase completa en la generación 43. 

Con este ejemplo pretende demostrar que una evolución acumulativa que tome como nuevo punto de partida los resultados ya alcanzados permitiría llegar a este mundo aparentemente teleológico. Pero su razonamiento es engañoso: él mismo introduce la teleología cuando afirma que el ordenador, en cada paso, entre las diferentes copias producidas “elige la que más se parece a la frase objetivo”. No es fácil formular un enunciado más teleológico que éste.

En realidad, los ejemplos de direccionalidad en la naturaleza son muy comunes. En el nivel más elemental, la Física de Partículas, el principio de  exclusión Pauli refleja el hecho de que dos fermiones no pueden ocupar el mismo estado cuántico en el mismo sistema: esto provoca un tipo de organización que afecta a todos los electrones de todos los átomos y, por tanto, afecta a muchos otros tipos de organización sucesivos (átomos, moléculas, macromoléculas, seres mayores inorgánicos y orgánicos) y a la mayoría de las propiedades de la materia. Es decir: las cosas simplemente no pueden existir sin encontrarse ordenadas de un modo concreto. La existencia de tendencias significa que existen canales selectivos de comportamiento de la materia, y esos comportamientos favorecen la cooperación de diferentes elementos para formar niveles superiores de organización. Visto a la luz de la ciencia actual, el universo, tal como lo conocemos, es el resultado de un gran proceso de autoorganización en el que la materia, desde el Big Bang, ha dado de sí nuevas pautas que se han ido integrando en una serie de sistemas progresivamente organizados. 

Para el darwinismo ortodoxo –ha escrito Ernst Mayr- “la selección natural es un proceso a posteriori que recompensa el éxito que se ha dado ya, pero nunca propone objetivos futuros. La selección natural nunca está orientada hacia un objetivo. Es engañoso y completamente inadmisible considerar conceptos tan ampliamente generalizados como supervivencia o éxito reproductivo como objetivos definidos.

Esto es darwinismo puro. Pero entonces, para explicar la evolución, debemos examinar antes cuál es la fuente de las innovaciones. Para John Haught es razonable considerar que la creatividad de la evolución tiene lugar primariamente en la autoorganización de la materia previa a la selección.

La ciencia actual presenta nuestro mundo como el resultado de un proceso gigantesco de autoorganización en el cual sucesivas potencialidades específicas se han ido actualizando, dando lugar a una serie de sistemas crecientemente organizados que culminan en el organismo humano, que proporciona la base para una existencia verdaderamente racional. 

¿Es todo esto fruto del azar? Podría serlo. Pero parece que ese azar  ha tenido ante sí en cada paso sólo un limitado número de posibilidades. Como si el universo hubiera sido conducido suavemente, poco a poco, sin forzar, a seguir un camino por el que se llegaba al mundo que conocemos.

jueves, 21 de octubre de 2021

EL MÉTODO CIENTÍFICO: EXCLUSIÓN Y RECTIFICACIÓN

La concesión del Premio Nobel de Física al italiano Giorgio Parisi ha sido saludada con inmensa alegría por los miembros de la UAAR (Unión de Ateos y Agnósticos Racionalistas), que lo consideran el mazazo definitivo que resuelve su lucha particular contra la fe. No olvidan que Parisi fue uno de los firmantes que se oponían a la presencia de Benedicto XVI en la Universidad de La Sapienza (una universidad –todo hay que decirlo- fundada por Bonifacio VIII, Papa de la Iglesia Católica: se nos olvida que las Universidades nacieron del seno de la Iglesia).

