lunes, 26 de diciembre de 2016

LGTBI Y DE LAS JONS

Nadie discute hoy en España que en materia recogida en los derechos fundamentales cada cual puede comportarse como le parezca, sin que ninguna instancia, pública o privada, le diga qué tiene que pensar, qué tiene que decir o cómo debe comportarse en el libre desarrollo de su personalidad. En virtud de mi libertad de pensamiento y de expresión, puedo creer y decir lo que quiera, y nadie, ni Estado ni particular, puede impedírmelo. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que ni el Estado ni los particulares tengan que hacer suyas mis opciones, mucho menos que deban obligar a los demás a compartirlas, ni siquiera a considerarlas valiosas. Respetar mi derecho a hacer montañismo no significa que todos tengan que ir el domingo al monte. La libertad supone, precisamente, eso: respetar mi derecho a discrepar, y respetar el derecho de los demás a discrepar de mí. Y el Estado no se mete en eso: ampara todas nuestras discrepancias bajo el mismo paraguas.

Todas. Sin exclusiones y sin matices. No necesito que se me mencione por mi nombre para saberme protegido por la ley, no es necesario mencionar cada una de las posibilidades concretas que se encierran bajo ese “todos”. Por eso llama la atención que a estas alturas se publiquen leyes para defender los derechos fundamentales de algunas personas, derechos que ya están defendidos para todos nosotros. Once de nuestras diez y siete comunidades autónomas (las excepciones son Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla y León, Castilla-la Mancha y La Rioja) han aprobado leyes sobre sexualidad que favorecen y amparan al colectivo autodenominado LGTBI (que engloba a lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersexuales) con nombres tan pacíficos y amables como “Ley de igualdad social...” (Murcia), “Ley para garantizar los derechos...” (Islas Baleares), “Ley por la igualdad de trato y la no discriminación...” (Galicia), “Ley integral para la no discriminación...” (Andalucía), “Ley de igualdad social,...” (Canarias), etc.

¿Garantizar los derechos sexuales del colectivo LGTBI, evitar que se les discrimine por ese motivo? Eso estaba ya protegido en la legislación vigente, no era necesario volver a legislarlo. Y si lo que se quiere decir es que esas personas son atropelladas e impedidas en el ejercicio de esos derechos, entonces lo que hay que hacer es ponerse serios a la hora de aplicar las leyes. Si un jugador de golf, pongo por caso, siente que le impiden ejercer su derecho a jugar al golf, no tiene que esperar a que se promulgue una “ley para la defensa de la libertad de los jugadores de golf”. Lo mismo ocurre en el campo de la sexualidad. Y si esas personas se sienten forzadas, reprimidas o discriminadas por su expresión de la sexualidad, lo que tienen que hacer es decir: - “Nos vemos en el Juzgado”.

Por eso estas leyes, de entrada, levantan sospechas, parece que ahí hay gato encerrado. Y el gato salta con sólo asomarnos a su contenido. Pongamos, por ejemplo, la última -y más militante- ley LGTBI: la “Ley de protección integral contra la LGTBifobia y la Discriminación por Razón de Orientación e Identidad Sexual en la Comunidad de Madrid”,  que rueda desde agosto, y que tiene en la prensa a la Presidente de la Comunidad con una frecuencia nada deseable. Con la lectura de su articulado asistimos a la definición de un nuevo sujeto de derecho, detentador de un régimen jurídico especial (arts.3-4), que goza de una tutela institucional de la que carece el común de los ciudadanos (art. 5) y para la que se crea un Consejo de la Administración autonómica con funciones de consulta, informe y propuesta, sin paralelo en otros colectivos (art. 6), obligándose a la propia Comunidad, a la prensa, a los centros educativos, etc, a favorecer, amparar o apoyar a dicho colectivo y a las empresas que los apoyen (arts. 8 en adelante), etc, llegando a sancionar a quienes expresen verbalmente su desacuerdo con esa opción, por no hablar de la penalización a quienes ayuden a los miembros LGTBI que pidan ayuda para dejar de serlo.

Estamos tan acostumbrados a esta cantinela que ya no percibimos lo que tiene de limitador de la libertad. Pero basta con que apliquemos mentalmente el párrafo anterior a, pongamos, los aficionados a la lectura o a los hinchas del Real Madrid o del Barça (o, para verlo más claramente, a los fieles de la Iglesia Católica), para darnos cuenta de la barbaridad que se está poniendo en marcha en toda España.

Estas leyes de nuevo cuño se presentan con un título amable que no puede más que abrir nuestro corazón y nuestra voluntad. Pero es un título engañoso, falaz, porque su contenido no habla de igualdad, sino todo lo contrario: son privilegios (“privi-legium”, ley privada), leyes sólo para unos pocos, que se sitúan así fuera del común. El Diccionario Académico define “privilegio” como “exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.” Algo radicalmente contrario a la igualdad. A mí me recuerda, con sus diferencias, el estatus de aquella Falange Española Tradicionalista y de las JONS que se sacó Franco de lo que tenía a mano, lo que luego se llamó Movimiento Nacional: el Estado toma partido por una de las múltiples opciones legítimas que se le ofrecen al hombre y hace de ella un sujeto jurídico cuya existencia genera una especial carga obligatoria en los demás.

Como en un recuerdo de otro tiempo, asistimos ahora, bien empezado ya el siglo XXI, a un bucle de la historia, a un déjà vu: la identificación del Estado con una ideología particular. Y, cuarenta años después de Franco, como en aquel “Contubernio de Múnich”, más de cien asociaciones presentan la "Plataforma por las Libertades” para recordarnos lo que está en juego ante nuestra pasividad: las libertades y la igualdad con que nos llenamos la boca.


viernes, 18 de noviembre de 2016

POST-VERDAD


Oxford Dictionaries, la sociedad que edita los diccionarios del mismo nombre, acaba de declarar palabra del año el neologismo “post-truth”, que, aunque parece el nombre de un ave corredora, se refiere a “las circunstancias por las que tienen más peso en la opinión pública las emociones y las creencias personales que los hechos objetivos”. Y que, aunque ha inundado los medios de comunicación a raíz del referéndum que va a sacar al Reino Unido de la UE, y de las elecciones presidenciales que tienen a la prensa mundial con los pelos de punta, no es, dicen, algo nuevo entre nosotros.

