Nadie discute hoy en España que en materia recogida en los derechos
fundamentales cada cual puede comportarse como le parezca, sin que ninguna
instancia, pública o privada, le diga qué tiene que pensar, qué tiene que decir
o cómo debe comportarse en el libre desarrollo de su personalidad. En virtud de
mi libertad de pensamiento y de expresión, puedo creer y decir lo que quiera, y
nadie, ni Estado ni particular, puede impedírmelo. Lo cual no quiere decir,
naturalmente, que ni el Estado ni los particulares tengan que hacer suyas mis
opciones, mucho menos que deban obligar a los demás a compartirlas, ni siquiera
a considerarlas valiosas. Respetar mi derecho a hacer montañismo no significa
que todos tengan que ir el domingo al monte. La libertad supone, precisamente,
eso: respetar mi derecho a discrepar, y respetar el derecho de los demás a
discrepar de mí. Y el Estado no se mete en eso: ampara todas nuestras
discrepancias bajo el mismo paraguas.
Todas. Sin exclusiones y sin matices. No necesito que se me mencione por mi
nombre para saberme protegido por la ley, no es necesario mencionar cada una de
las posibilidades concretas que se encierran bajo ese “todos”. Por eso llama la
atención que a estas alturas se publiquen leyes para defender los derechos
fundamentales de algunas personas, derechos que ya están defendidos para todos
nosotros. Once de nuestras diez y siete comunidades autónomas (las excepciones
son Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla y León, Castilla-la Mancha y La
Rioja) han aprobado leyes sobre sexualidad que favorecen y amparan al colectivo
autodenominado LGTBI (que engloba a lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e
intersexuales) con nombres tan pacíficos y amables como “Ley de igualdad
social...” (Murcia), “Ley para garantizar los derechos...” (Islas Baleares),
“Ley por la igualdad de trato y la no discriminación...” (Galicia), “Ley
integral para la no discriminación...” (Andalucía), “Ley de igualdad social,...”
(Canarias), etc.
¿Garantizar los derechos sexuales del colectivo LGTBI, evitar que se les
discrimine por ese motivo? Eso estaba ya protegido en la legislación vigente,
no era necesario volver a legislarlo. Y si lo que se quiere decir es que esas
personas son atropelladas e impedidas en el ejercicio de esos derechos,
entonces lo que hay que hacer es ponerse serios a la hora de aplicar las leyes.
Si un jugador de golf, pongo por caso, siente que le impiden ejercer su derecho
a jugar al golf, no tiene que esperar a que se promulgue una “ley para la
defensa de la libertad de los jugadores de golf”. Lo mismo ocurre en el campo
de la sexualidad. Y si esas personas se sienten forzadas, reprimidas o
discriminadas por su expresión de la sexualidad, lo que tienen que hacer es
decir: - “Nos vemos en el Juzgado”.
Por eso estas leyes, de entrada, levantan sospechas, parece que ahí hay
gato encerrado. Y el gato salta con sólo asomarnos a su contenido. Pongamos,
por ejemplo, la última -y más militante- ley LGTBI: la “Ley de protección
integral contra la LGTBifobia y la Discriminación por Razón de Orientación
e Identidad Sexual en la Comunidad de Madrid”, que rueda desde agosto, y
que tiene en la prensa a la Presidente de la Comunidad con una frecuencia
nada deseable. Con la lectura de su articulado asistimos a la definición de un
nuevo sujeto de derecho, detentador de un régimen jurídico especial (arts.3-4),
que goza de una tutela institucional de la que carece el común de los
ciudadanos (art. 5) y para la que se crea un Consejo de la Administración
autonómica con funciones de consulta, informe y propuesta, sin paralelo en
otros colectivos (art. 6), obligándose a la propia Comunidad, a la prensa, a
los centros educativos, etc, a favorecer, amparar o apoyar a dicho colectivo y
a las empresas que los apoyen (arts. 8 en adelante), etc, llegando a sancionar
a quienes expresen verbalmente su desacuerdo con esa opción, por no hablar de
la penalización a quienes ayuden a los miembros LGTBI que pidan ayuda para
dejar de serlo.
Estamos tan acostumbrados a esta cantinela que ya no percibimos lo que
tiene de limitador de la libertad. Pero basta con que apliquemos mentalmente el
párrafo anterior a, pongamos, los aficionados a la lectura o a los hinchas del
Real Madrid o del Barça (o, para verlo más claramente, a los fieles de la
Iglesia Católica), para darnos cuenta de la barbaridad que se está poniendo en
marcha en toda España.
Estas leyes de nuevo cuño se presentan con un título amable que no puede
más que abrir nuestro corazón y nuestra voluntad. Pero es un título engañoso,
falaz, porque su contenido no habla de igualdad, sino todo lo contrario: son
privilegios (“privi-legium”, ley privada), leyes sólo para unos pocos, que se
sitúan así fuera del común. El Diccionario Académico define “privilegio” como
“exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por
concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.” Algo
radicalmente contrario a la igualdad. A mí me recuerda, con sus diferencias, el
estatus de aquella Falange Española Tradicionalista y de las JONS que se sacó
Franco de lo que tenía a mano, lo que luego se llamó Movimiento Nacional: el
Estado toma partido por una de las múltiples opciones legítimas que se le
ofrecen al hombre y hace de ella un sujeto jurídico cuya existencia genera una
especial carga obligatoria en los demás.
Como en un recuerdo de otro tiempo, asistimos ahora, bien empezado ya el
siglo XXI, a un bucle de la historia, a un déjà vu: la
identificación del Estado con una ideología particular. Y, cuarenta años
después de Franco, como en aquel “Contubernio de Múnich”, más de cien
asociaciones presentan la "Plataforma
por las Libertades” para recordarnos lo que está en juego ante
nuestra pasividad: las libertades y la igualdad con que nos llenamos la boca.