 Pero para muchos católicos ha abierto viejas heridas; "¿Por qué Nicola Cabibbo, en 2008, no, y Giorgio Parisi en 2021, sí?", se preguntan. Nicola Cabibbo fue un físico italiano, maestro de Parisi y de muchos grandes físicos italianos, que en 1963 abrió el mayor filón de la Física moderna con su explicación del mecanismo de mezcla de quarks, desarrollada después por los japoneses Makoto Kobayashi y Toshihide Maskawa, y que hoy recibe en su honor el nombre de matriz CKM (Cabibbo-Kobayachi-Maskawa). A juicio de la Real Academia Sueca de Ciencias, ese descubrimiento era merecedor del Premio Nobel de Física, y se lo concedió en 2008 a Kobayashi y Maskawa, pero el padre de la criatura, Nicola Cabibbo, fue inexplicablemente excluido del galardón, algo que muchos físicos en todo el mundo, y, desde luego, todos los italianos, vivieron como una profunda injusticia. En ese momento Cabibbo era presidente de la Academia Pontificia para la Ciencia, y se extendió la sospecha de que había sido penalizado por su fe católica. Era algo que ya había ocurrido con Jérôme Lejeune, excluido del Nobel de Medicina por su defensa de la vida del no nacido, y con el propio san Juan Pablo II, descartado del Nobel de la Paz en 2003 con el pretexto de que encabezaba un Estado que, a juicio de los miembros del Comité noruego que otorga el Premio, “discrimina a la mujer”. Ahora ha sido el propio Parisi el que ha reverdecido el debate, declarando, al saberse galardonado: “El Premio Nobel debería haber sido también para Nicola Cabibbo, lamento que la elección de la Fundación Nobel no fuera en esta dirección”. 

En realidad, es una disputa que no tiene mucho recorrido: no hay contradicción alguna entre ciencia y fe. El propio Parisi ha afirmado: “No soy religioso, pero nunca he pensado en luchar contra la religión, sobre todo usando mi autoridad como científico para expresarme sobre esos temas. Me parece una locura. La ciencia tiene respuestas para el mundo, pero no explica el porqué del mundo".

Parisi sabe que la ciencia no nos da un conocimiento total de la realidad. Su método no es simple observación: procede por exclusiones sucesivas. En primer lugar, delimita una parte del mundo natural, que queda así aislado del resto y definido en cuanto objeto de estudio. Después separa las cualidades primarias de las secundarias; luego, lo cuantitativo de lo cualitativo. Y deja aparte, para empezar -y definitivamente, no para recuperarlo más tarde-, todo lo estético, lo emocional, lo ético, lo axiológico…. Lo cual significa que deja fuera, necesariamente y de entrada, una buena parte de la realidad que estudia. En definitiva, que la ciencia se presenta ante nosotros y nos dice: "Voy a estudiar este aspecto concreto de la realidad, y voy a estudiarlo desde este punto de vista".

Ése es el precio de la certeza científica: la renuncia a problematizar todas las cuestiones. Es un mito esa creencia popular en una certeza científica absoluta, y la ciencia no quiere saber nada de mitos. Sabe que sus conclusiones sólo son válidas bajo determinadas condiciones y no aspira a un saber absoluto y definitivo. En realidad, basta el simple paso del tiempo para que se desmoronen no pocas seguridades: la ciencia avanza por rectificaciones sucesivas.

Termino con una frase del propio Cabibbo: “El objetivo de la ciencia es proporcionar una imagen del mundo sin sombras, pero al dispersar las sombras surgen otras nuevas, de modo que el científico se encuentra permanentemente en la zona fronteriza entre la luz y la sombra.". O, en palabras de Pascal: "Dios ha dado al mundo suficiente luz para los que quieren creer, pero también ha dejado bastantes sombras para los que no quieren creer".

 

martes, 13 de abril de 2021

"TODO ES SEGÚN EL COLOR DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA", O HISTORIAS DE HOMÍNIDOS (Y DE MULIÉRIDAS)

 

Raymond Dart descubrió el Australopitecus -de hace tres millones de años, la última especie de nuestro árbol genealógico antes de la aparición del género Homo- en una cueva de Sudáfrica, en 1924. Había encontrado el famoso hombre-mono, con lo que venía a confirmar la sospecha de Darwin de que el origen del hombre estaba en ese continente. Al comprobar más tarde que junto a los restos de australopitecos aparecían huesos afilados de diversos animales y cráneos de otros australopitecos con fracturas hundidas, Dart concluyó que el australopiteco había fabricado armas y con ellas se había envuelto en luchas fratricidas. Nació así la hipótesis  “Mono asesino”, según la cual fue esa agresividad lo que le puso en la pista de despegue de la especie humana. Recordemos la fecha: 1924.

 Cuarenta años más tarde, en 1962, Louis y Mary Leakey asociaron por primera vez la elaboración de verdaderas herramientas al Homo habilis -hace un millón de años- que acababan de descubrir en Olduvai (Tanzania). El australopiteco de Dart no había tenido ocasión alguna de elaborar las armas que se le atribuían, ni de llevar a cabo aquella matanza.