No, la “post-verdad” -que, en realidad, no es lo que viene después de la verdad, sino lo que usurpa su lugar, lo que la suplanta- no es nueva entre nosotros, viene de lejos. Viene de Gorgias de Leontinos, aquel griego escéptico que decía que nada existe, y que si existiese algo, no podríamos conocerlo, y si lo conociésemos, no lo podríamos comunicar. Entonces estuvo Sócrates al quite, y aquello no llegó a más en aquel momento. Ha sido necesario que llegásemos nosotros, con nuestro esfuerzo por negar la realidad y nuestro rechazo a la Filosofía, para que se haya vuelto a escuchar la voz de Gorgias. Lo que ha venido después estaba ya cantado, no podía no ocurrir.

Porque sustituir los hechos objetivos por nuestras emociones o creencias tiene consecuencias que sí son objetivas. En primer lugar: si no existe una realidad objetiva tampoco hay una naturaleza humana. La consistencia de cada uno de nosotros es individual, y, además, se modifica según las circunstancias y los intereses de cada momento. Así que ya no hay una meta objetiva a la que dirigirse, y el único punto de apoyo que le queda a la ética es el deseo: cualquier deseo, porque todos son igualmente legítimos.

Por eso ya no hay nada bueno en sí. Y por eso nos tropezamos con gente incapaz de concebir que algo pueda ser bueno si no les produce a ellos –a cada uno en particular- un beneficio. No es que antepongan el beneficio propio al bien común, es que ni siquiera conciben que se pueda decir de algo que es bueno si no produce una satisfacción inmediata, y, preferentemente, a ellos: la bondad intrínseca de realidades como la muerte de Sócrates o la cúpula de Santa María de las Flores de Florencia, resulta invisible para muchos de nuestros contemporáneos. Para los mismos que niegan que alguien pueda actuar sin perseguir directamente el propio provecho.

Especialmente cuando la literatura ha renunciado a su tradicional papel de educador en humanidad, cuando ha dejado de enseñarnos a identificar las emociones y los apetitos, y nos ha dejado a merced de los medios de comunicación de masas, que presentan un modelo muy rudimentario: atracción sexual, ambición de dominio, deseo de venganza, afán descontrolado de éxito,… todo ello presentado de modo primitivo y sin matices. Y así: sin conocimiento propio, sin saber adónde dirigirnos ni qué hacer para sacar de nosotros -en palabras de Machado- “hombres buenos”, condenados a acumular experiencias desconectadas entre sí, que ya no sabemos si nos construyen o nos destruyen, y sin sospechar siquiera que somos libres para dirigirnos a nuestra propia perfección –perfección cuya simple posibilidad hace tiempo que ha desaparecido del horizonte-; así, es muy difícil elegir bien.

Y, por otra parte, como el único criterio aceptado son las propias emociones y creencias, la sentencia que asegura que «sobre gustos no hay nada escrito» -cuya falsedad podemos poner en evidencia con sólo asomarnos a cualquier enciclopedia de Historia del Arte-, ha adquirido un valor prácticamente universal, y se aplica a todo el ámbito de la belleza. Pero es una belleza entendida en un sentido muy pobre, devaluada, reducida casi exclusivamente a lo artificial, que es justamente donde lo bello, por su menor categoría, por su menor «densidad ontológica» resulta más problemático, más difícil de distinguir de lo que no lo es.

Y esto es decisivo, porque la belleza es una necesidad esencial del hombre. Pero pasa como con el descubrimiento de la verdad y del bien: la apreciación de la belleza requiere un empeño continuado en adquirir los hábitos necesarios que nos con-naturalicen con ella. Y como esta formación interior ya sólo se ofrece en contadas ocasiones -y ni siquiera es bien recibida-, buena parte de lo que hoy pasa por “arte” y “cultura” incapacita para apreciar la belleza de más alto rango, la que enriquece nuestra maltrecha y deteriorada humanidad. Y ya, sin la preparación necesaria para apreciarla, sin aprendizaje y sin entrenamiento, quedamos a expensas de las vivencias que crean éxtasis -como las drogas- o que bombardean con impresiones que embotan la sensibilidad –como la sucesión de sonidos estentóreos, imágenes y ráfagas-, o nos zarandean con sensaciones fuertes –lo horrendo, lo macabro, lo atroz- que activan pasajeramente nuestra emotividad.

¿Cómo sorprendernos, luego, de estos lodos? La post-verdad es más amplia, y tiene más calado, de lo que nos dice Oxford Dictionaries.



martes, 4 de octubre de 2016

DE CEBRAS Y DE BUEYES: EL ADN NO ENGAÑA


Asegura Borges que en el Emporio celestial de conocimientos benévolos figura una clasificación de los animales que los divide en: (a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que tiemblan como enojados, (j) innumerables (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper un jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. Descontando todas las licencias literarias que el caso merece, este texto tiene la virtud de manifestar la dificultad que se esconde detrás de la taxonomía oficial que ahora manejamos, que subdivide a los seres vivos, sucesivamente, en dominios, reinos, filos, clases, órdenes, familias, géneros y especies. El hecho de que los seres vivos se clasifiquen en grupos que se ramifican sucesivamente y de modo excluyente es algo que no sólo no es  inmediatamente evidente, sino que deriva de un complejo proceso mental de abstracciones sucesivas que llevan a definir caracteres, a distinguir entre caracteres principales y derivados, etc. De modo que no siempre es fácilmente comprensible la presencia de determinadas especies en el grupo al que ahora se les asigna. Ha sido necesario el esfuerzo de muchos hombres notables y el transcurso de muchos siglos para llegar al árbol genealógico de la vida que manejan hoy los expertos.

Hoy incluimos a la ballena y demás cetáceos en la clase de los mamíferos, y no nos cuesta aceptarlo en vista de su reproducción vivípara y la lactancia de las crías, pero el proceso por el que se adoptan estos criterios como rasgo diferencial no es la ocurrencia espontánea de un observador inocente. También asociamos con los mamíferos el pelo y los labios, pero no creemos que ninguno de estos rasgos sea la razón por la que un animal en cuestión es un mamífero, sino, más bien, una de sus consecuencias: es vivíparo, y tiene mamas, pelo y labios, porque es un mamífero, y no al revés. Son la forma en que se manifiesta ante nosotros la naturaleza íntima del animal: su "mamiferismo". Pero ese mamiferismo es anterior a los rasgos que lo manifiestan. Por eso, a nadie se le ocurre decir que, por ejemplo, el gato esfinge, que carece de pelo, no es un mamífero, o que la gallina que acabo de desplumar haya dejado en este momento de ser un ave.

