domingo, 4 de abril de 2010

El LODO EN LA SOTANA

Abrimos el periódico y parece que buscamos nuevos titulares sobre otro caso de pedofilia de sacerdotes, las autoridades de la Iglesia no dan abasto para desmentir o dar unas explicaciones que a pocos parecen convencer, nos acostumbran a relacionar sacerdocio con homosexualidad y pedofilia… Todo esto no podemos asumirlo y pasar a otro asunto: merece una reflexión detenida.
Pastores consagrados de la Iglesia aparecen, de pronto, como ejemplo de incontinencia sexual y de comportamiento homosexual y pedófilo, es decir, un compendio de todo lo que rechaza la Iglesia en materia sexual. ¿Cómo ha sido posible? Porque nadie que quiera entender la realidad puede tomarse en serio la afirmación de que esos comportamientos son consecuencia de su pertenencia a la Iglesia, que predica exactamente lo contrario desde hace dos mil años. Y tampoco puede relacionarse con el compromiso de celibato: después de una fase de abstinencia sexual uno no deja de soñar con mujeres atractivas y empieza de repente a soñar con menores: en este campo, para un varón heterosexual los niños carecen de interés. Pero es que, además, la promesa de vivir el celibato no la hacen los sacerdotes hasta los 25 ó 30 años, cuando la identidad sexual está ya plenamente formada.
El profesor Hans-Ludwig Kröber, director del Instituto de Psiquiatría Forense de la Universidad Libre de Berlín, uno de los más prestigiosos profesores de su especialidad en Alemania, que en su juventud militó en el Partido Comunista, y que se proclama públicamente ateo, ha declarado: “Naturalmente que siempre es posible combatir el celibato y defender el punto de vista de Lutero; pero, en vista de que los delincuentes de abusos sexuales con menores son extraordinariamente raros entre las personas celibatarias, no puede decirse que el celibato es la causa de la pedofilia. El típico pedófilo no es en ningún caso una persona que se esfuerza por vivir la abstinencia sexual”.
Entonces, si no surgen del celibato, y si la identidad sexual se forja en los años de la adolescencia, ¿dónde está el origen de estas conductas? Yo creo que la respuesta hay que buscarla, más que en su condición sacerdotal o religiosa, en la sociedad en la que se desenvuelve. ¿Cómo contempla esa sociedad la sexualidad humana? Desde luego, no bajo el prisma de principios cristianos: primero la Ilustración y después la Revolución Francesa separaron la moral de la religión. Jeremy Bentham y John Stuart Mill identificaron el bien con el placer. En el siglo XIX, Frederick Engels planteó la ruptura de la relación heterosexual tradicional como la primera fase de la lucha de clases, y, ya en el siglo XX, Freud concedió a la sexualidad una importancia determinante en la configuración de la personalidad, aunque aceptaba la necesidad de controles y normas para que no se imposibilitase la civilización.
En el último siglo, las ideas marxistas y freudianas han sido radicalizadas por autores-icono, de los que son paradigma Wilhelm Reich y Herbert Marcuse, el primero por su promoción de la satisfacción sexual plena sin condicionamientos, y el segundo por su oposición a cualquier ordenamiento de la sexualidad, sea familiar, moral o social. A esto hay que añadir los trabajos de Alfred Kinsey, que defendió la “naturalidad” de la homosexualidad y de la sexualidad de menores. Hoy sabemos que la investigación de Kinsey estuvo sesgada, y que incluso se permitió “experimentos” sexuales inauditos con niños, pero nada de eso ha importado realmente.
Actualmente, la propia sociedad civil ha puesto en marcha una iniciativa legislativa para tolerar las relaciones sexuales con menores si se da consentimiento por parte de éstos, hace retroceder la edad por debajo de la cual una persona deba considerarse “menor” en lo que se refiere a materia sexual y facilita el ejercicio irresponsable de la sexualidad entre jóvenes incluso al precio de su propia salud.
Claro está que el impulso sexual es poderoso, pero cuando la personalidad se forja en estas circunstancias y no se fortalece la voluntad para gobernarlo adecuadamente su poder parece multiplicarse. Y no es de extrañar que la sexualidad acabe erigiéndose en rector de la conducta. ¿Podemos sorprendernos si después nos encontramos con adultos que no han aprendido a dominar su impulso sexual y que buscan su satisfacción sin parar en trabas externas? Aquellos polvos nos han traído estos lodos.
No, ésta no es la cultura de la Iglesia, sino la de nuestra sociedad laica, una cultura que la Iglesia viene combatiendo desde hace dos mil años.

jueves, 1 de abril de 2010

"POVERA E NUDA VAI,..."