 Pasaron veinte años más hasta que, en 1981, Bob Brain reinterpretó los hallazgos de Dart y llegó a una conclusión que a esas alturas resultaba ya obvia para todos: los australopitecos no eran asesinos, sólo eran el plato fuerte del festín celebrado en aquel escenario. En realidad, los rasgos físicos del australopiteco, con largos brazos para huir balanceándose por los árboles, y carente de un pulgar oponible como los nuestros, resultaban poco adecuados para representar el papel que le había atribuido Dart. Lo que había ocurrido era, simplemente, que en 1924 el mundo estaba recuperándose de la matanza de la Primera Guerra Mudial. El hombre había desatado la mayor carnicería de que se tenía noticia, y ese dato actuaba desde los sótanos de la mente de Dart, y teñía su mirada y su concepción del mundo, haciendo que interpretase lo que veía en una dirección concreta.

 En 1978 Glynn Isaac observó que los huesos y piedras talladas se distribuían en Olduvai formando círculos, lo que le llevó a pensar que se encontraba ante los “hogares” de aquellos grupos humanos. Surgió así la hipótesis “Base de operaciones”: los Homo habilis no eran humanos sólo porque elaboraban herramientas -como habían establecido los Leakey-, sino también porque trabajaban juntos. O, mejor dicho, porque llevaban a cabo una distribución especializada del trabajo: los hombres se ocupaban de cazar y las mujeres, de la crianza y la alimentación.

 Hasta que en 1984, usando la evidencia de los modelos economicistas, Richard Potts aseguró que tales sitios no significaban necesariamente hogares, pues no habría sido rentable viajar de vuelta al lugar de partida exponiéndose por el camino al peligro de depredadores. Lo que había ocurrido era, de nuevo, fruto de un prejuicio: también a Isaac, como a Dart (y como al propio Potts, todo hay que decirlo), le resultaba más cómodo que los pueblos prehistóricos se asemejasen a las sociedades en las que ellos mismos vivían.

Acaba de publicarse un trabajo que estrena un nuevo método para determinar el sexo de los restos fósiles. En el esmalte de nuestros dientes se encuentran algunas proteínas codificadas por el cromosoma X y otras codificadas por el cromosoma Y. Como la mujer tiene dos cromosomas X y ninguno Y, y el varón tiene uno de cada, la presencia de unas u otras de estas proteínas en los dientes fósiles permite identificar el sexo con más seguridad que con los métodos tradicionales utilizados hasta ahora.

Se han estudiado con este método los enterramientos de cazadores sudamericanos, de entre los años 6000 y 12000 a. JC, y se ha encontrado que alrededor del 40% de ellos son enterramientos de mujeres. Algo que cuestiona la propuesta de la hipótesis “Base de operaciones” que acabamos de recordar. 

Siempre es difícil olvidar los estereotipos: una encuesta realizada recientemente entre estudiantes de Prehistoria reveló que cuando se imaginan a los neandertales, sólo el 20% de ellos imagina a una mujer, y nadie imagina a niños, pese a que todos saben que unas y otros están forzosamente presentes en toda sociedad.

 Toda esta historia pone de manifiesto algo de lo que parece que no somos conscientes: que la ciencia no es imparcial, que nunca se produce en el vacío. Los autores de las hipótesis de trabajo son siempre personas reales, que viven en una sociedad y en un ambiente concretos, y cuyo sistema de creencias comparten; personas que reflejan en su trabajo las prevenciones y los miedos, los prejuicios y los intereses, del mundo en el que viven: “todo se ve del color del cristal con que se mira”. Max Planck, fundador de la Física Cuántica, sabía cuánto cuesta dejar atrás los prejuicios cuando aseguraba que el progreso de la ciencia se produce "funeral a funeral" ("Moriré con la tristeza de no poder aceptar la Física que se ha hecho a partir de mi descubrimiento"). 

 Y otra cosa nos recuerda esta historia, algo que con demasiada frecuencia sólo lo científicos recuerdan: que la ciencia no dice nunca la última palabra, sólo ofrece interpretaciones de la realidad a la altura de su tiempo.