Es verdad que esa naturaleza íntima no siempre es fácil de reconocer, y por eso, a través de las diferentes clasificaciones, hay especies que han cambiado de grupo taxonómico, al darse más peso a uno u otro rasgo. Pero, entonces, ¿qué es lo decisivo?, ¿de qué nos fiamos? La respuesta se ha vuelto más clara, más rotunda y más indiscutida en los últimos años, a medida que se han ido conociendo los genomas de las diferentes especies: lo decisivo es el patrón del ADN, que no sólo muestra los agrupamientos familiares de las especies, y nos permite, por esa razón, acercarnos a la historia evolutiva de la vida, sino que también nos revela su naturaleza íntima, su ser esencial.

Uno de los casos más demostrativos de lo que quiero decir es lo ocurrido con la cuaga, una especie extinta de cebra que vivió en África hasta que la explotación de los colonos holandeses la dejó reducida a los pocos ejemplares enviados a los zoológicos de Europa. Pero no se consiguió su reproducción en cautividad, y el 12 de agosto de 1883 murió, en el zoo de Amsterdam, el último ejemplar vivo de cuaga. No queda ya de la cuaga más que unas pocas fotografías y algunos ejemplares disecados. Su aspecto externo era llamativo, y justificaba que en 1788 se la clasificase como una nueva especie de cebra: su pelaje era rojizo, salvo en las patas y el vientre, que eran completamente blancos, y sólo tenía rayas negras en la cabeza, el cuello y los flancos.

Pero cien años después de su extinción, en 1984, la cuaga se convirtió en el único animal extinto cuyo genoma ha sido extraído y analizado en su totalidad, y eso ha permitido a los sabios en la materia advertir que se trata simplemente de una subespecie de la cebra común adaptada a la vida en campo abierto.

El estudio del ADN es hoy esencial para el conocimiento de la condición biológica última de un ser vivo. Los caracteres morfológicos pueden ayudar, y son muchas veces suficientes para reconocerla, pero otras veces nos dejan a la puerta de ese reconocimiento, y sólo el estudio del ADN nos permite decidir la cuestión. Y decidirla incluso contra la resistencia que ofrece nuestra propia intuición, como cuando nos dice que los hongos están más próximos a los animales que a las plantas, o cuando establece que ciertas bacterias están más próximas a los animales y plantas que a otras bacterias que nos parecen casi idénticas a ellas.

El ADN es, en estos comienzos del siglo XXI, el único dato que decide la cuestión. Y es un dato que no es posible corregir eliminando sus manifestaciones: los rasgos morfológicos no determinan nada, lo único que hacen es permitirnos atisbar en lo profundo, remitirnos a su condición última, mostrarnos su identidad.

Por eso es un error creer que suprimiendo el carácter eliminamos la identidad: quitarle las alas a una mosca no la convierte en otro animal, sólo la convierte en una mosca mutilada. Del mismo modo que castrar a un toro lo convierte en buey -en toro castrado-, pero no lo convierte en vaca. No tiene esa opción. No está en sus genes.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

TIERRA, HUMO, POLVO, SOMBRA, NADA



Al hilo de las diferentes leyes que han instaurado, en España y fuera de España, la “ideología de género”, inauguramos este curso académico con la noticia de que “hay chicas con vulva y chicas con pene, hay chicos con vulva y chicos con pene”, lema adoptado por una asociación de padres de niños transexuales y secundado por diferentes Consejerías de Educación. 

La noticia es sorprendente. Bueno, no, no es sorprendente. Es pasmosa. Rompe esquemas, seguramente ya muy viejos, y fuerza a escoger entre un modelo consagrado por la larga existencia de la humanidad y la nueva visión que adelantan nuestros próceres. Porque el “porque yo lo digo” es un argumento poco convincente, además de poco elegante, y los padres de los alumnos afectados, y todos nosotros por extensión, podríamos llegar a sentirnos víctimas de un abuso de poder, de un César tirano. Que es, justamente, lo que nos dicen que debemos combatir. 

Volvamos a la razón, a la que hace doscientos años entronizaron los revolucionarios franceses. ¡Contenta debe estar a estas alturas, viendo cómo la tratan sus exaltadores! A mí me da hasta vergüenza tener que decir estas cosas, pero los tiempos que corren son tiempos en los que hay que decir lo evidente. Cuando estudiábamos el bachiller de seis cursos nos familiarizábamos con la “reducción al absurdo” para demostrar la falsedad de una afirmación: si por esa línea argumental se llegaba a una contradicción, a un absurdo, quedaba demostrado que esa afirmación era falsa.

Bueno, pues resulta que es sumamente sencillo demostrar la falsedad de esta sentencia por este procedimiento de la reducción al absurdo. Supongamos que abandonamos en una isla desierta a unos cuantos chicos y chicas del modelo tradicional: ellos con pene y ellas con vulva. Cien años después habrá una variada población de viejos, maduros, jóvenes y niños: una sociedad en marcha. Pero si sustituimos en el experimento a los chicos con pene por otros chicos con vulva, o a las chicas con vulva por otras con pene, lo que encontraremos cien años después será un montón de cadáveres, testigos del fracaso del experimento y prueba indiscutible de que aquellos chicos con vulva no eran verdaderos chicos, y que las chicas con pene no eran verdaderas chicas. 

Pero más sorprendente que todo esto es la reacción furibunda que han despertada las recientes declaraciones de los obispos, unánimemente contrarios a esta nueva doctrina. Como si el atentado contra la razón fuese obra de ellos. Vamos a ver, señores: que no se trata de obispos sí, u obispos no. No se trata de religión. Tampoco se trata de rechazo -mucho menos, de odio- al transexual. El transexual es merecedor de todos los respetos, y tiene los mismos derechos que cualquiera de nosotros. Incluido, naturalmente, el derecho a la verdad. Porque de lo que aquí se trata es -¿cómo podría decirlo?- del respeto a la verdad.