Su Santidad el papa Benedicto XVI se dispone a celebrar la Pasión del Señor bajo el signo de la persecución: el pasado día 24 Laurie Goodstein publica en el New York Times un extenso artículo con la documentación pertinente en el que se implica al Precepto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que entonces –entre 1996 y 1999- era el Cardenal Ratzinger, en el silenciamiento y amparo del sacerdote Lawrence Murphy, acusado de puede que hasta 200 abusos sexuales entre los años 1950 y 1974.

Las acusaciones que entonces se produjeron fueron desoídas tanto por las autoridades civiles como por los superiores del sacerdote, que se limitaron a trasladarlo a otra diócesis. Pero, de pronto, más de 20 años después, en 1993, un nuevo flujo de denuncias, lleva a Mons. Weakland, arzobispo de Milwaukee, a hacer que lo examine una asistente social especialista en paidófilos, que, tras celebrar con Murphy tres entrevistas, declaró en su informe que el sacerdote había reconocido los hechos y no mostraba arrepentimiento.

La periodista nos cuenta que Mons. Weakland, sin embargo, no intentó que Murphy fuera excluido del ministerio sacerdotal hasta julio de 1996, cuando escribió dos cartas sobre el caso al Cardenal Ratzinger, cartas que éste no contestó. Sólo al cabo de ocho meses, en marzo de 1997, el secretario de la Congregación, Tarcisio Bertone –actualmente Cardenal Secretario de Estado– indicó que abriera un proceso canónico contra Murphy.

Goodstein no explica, quizá porque no lo sabe, por qué llegó el caso Murphy a la Santa Sede: Weakland supo, en las diligencias previas, que algunos de los delitos denunciados eran de solicitación, o sea, cometidos en el confesonario, y que, en ese caso, caían bajo la jurisdicción de la Congregación que dirigía Ratzinger, por lo que no tuvo otra opción que paralizar el proceso hasta conseguir de ella la autorización necesaria. Y cualquiera que fuera la razón por la que la carta no fue contestada en seguida, la comunicación entre ambas partes no falló, pues, como se puede leer en la documentación que aporta la propia Goodstein, en noviembre del mismo 1996, cuatro -¡no ocho!-meses después de la primera notificación a Ratzinger, ya estaba en marcha de nuevo el proceso.

Pero la historia tiene más enjundia: en la carta de marzo de 1997, Bertone señaló que, para la investigación y juicio de estos delitos, debían aplicarse las normas vigentes cuando se cometieron –una Instrucción de 1962- por lo que era preciso reiniciar el procedimiento. A raíz de eso, el Tribunal encargado se percata de que, de acuerdo con aquella Instrucción, el obispo competente es el de la diócesis de residencia del acusado, lo que obliga a cerrar el caso en Milwaukee y pedir a Mons. Fliss, obispo de Superior, que abra otro. Mons. Fliss abre proceso contra Murphy en diciembre de 1997.

Todo ello es ajeno a ningún interés cómplice en la Congregación que dirigía Ratzinger. El hecho de que se haya producido un retraso no deseado por la invalidación sucesiva de dos procesos se debe solamente a que la voluntad del juzgador se somete a la ley; ¿alguien propone lo contrario?

Nos cuenta después Goodstein que Murphy escribió a Ratzinger en enero de 1998 -al mes de abrirse el caso en Superior- para solicitar que se abandonara el proceso abierto contra él, alegando que su edad era avanzada y su salud frágil, y que las normas canónicas fijaban el plazo de un mes entre la comisión del delito y el inicio de un proceso. La periodista reprocha que, tras esta apelación, Bertone “detuvo” el proceso.

La verdad es que la cosa no fue repentina: Bertone, como es natural, no podía detenerlo, lo que podía era trasmitir al tribunal que juzgaba el caso las alegaciones del acusado, y eso fue lo que hizo en el mes de abril, recomendando, eso sí, que se tuvieran en cuenta; los cargos fueron, finalmente, retirados en agosto de 1998, mes en el que falleció Murphy.

Hay un dato más que hace pensar que sin Ratzinger por medio no habría historia, y que pone en tela de juicio la honradez profesional de la periodista: el propio Weakland, en su escrito a Ratzinger de julio de 1996 consultó sobre otro caso antiguo de sacerdote acusado de abusos de menores, cuyo proceso se autorizó igualmente, y que terminó con la condena y exclusión del acusado del estado clerical. Si Goodstein, como parece, conoce los documentos que cita, debió conocer también este asunto. Pero lo ha silenciado, en vista de que su conclusión echaría por tierra el escandaloso titular que le sirve de lanzadera: “El Vaticano rehusó expulsar a un sacerdote de EE.UU. que abusó de niños”. Pobre y desnuda anda la verdad.