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martes, 4 de septiembre de 2012

¿DE QUIÉN ME HE FIADO?


Que la nuestra es la época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza es mayor que en ningún otro momento de la Historia es algo que pocas personas estarán dispuestas a discutir. Nuestro conocimiento, y nuestro dominio, del mundo avanza con pasos firmes apoyándose en las evidencias continuas que le ofrece la ciencia en permanente desarrollo. La evidencia científica se erige como rey y árbitro del conocimiento humano. Y, de pronto, el papa Benedicto XVI convoca un “Año de la Fe”. ¿Fe?, ¿cómo que fe? ¿Pero la fe no había quedado arrinconada, desplazada por la evidencia aplastante de los datos empíricos? ¿Qué resquicio queda todavía para estas cosas, qué actualidad tiene la fe a estas alturas? 

Pues sí, nos habíamos olvidado de la fe, la habíamos perdido ya de vista, pero insiste en salir una y otra vez a flote cuando no contamos ya con ella. Porque eso de que la ciencia iba a explicarlo todo de manera definitiva ya nos lo había dicho Comte, y si aquello luego no le salió bien fue precisamente porque había puesto la fe en el lugar equivocado. Estamos empeñados en que la fe es algo por completo ajeno a la ciencia, y es exactamente al contrario. Pero igual que al submarinista que explora el fondo del mar y los animales que contiene le pasa desapercibida el agua en la que está inmerso, nosotros estamos tan metidos en el ámbito de la fe que somos incapaces de reparar en ella sin hacer un esfuerzo para verla. 

Imaginemos por un momento a Galileo defendiendo que el sol está quieto y que es la tierra la que se mueve, ante un auditorio que tiene la evidencia constante de los sentidos que le dicen que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Bueno, pues, a pesar de eso, creen a Galileo en vez de creer a sus propios sentidos: ponen, contra todas las evidencias, su fe en Galileo.  

La situación de la ciencia sigue siendo la misma hoy. Se me dirá que los científicos tienen datos ciertos en los que apoyan su conocimiento. Claro que no lo dudo: lo doy por supuesto. Pero la mayoría de nosotros, que carecemos de los conocimientos necesarios para comprender el valor de la prueba, lo que hacemos es, simplemente, creer que es verdad lo que nos dicen. En otras palabras: depositar en ellos nuestra fe.  

Esto pasa hasta en los asuntos más corrientes de nuestra vida. Desde nuestra fecha de nacimiento hasta las noticias que vemos en televisión, la vida se desarrolla de principio a fin en el ámbito de la fe. La vida no sería posible sin fe, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos. La duda como forma de vida. Es decir, la inseguridad, el terror. 

No, el desarrollo de la ciencia nunca podrá acorralar a la fe. Lo único que puede hacer es desplazarla, llevarla consigo más allá, porque la fe es el medio en el que crece la ciencia, su condición, su sustrato. De modo que la cuestión no es si la fe sobrevivirá o no, sino qué clase de fe va a sobrevivir. O sea, en qué se apoya mi fe. O, mejor dicho –porque la fe no se pone en el dato, sino en el testigo-, en quién se apoya mi fe. Y aquí es donde aparece la voluntad: llegado al extremo, soy yo el que decide si me fío o no de ese testigo, si quiero, o no, apostar a esa carta. 

Así que resulta que la fe es una opción personal. Y nos encontramos, de pronto,  hablando de la libertad. Terreno resbaladizo, como sabemos. Y la razón que explica que estos tiempos de enorme prestigio de la ciencia sean paralelamente de enorme difusión de los gabinetes de brujería y adivinación. El origen de toda esta floración no se encuentra en la existencia de la fe, porque ya hemos visto que en ese punto no hay opción. El origen está en la respuesta a una pregunta que habíamos dejado olvidada en el desván de la ciencia:  

¿de quién me he fiado?