El transexual se encuentra en una situación muchas veces dolorosa. Otras veces, no: convive pacíficamente con su condición. A esos no hay que contarles estas milongas. Pero los hay que lo viven con profundo dolor. No podemos ser insensibles a él, porque es dolor humano concreto, real, y sentimos la necesidad de eliminarlo. Pero no se consigue eliminar un dolor real sustituyendo la verdad por una mentira complaciente, y decir que hay chicos con vulva y chicas con pene –vamos a decirlo lisa y llanamente, pero con la máxima claridad- no es más que eso: una mentira complaciente. Pese a su indudable buena intención. Una mentira complaciente. Que acaba, como ya nos advertía Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.

No debemos enseñar a los niños, como si fuese verdad, algo que no lo es. Está en juego su percepción de la realidad, el reconocimiento de las posibilidades que la vida les ofrece. Está en juego la posibilidad de su propia plenitud humana, de su felicidad. Que no consiste en instalarnos en un mundo irreal en el que las cosas se adaptan a nuestros deseos, sino en la culminación de un proyecto vital sólido, hecho de realidades.

miércoles, 20 de julio de 2016

LA VIDA HUMANA Y EL AMOR A LOS ANIMALES





En 1890 Otto Hauser, un niño a quien sus piernas han mantenido inmovilizado durante doce años, asiste en Zúrich a clase de Historia, y sus ojos brillan de interés con las explicaciones del profesor. Estimulado por su afán de mostrar su capacidad ante los demás, que se burlan de su deficiencia, acabará siendo arqueólogo, invirtiendo -y agotando- en ello el patrimonio familiar. Su falta de preparación académica  atrae hacia él el desprecio de los especialistas, pero su perseverancia, y su instinto para detectar falsificaciones despertarán finalmente la admiración de todos ellos. Y, tras años de excavaciones en el valle del Vézère, descubre, en 1909, en la cueva de Le Moustier, el esqueleto de un hombre más primitivo que los neandertales más antiguos conocidos hasta ese momento: el Homo Musteriensis. Un año después, en 1910, en la gruta de Combe-Capelle, sorprende con el hallazgo de nuevos restos humanos, intermedios entre Neandertal y Cromañón: el Homo Aurignaciensis. Cuando su fortuna se haya agotado se verá forzado a aceptar la oferta que le hace el Museo de Etnología de Berlín, y venderá ambos ejemplares. Desde entonces, Hauser se desplaza periódicamente a la capital alemana, compra en Postdamer Platze un gran ramo de flores y se dirige al Museo de Etnología. Se acerca a los ataúdes de vidrio en que reposan los dos esqueletos, coloca sobre ellos el ramo de flores y permanece unos minutos sentado en silencio ante ellos, como si les dedicase una breve oración.

La muerte en la plaza de Víctor Barrio, a quien tanta gente de bien llora, y que ha estremecido a España entera, ha dado pie a que algunos "amantes de los animales" manifiesten un odio feroz de tal calado que estamos todavía atónitos, incapaces de aceptar que algo así haya nacido y se haya alimentado a nuestra sombra. Avergüenza aceptar que incluso reconocidos defensores de la vida animal, puestos en el compromiso de manifestarse ante la opinión pública, no hayan sido capaces de decir claramente: “¡No! No hay vida animal que se cotice a este precio”.

Parece que bajo la bandera del amor a los animales debería aceptarse cualquier cosa. El amor, que desde el alba de nuestra civilización ha sido tantas veces representado con una venda en los ojos, y que, sin embargo, la experiencia de todos nosotros indica, más bien, lo contrario: que no es ceguera, sino luz. Una luz que descubre facetas que son invisibles para quien no ama, y que tiñe y transforma la realidad, de la misma manera que la luz del sol tiñe y transforma el paisaje, llenando de formas y colores lo que durante la noche era sólo una confusa mezcla de negros. Por eso tiene, además, el amor, algo que ver con el descubrimiento de la propia realidad: para alcanzar el conocimiento es necesario un acercamiento amoroso, una actitud entregada, abierta y acogedora a la realidad.

La dificultad surge cuando el acercamiento a la realidad no se produce de la mano del amor, sino de la pura ideología, sin mezcla de amor. Pura ideología, que es lo mismo que decir pura irrealidad, porque la ideología se forja de espaldas a la realidad, “porque sí”, por un movimiento de la voluntad soberana, ab-soluta en su sentido etimológico: sin amarre alguno a nada. Es la negación misma de la realidad.

   La vida humana es el valor radical en el que encontramos todos los demás. Todos: el valor económico, el cultural, el artístico, el religioso, el ético,... ¡todos! Todos están referidos a la vida humana: o valen en la vida humana, o no tienen valor alguno. No se trata sólo de valores materiales, valores operativos, útiles, sino de valores trascendentes, como el  bien o la verdad o la belleza. Valores que pueden no ser evidentes, y que en muchas ocasiones han requerido tiempo para que la humanidad, que también progresa moralmente, llegase a alcanzar la sensibilidad necesaria.

La vida animal es uno de esos valores. Sólo tenemos que compararla con su antítesis. Pero su antítesis no es, como podría parecer cuando leemos ciertos titulares y opiniones, la vida humana, sino la muerte del animal, su cadáver. La vida humana es, al contrario, el fondo sobre el que se proyecta, la condición de su valor. No es simplemente un valor mayor que la vida animal, de la misma manera que un viaje interplanetario no es simplemente mayor que un viaje en avión: la vida humana pertenece a otro orden de realidad, algo completamente distinto, absolutamente incomparable. Podemos creer que tienen alguna relación, pero es solamente por una cuestión lingüística, porque nos referimos a las dos con la misma palabra.

En la ideología, acabamos de verlo, no se trata de amor, sino de otra cosa. Que, como en el caso de la vida, lleva el mismo nombre. No nos dejemos confundir: cuando hablamos de "amor a los animales", “amor” no tiene su sentido directo sino otro metonímico, traslaticio. Por eso pueden algunas personas amar la vida animal a costa de no amar la humana.

