La Ciencia progresa siempre por pequeños pasos, que a menudo son
simplemente rectificaciones de lo creído hasta ese momento, y otras veces
consisten en enfoques novedosos, pero imperceptibles para el hombre de la
calle. Sin embargo, de vez en cuando se produce un salto de gigante. Se trata,
inevitablemente, del fruto de años de trabajo coordinado, pero la noticia ocupa
los titulares de la prensa de todo el mundo y se despiertan esperanzas que
tardarán decenios en verse cumplidas. Es el caso, por ejemplo, de la
fecundación in vitro, tan utilizada ahora, que revolucionó hace cuarenta años
las posibilidades de tratamiento de algunas formas de esterilidad, y cambió las
reglas del juego: pasaron muchos años desde los primeros intentos en animales,
en los años 50, hasta la concepción de Louise Brown en 1978 y el Nobel de
Medicina de Robert Edwards de 2010.
Se abre ahora una nueva posibilidad en la Medicina Reproductiva
que presenta expectativas insospechadas: en 2012 había mostrado K. Hayashi que los óvulos obtenidos a partir de
células pluripotenciales (CP) eran aptos para la reproducción[1].
Ahora, los grupos de trabajo de Q. Zhou[2]
y de O. Hikabe[3] han
publicado la obtención de espermatozoides y de óvulos, respectivamente, a
partir de las células de la piel de ratón, convertidas previamente en CP (CP
inducidas). Se dirá que no son más que experimentos con ratones. Es verdad,
pero abren la posibilidad de reconvertir una célula humana cualquiera en una
CP, y luego, a partir de esta CP, obtener espermatozoides u óvulos: una fuente
inagotable de gametos para las clínicas de reproducción asistida.
Ahora, que hace falta tiempo. Acabamos de ver el periodo
transcurrido desde los intentos iniciales hasta el nacimiento de Louise Brown.
Ni siquiera tenemos, todavía, evidencia de que las CP inducidas no presentan
alteraciones genéticas o epigenéticas, y eso es un primer punto en el que es
imprescindible tener plena seguridad. Pero la historia de la Ciencia nos muestra una
y otra vez que si algo es posible, acaba por ser inevitable. Especialmente, en
los países con menos restricciones legales para este tipo de experimentos.
La técnica, que tiene ya un nombre (“gametogénesis in
vitro”, GIV), ha sido analizada por Glenn Cohen, de la Escuela de Derecho de
Harvard, George Q. Daley, de la Harvard Medical School, y Eli Y. Adashi, de la Brown University,
en un reciente artículo[4]
en el que subrayan que, junto a aspectos indudablemente beneficiosos, como
recuperar la fertilidad perdida, por ejemplo, por un tratamiento para el
cáncer, o producir óvulos ilimitadamente, sorteando las incomodidades y
peligros que suponen las actuales técnicas de hiperestimulación ovárica; junto
a ello, digo, la GIV
presenta también barreras éticas, como la producción masiva de embriones humanos
-con los que, hay que recordarlo, no sabemos qué hacer-, además de suscitar el
fantasma de “granjas de embriones”, y la preocupación consecuente por la
pérdida de sensibilidad para apreciar el valor de la vida humana, o la
tentación de transhumanismo: la producción de seres humanos “a medida”.
Y otra cosa. ¿Nos hemos olvidado ya de la historia de Anna
Ermakova? Un día Boris Becker recibió un correo misterioso que le comunicaba que
tenía una hija y le tocaba asistir a sus necesidades. La madre, una modelo rusa,
la había concebido mediante inseminación artificial con semen “robado” al
tenista. La historia, rocambolesca, podría simplificarse en el futuro: bastará
con que la camarera que le sirva una cerveza o limpie la habitación del hotel
en la que pasó la noche Rafa Nadal, por ejemplo, remita el vaso en el que ha bebido, o una
muestra de pelos en la almohada, al laboratorio adecuado para obtener
espermatozoides con el ADN del tenista, y ya tenemos a Nadal apuntando otro
nombre a su lista de herederos.