El mejor antídoto contra la ideología es, como puede uno figurarse, vivir con los ojos abiertos, atender a la realidad. Y urge que lo hagamos: acabamos de asistir a las consecuencias de olvidarla. Hoy, casi cien años después, Otto Hauser todavía nos enseña el valor de la vida humana, y la reverencia que le es debida: veía en aquellos esqueletos los restos de hombres  que en las brumas de la Prehistoria fueron nuestros antepasados, y les rendía el tributo correspondiente.

viernes, 1 de abril de 2016

TÚ MISMO TE HAS FORJADO TU VENTURA



En el cuarto centenario de su muerte, Cervantes sigue siendo para nosotros alguien a quien necesitamos acercarnos con  frecuencia. Se ha dicho que es una figura irrenunciable para España, que no podemos prescindir de él si queremos entendernos a nosotros mismos. Creo que la mejor manera de acercarnos a él es volver a sus libros, liberados de esa “obligación” que hace once años llenó las escuelas de versiones infantiles o juveniles del Quijote, convertidas en lectura obligada. Grave error –repetido ahora en ediciones “actualizadas” de la novela- cuya única consecuencia ha sido que unas promociones de estudiantes alcanzasen la vida adulta “vacunados” contra Cervantes, convencidos de conocerlo ya. Se olvidó que, a estas alturas, la historia del Quijote puede contarla cualquiera de nosotros: no tiene mayor interés; lo interesante es acercarse a su  autor, atender a su palabra, a su vida trasparentada, a su alegría, a su buen humor, a su mirada generosa, a su pasión por la libertad, a su melancolía a veces, a su esperanza siempre.

Cervantes es buen conocedor de la realidad, en primer lugar española. Nacido en Alcalá  de Henares, todavía niño se traslada a Valladolid; a los 17 años vive en Sevilla y a los 19 en Madrid. En 1569, con 22 años, abandona Castilla y, cruzando Valencia, Cataluña y Francia, se dirige a Italia. Dos años después está en Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, donde pone a prueba su valor: eximido de servicio por encontrarse encamado con fiebres, solicita combatir en el puesto de mayor peligro. Recibe dos arcabuzazos: uno en el pecho, que estuvo a punto de costarle la vida, y otro en la mano izquierda, que quedó inútil para siempre.

Y cuando regresa a España, en 1575, con una carta de D. Juan de Austria a Felipe II recomendando su ascenso a capitán, se cruza con el gran azar de su vida, con el azar decisivo: la galera en que viaja es atacada por los corsarios y capturada, y Cervantes, con los demás, es conducido a Argel. Allí permanece cautivo cinco años, pues la carta que lleva, dirigida al Rey, hace pensar a sus captores que se trata de un gran personaje, y exigen por él un alto rescate. Vive allí su pasión por la libertad: Argel es su pérdida completa, brusca e inesperada, la privación brutal, violenta y arbitraria de la libertad, algo que a Cervantes le parece  insufrible, la negación misma de la vida. Intenta recuperarla una y otra vez, a cualquier precio, arrostrando el peligro, que es siempre altísimo. “Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. Fracasa siempre, por traición o por desgracia, y siempre asume la responsabilidad, exculpando a sus compañeros; siempre dice “he sido yo”, que equivale a decir “yo ejerzo mi libertad pese a quien pese, y cueste lo que cueste”. Es castigado, pero vuelve a intentarlo siempre. Enfrentado a la pura adversidad sin mezcla, comprende mejor que nadie que el hombre es siempre dueño de su destino: “Tú mismo te has forjado tu ventura”.

Regresa finalmente a España en 1580. Tiene treinta y tres años y ha pasado once -la tercera parte de su vida, casi toda su vida adulta- en la lejanía total, en la ausencia completa, radicalmente separado de su patria. Al volver intenta primeramente continuar su carrera militar y acude a Lisboa, a África, quizá a las Azores. Pero, finalmente, decide ser escritor. Y en 1585 publica La Galatea, una novela pastoril. Era un género literario de moda en su juventud pero que ahora, diez y seis años después de su partida, inicia ya su declive.

Pasa después veinte años sin publicar nada (“Tuve otras cosas en que ocuparme”, dirá luego, para justificar este largo silencio). En Sevilla es recaudador de contribuciones; le encargan luego hacer acopio de alimentos para la Armada llamada después “Invencible”. Estuvo encarcelado en dos ocasiones.

Y llega así a los cincuenta y ocho años. Cervantes pertenece a la generación de 1541, que entra en la historia en 1571 -el año, precisamente, de la batalla de Lepanto- y permanece activa otros 30 años, hasta 1601. Él vive exactamente 15 años más: si hubiera muerto o envejecido hacia los 60, como era normal en su época, no hubiéramos sabido nada, o casi nada, de él.

Pero, de repente, en 1605, rebasado ya el ciclo de su generación, cuando no se espera ya nada de ella, aparece Cervantes con una obra maestra. Viejo, extemporáneo y genial: imperdonable. Lope dirá que no hay nadie tan necio que alabe el Quijote. Y, aunque la obra tiene inmediatamente un enorme éxito de público, ese éxito no tiene repercusión social ninguna, y su vida sigue siendo la que era: nunca fue un personaje, nunca tuvo dinero.

Luego, en diez años, aparecen todos sus libros, menos el primero, viejo y ya olvidado, y el Persiles, que es posterior, póstumo ya.

Asistimos a Cervantes cuando abrimos sus libros, encontramos su actitud ante la vida, su temple, su buen humor: hasta en las situaciones dramáticas se le escapa una sonrisa: durante el regreso solitario de Sancho desde Barataria, tras hundirse el suelo bajo sus pies y verse obligado a caminar en las tinieblas, nos dirá Cervantes que camina “unas veces a oscuras y otras veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo”. Humor que tiene también momentos más profundos: “cada uno es como Dios lo ha hecho, y, muchas veces, peor”.

Cervantes mira el mundo con benevolencia y admiración, con complacencia. Es un hombre afable, cordial, esperanzado, descubridor de la bondad escondida, carente de prejuicios. Un castellano que habla con viva simpatía del otro Reino de la Monarquía. De Francia, y, más aún, de Portugal; pero, sobre todo, de Italia, siempre presente en su vida, algo permanente, profundo, entrañable. Allí encuentra la libertad que alumbrará toda su vida: hablará siempre de “la vida libre de Italia”. Pero, sobre todo, allí se penetra del valor, que le acompañará siempre, que le dará estímulo y consuelo.

Este aprecio por la libertad se refleja en sus obras: los encantadores persiguen a don Quijote, cambian las cosas, desfiguran a las personas, alteran el resultado de sus hazañas, le persiguen sin descanso,... pero no pueden acabar con la libertad del caballero: “Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”. No puede soportar que se atente contra la libertad de nadie: ni siquiera contra la de los galeotes, condenados contra su voluntad. "Me parece duro caso hacer esclavos a quienes Dios y naturaleza hizo libres". Mucho menos admite que se ponga trabas al amor, que puede no ser lícito, pero es siempre mirado con simpatía y con respeto.

El hombre es libre y no puede dejar de serlo. Es dueño de sí. Pero no de lo que es, sino de lo que ha querido, y se ha esforzado por alcanzar, es dueño de lo que ha intentado, “cada uno es hijo de sus obras”. Y cuando don Quijote desafía al león y éste lo mira, bosteza, se da la vuelta y se vuelve a acostar, don Quijote ha cumplido su parte, ha estado a su propia altura. Que no haya estado a su propia altura el león no quita nada al caballero. “Yo sé quién soy”.

Varón de deseos  (“con poco me contento, aunque deseo mucho”), se esfuerza por alcanzarlos, pero sabe que, en definitiva, lo importante es el esfuerzo que lo guía, que alcanzarlos no es tan importante (“un venturoso estado, cuando lo niega sin razón la suerte, honra más merecido que alcanzado”). Cervantes ha pasado su vida en circunstancias adversas, una vida larga para la época, compleja y poco brillante, que termina como escritor marginal. Pero sabe que es dueño de sí, sabe quién es, quién ha pretendido ser en esas circunstancias.  Y da todo por bien empleado. Es solidario con su pasado, con sus proyectos.

Y sigue siéndolo hasta el fin. Ha leído y tiene noticia de territorios que sabe que ya no podrá conocer. Al final de su vida “puesto ya el pie en el estribo”, escribe el Persiles, que está lleno de sus lecturas de países lejanos, allá en el norte, en los que no se pone el sol, en los que no termina la noche. Desea conocerlos, como desea seguir viviendo, seguir haciendo proyectos, y sabe que no le queda ya tiempo. “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. Pero eso no le impide seguir haciendo planes, y se despide de sus amigos, resignado pero esperanzado, “deseando veros presto contentos en la otra vida”.

Cervantes sigue vivo, regalándonos su bondad, su benevolencia, su pasión por la libertad, su aprecio a la realidad, su mirada cordial, su esperanza, su suave y permanente alegría. No puede ser una obligación leerlo. Pero es imprescindible aprender con él.

miércoles, 17 de febrero de 2016

AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR

Con periódica insistencia oímos reclamar que se acabe con "los privilegios de la Iglesia" y se la obligue a pagar el IBI de sus edificios. A estas alturas no voy a explicar a sus promotores que un Ayuntamiento no puede dictar normas  contra otra de rango superior, de modo que voy a limitarme a dar algunos datos para situar la cuestión, para saber “hacia dónde cae” esto de la Iglesia y la exención del IBI.

Cuando se habla de privilegio se está hablando de una "ventaja exclusiva que goza alguien por concesión de un superior" (DRAE). En este caso se señala al Acuerdo sobre Asuntos Económicos alcanzado con la Santa Sede en 1979. No se quiere mirar a la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas, o a la Comisión de Comunidades Israelitas, o a la Comisión Islámica, con las que el Estado llegó en 1992 a acuerdos semejantes. "Hombre –dicen- es que su presencia es apenas testimonial, y no supone una gran cosa". No: denunciar esos acuerdos con la Iglesia Católica y no con el resto de entidades mencionadas es claramente discriminatorio por razón de religión, y eso sí está expresamente prohibido por nuestra Constitución.

Y, sobre todo, es que, a estas alturas, esos acuerdos han quedado ampliamente rebasados por la Ley de Mecenazgo de 2002, que exime de pagar el IBI a una serie tan larga de entidades que difícilmente puede nadie seguir hablando de privilegio: afecta, además de a los inmuebles destinados a uso religioso, a los servicios públicos, a los edificios de gobiernos extranjeros, a ONGs,  y a edificios pertenecientes al patrimonio histórico-artístico -donde, qué casualidad, encontramos infinidad de edificios de la Iglesia -, a entidades varias de fines no lucrativos,...

Es decir, que, a la vista de lo que hay, el privilegio es pagar el IBI: son legión los que no lo pagan: sinagogas, mezquitas, comisarías, cuarteles, cárceles, juzgados, hospitales, centros de salud, colegios públicos y concertados, embajadas, la RENFE, FEVE, la multitud de castillos y palacios que hay en España, la SGAE, la Cruz Roja,... 

"Hombre, es que en épocas de crisis nuestros Ayuntamientos necesitan fondos, y todos tienen que arrimar el hombro". Perfectamente, y la Iglesia no necesita que se lo recuerden. Como tampoco lo necesitan los propios Ayuntamientos, que constantemente remiten a Cáritas Parroquial a las personas que acuden a ellos solicitando ayuda. Pero si todos tienen que arrimar el hombro, ¿cuánto les cobra Carmena a la embajada de los Estados Unidos, o de Rusia; o de Cuba o Venezuela, pongo por caso? ¿Con cuánto contribuyen a paliar los efectos de la crisis los titulares del Castillo de la Mota, o del Palacio Real?

¿Es la crisis fruto de la mala administración de la Iglesia? Pioz, en Guadalajara, tardará 7058 años en pagar sus deudas; ¿será culpa de su párroco? Peleas de Abajo, en Zamora, tiene 240 habitantes y debe 4,6 millones de euros; ¿porque la iglesia parroquial no paga IBI? ¿No tendrá nada que ver alguno de tantos personajes que adornan las listas de beneficiarios de esa colección de dietas, tablets, móviles, asistentes, pensiones vitalicias, etc, todo con cargo a los Presupuestos Generales?

Recuerdo las inspiradas declaraciones del coordinador general de IU, Cayo Lara : "Que la fe se la pague cada uno". Pues eso digo yo: que cada cual se pague lo suyo: que el partido político lo paguen sus afiliados, y que sean los sindicados los que se paguen su Sindicato. Y, ya puestos, que el equipo de fútbol de la ciudad se lo paguen los hinchas, y que los aficionados al deporte se paguen su Polideportivo, y que el cine lo subvencionen los cinéfilos –o los políticos, si quieren, pero de su propio bolsillo-. Y que los aficionados a la lectura se paguen las Bibliotecas, y que los aficionados al ciclismo se paguen su carril bici- Y...

Pero así están las cosas: el Estado corre con los gastos de todos. Y nuestra Constitución, acabo de recordarlo, prohíbe discriminar por razón de religión.

viernes, 5 de febrero de 2016

LA EDICIÓN GENÉTICA CON CRISPR-Cas9




Cuando apenas ha pasado un año desde la polémica aprobación en el Reino Unido del trasplante nuclear para el tratamiento de las enfermedades mitocondriales, nos llega desde allí la noticia de que la Autoridad en Fertilización Humana y Embriología acaba de autorizar al Francis Crick Institute, de Londres, la edición genética de embriones humanos con la técnica de CRISPR-Cas9. Aunque no es la primera vez que se hace algo así: el trabajo inaugural lo publicó el año pasado el equipo del Dr. Junjiu Huang, de la Universidad Sun Yat-sen, en Guangzhou (1).

El impulso que supuso el Proyecto Genoma Humano dura hasta hoy. Una de sus consecuencias ha sido la posibilidad de llevar a cabo la llamada “edición genética”, que, en esencia, consiste en la modificación de secuencias concretas de ADN. Inicialmente, la secuencia-diana era reconocida por proteínas artificiales, pero la dificultad para diseñar y sintetizar esas proteínas, y para validar su eficacia, hacían que fuera un proceso lento y muy caro. El salto adelante partió de los trabajos de Francisco Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante, que, en 1993, estudiando las defensas bacterianas frente a los virus, descubrió un sistema que reconocía segmentos de ADN del virus, y los bloqueaba. Denominó a este sistema CRISPR, siglas de la expresión inglesa que describe su estructura y posición en el ADN bacteriano. Años después, en 2012, Jennifer Doudna, de la Universidad de California, en Berkeley, y Emmanuelle Charpentier, de la Universidad de Umea, en Suecia, desarrollaron el modelo: le incorporaron una cadena-guía de ARN que “busca” la secuencia de ADN diana y le añadieron la enzima Cas9, que corta esa secuencia y la elimina. Se convirtió así en una sencilla herramienta fácil de utilizar, rápida y muy barata, para modificar segmentos de la cadena de ADN.

El nuevo procedimiento ha sido inmediatamente adoptado y ampliamente utilizado en diversos campos y con distintos fines. Jennifer Doudna está recogiendo una lista de las criaturas modificadas por este sistema: hoy la lista tiene tres docenas de entradas, que van desde parásitos causantes de enfermedades a cerdos de raza enana, arroz y trigo resistentes a las plagas o naranjas ricas en vitaminas. Y se está estudiando su aplicación en la clínica humana para corregir defectos en los genes mitocondriales y en “células somáticas” (es decir, las que no están implicadas en la producción de óvulos y de espermatozoides).

El problema se plantea, por las implicaciones éticas que presenta, precisamente en su aplicación a embriones humanos, porque en ese estadio no se han separado aún las estirpes que darán lugar a las células sexuales. Porque la cosa es algo más complicada que el simple "copia y pega": el grupo chino mencionado al principio aplicó esta técnica a 86 embriones con un gen de hemoglobina defectuoso; sobrevivieron 71, de los cuales se examinaron 54: sólo en 28 de ellos se había logrado “cortar” el  gen defectuoso, y en apenas 11 se había logrado implantar el gen sano. La manipulación, además, generó diferentes alteraciones no deseadas en otros puntos del ADN, y, como el propio Huang reconoce, “si hubiéramos analizado todo el genoma, habríamos encontrado más”.

Son estos malos resultados los que muestran que es aún prematuro utilizar esta técnica en embriones humanos, pues la consecuencia lógica es que las modificaciones aleatorias provocadas, de resultados imprevisibles, se transmitirían a la línea germinal y afectarían a toda la descendencia. Pero no se trata sólo de trabajos con embriones humanos. Doudna ha confesado que sus preocupaciones comenzaron cuando asistió a la presentación de un trabajo en el que se diseñó un virus para introducir CRISPR-Cas9 en ratones. Los ratones aspiraron el virus, permitiendo al sistema CRISPR originar mutaciones y crear un modelo para cáncer de pulmón humano. “Parecía increíblemente aterrador –dice- que pudieras tener estudiantes trabajando con una cosa así. Cualquier pequeño error en el diseño de la guía de ARN podría resultar en una CRISPR que actuara también en los pulmones humanos. Es importante que la gente comprenda lo que este procedimiento podría provocar”.

Andrea Ventura, investigador del Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York y uno de los autores de ese trabajo en ratones, dice que su laboratorio extremó las medidas de seguridad: las secuencias-guía fueron diseñadas para dirigirse a regiones del genoma que son exclusivas de los ratones, y los virus fueron desactivados de manera que no pudieran replicarse. Pero reconoce que es importante anticipar incluso los riesgos más remotos. “Las  guías no están diseñadas para cortar el genoma humano, pero nunca se sabe. No es muy probable, pero debemos considerar esa posibilidad.”

Por estas razones, Doudna convocó el año pasado una reunión de científicos, expertos en bioética y juristas, de la que resultó la solicitud de una moratoria para la aplicación a de CRISPR-Cas9 en humanos mientras no se hayan resuelto toda esta serie de dificultades teóricas y prácticas. Queda mucho camino por recorrer hasta que se pueda recurrir a esta técnica para modificar el ADN en seres humanos con la seguridad exigible.

El proyecto que pretende llevar a cabo el Reino Unido, además, es comparable en ciertos aspectos con el realizado en China, pero se diferencia también en algún aspecto que a los expertos en bioética no les parece indiferente: mientras que el equipo chino utilizó para su estudio embriones triploides (es decir, con una dotación cromosómica que no es la de nuestra especie; no es, por lo tanto, una forma germinante de vida humana), el Francis Crick Institute se propone editar el genoma de hasta 90 embriones viables, perfectamente sanos y de menos de una semana de vida, que simplemente son desechados por los laboratorios por “superpoblación”. El estudio consistirá en ir retirando cada uno de cuatro genes que se consideran fundamentales para el desarrollo en ese momento de la vida, y observar qué cambios se producen para deducir la función que ejercen en el embrión no manipulado. Se alega el alto beneficio que se obtendrá con ese conocimiento, pero se olvida que, cuando en Medicina se sopesan riesgos y beneficios, el beneficio debe recaer, en primer lugar, el mismo “paciente” que corre ese riesgo. No parece que ése vaya a ser el caso.
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(1) Protein Cell 2015, 6:363-372

miércoles, 6 de enero de 2016

FE Y CIENCIA


Tengo un gran afecto a mi amigo Jose (sin acento), hombre abierto, comunicativo y ajeno a cualquier tipo de convencionalismo. Me gusta hablar con él, y aunque las ocasiones escasean, siempre me proporcionan un buen rato, una pequeña fiesta. Está, por otra parte, en mis antípodas en muchos aspectos, pero la relación es siempre serena y teñida por nuestro mutuo afecto, y por eso disfruto de nuestros encuentros.

La víspera de Reyes la conversación, errática, nos llevó a tratar de la fe. Es un hombre profundamente humano, pero no entiende que se pueda uno confiar a ella. Su condición de hombre de ciencia parece bloquear en él el sentido de la fe. Le digo que la fe es condición de humanidad, que en cualquier faceta de la vida tenemos que descansar inevitablemente en ella. Si rechazase la fe, si sólo tuviese en cuenta los saberes a los que accedo directamente a través de mi propia experiencia, a lo que he visto con mis propios ojos, entonces una sucesión interminable de realidades –los átomos, Carlomagno, el Himalaya, el metabolismo, el Big Bang, los satélites de Júpiter, los habitantes de Angola,… - desaparecerían del horizonte. ¡Ni siquiera conocería mi fecha de nacimiento! Sin fe, la vida no sería posible, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos.

Para la mayoría aplastante de nosotros, también el conocimiento científico actúa como una fe más: creemos a los científicos. Podríamos no hacerlo, pero les creemos  –a veces, contra toda “evidencia”, como cuando Galileo se empeñó en asegurar que el sol permanece inmóvil- porque damos por sentado que ellos sí calibran el valor de las pruebas que aducen, y que no quieren engañarnos. Pero, en el fondo, es lo mismo: yo creo lo que me dice esa persona.

¿Por qué? ¡Ah!, a eso debe responder cada uno, porque nada de lo que creemos es forzoso creerlo, se trata siempre de una opción personal, libre: creer a alguien, confiar en alguien, es darle, en ese aspecto, carta blanca, dar por bueno lo que dice simplemente porque lo dices tú. Es ponernos en sus manos, una forma de entrega: una forma de amor. Creemos lo que nos dice la gente que sabemos que nos quiere, y, muchas veces, lo creemos contra nuestra propia experiencia. Y, en grado eminente, creemos lo que nos dice Dios, “porque lo dice Él”: “por ser Tú quien eres”.

Nada de todo esto va en contra del conocimiento científico, nacido –no lo olvidemos- en el seno de la fe cristiana, que fue el substrato que lo hizo posible. El propio Johannes Kepler, que pasó muchos años mirando al cielo e intentando hallar fórmulas para explicar el movimiento que observaba, y que tuvo que soportar desilusión tras desilusión y una dificultad tras otra, dejó constancia escrita de que lo que le mantuvo incansable, productivo y lleno de energía, lo que le animó a continuar su investigación sin desfallecer, fue su fe en la existencia de un Dios infinitamente inteligente y bueno, que ha creado el mundo dotándolo de un orden natural, y que ha hecho al hombre a su propia imagen de tal manera que es capaz de ir descubriendo ese orden. Sostenido por esa fe, pudo sentir que su trabajo merecía la pena, y esa fe vivificó y alumbró su propia vida azarosa. Tycho Brahe tuvo en sus manos el mismo material que él, y una posición incomparablemente más desahogada, y mejores oportunidades; pero no tenía su misma fe en la existencia de un plan definido detrás de la creación, y no pasó de ser un investigador más.

La ciencia es hoy un gran tren puesto en marcha. Uno puede subirse a él, y, trabajando, mejorar su funcionamiento. Pero hasta hace unos tres siglos, de este tren sólo existían unas pocas piezas sueltas. Para su construcción y puesta en marcha se necesitó una cultura con las bases filosóficas necesarias para que la ciencia tuviera sentido. Ahora el tren ya está en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo, pero no fue en un ambiente materialista ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. La ciencia moderna no nació de ninguna clase de oposición a la fe, sino de su seno.

Pero la ciencia no agota el territorio de la verdad, no todo puede ser logrado por sus medios. Hay toda una serie de experiencias (éticas, estéticas, religiosas, históricas, políticas,…) que están más allá de los límites de la ciencia, y que son, por naturaleza, irreductibles a sus métodos. Lo expresó muy bien sir Arthur Eddington, que fuera durante años el director del Observatorio de Cambridge y a quien debemos nuestro conocimiento sobre la energía, estructura y evolución de las estrellas. Acudía para ello a una parábola: un biólogo está explorando la vida del océano. Arroja una red al agua y saca un surtido de peces. Examinándolos sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos, llega a la conclusión de que ninguna criatura marina mide menos de 5 cm. En esta analogía la pesca representa el conocimiento científico, y la red, los medios que utilizamos para obtenerlo. Podríamos objetar que hay muchas criaturas en el mar de menos de 5 cm, y que la red no puede capturarlas. El biólogo -el “cientifista”- contesta: “No hay nada en el mar que no sea apresable por mi red; lo que mi red no puede atrapar, sencillamente, no existe”.

El método científico es altamente eficaz, pero deja fuera una enorme porción del mundo. Especialmente, queda fuera de la ciencia todo el campo del sentido, cuya importancia para nuestra vida nadie puede negar: es un asunto que se encuentra en la raíz del equilibrio (o desequilibrio) de mucha gente, que tiene cubiertas sus necesidades “ordinarias” y, sin embargo, lo pasan mal, y llegan a la desesperanza, porque no encuentran sentido a lo que hacen. El sentido es inalcanzable al método científico: estoy garabateando con un bolígrafo en un papel, y, sin levantar el bolígrafo, empiezo a escribir una frase con sentido: desde un punto de vista puramente químico, lo escrito no parece diferir en nada de los garabatos, pero, para alguien que sepa leer, hay algo nuevo que el análisis químico no está en condiciones de captar. 

El conocimiento científico alcanza una certeza que sólo puede alcanzarse con el método científico. Pero eso no significa que fuera de la ciencia no pueda alcanzarse la certeza: sólo significa que la certeza que puede alcanzarse no es la científica. De la misma manera que yendo a pie no se alcanza la velocidad de un tren, pero sí se pueden alcanzar cimas de montañas a las que no llegan las vías, y se puede bucear, y cruzar los aires en parapente, cosas imposibles cuando se viaja en tren.