sábado, 14 de abril de 2012

…Y CON ÉL LLEGÓ EL ESCÁNDALO


Las palabras de Monseñor Reig Pla el pasado Viernes Santo, en las que se refirió al adulterio, el aborto, las relaciones homosexuales, los empresarios que se aprovechan de los trabajadores, los trabajadores que sabotean a los empresarios, los jóvenes destruidos por el alcohol y las drogas y los sacerdotes de "doble vida”, como situaciones en las que se presenta el mal con apariencia de bien, han suscitado una sonora protesta en diversos medios de comunicación.

Está claro que una porción de la sociedad no comparte la postura del obispo de Alcalá de Henares. Pero, ¿hubiera sido preferible que callara? Al contrario, creo que hay que agradecerle que haya hablado como lo ha hecho, en primer lugar porque conociendo claramente lo que piensa es más fácil decidir si nos interesa o no prestarle atención la próxima vez. Pero, además, porque algo tiene de bueno que haya hablado así.

Que haya proclamado una posición tan abiertamente contraria a lo que ha canonizado la clase política es bueno, porque nos incita a revisar nuestros criterios y hacer con ellos la prueba del nueve: no podemos estar firmemente asentados en una convicción hasta que la confrontamos con la contraria y comprobamos su validez. Y en materia tan delicada y que tan íntimamente toca la vida efectiva de la gente, no hay que perder la ocasión que las palabras de Monseñor han provocado: estamos demasiado acostumbrados a que el César actúe de manera voluntarista usurpándonos el debate que debería preceder a sus decisiones.

Que haya hablado alto y claro en nombre de la Iglesia Católica es bueno para quienes quieren seguir sus enseñanzas, pero también para quienes quieren oponerse a ellas, porque la palabra de un obispo dibuja con autoridad y claridad las líneas que definen la moral de la Iglesia y acaba con la inseguridad sembrada por tantas voces contradictorias que se declaran católicas.

Que se haya pronunciado abiertamente, sin temor a unas consecuencias que podía adivinar fácilmente, es bueno por lo que tiene de testimonio de su fe en la existencia de una verdad que no depende de una mayoría parlamentaria ni de una decisión soberana del César. Y, si es así, lo lógico sería intentar descubrir en qué consiste esa verdad. Ya sé que la confianza en la razón está hoy en el nivel más bajo desde Sócrates, y no será raro que en este punto alguien diga que cada cual debe decidir con qué verdad se queda, que eso es asunto individual. Pero ésa es, ya digo, una postura que nos hace retroceder dos mil quinientos años, una forma de arcaísmo, una forma más de ser retrógrado.

Que haya insistido en unos valores que parecen ya caducos es bueno, porque eleva el nivel medio de credibilidad de nuestra sociedad. La autoridad y el prestigio hay que ganarlos día a día, y un obispo tiene que hacerlo de la misma manera que lo hacen un médico, un escultor, un electricista o un maestro: siendo “más” lo que es cada uno. Un obispo sólo puede conseguirlo siendo “más obispo”, siendo “plenamente” obispo. Y eso significa, entre otras cosas, hablar a los hombres de su tiempo de los problemas de su tiempo. Que no quiere decir de los problemas de los que los hombres crean que hace falta hablar: hay una jerarquía religiosa de las verdades, de las urgencias y de los problemas, y atender a esa jerarquía es lo que hace de un obispo alguien coherente, de quien te puedes fiar porque sabes que hará lo que se espera de él, lo que se espera de la misión que se la ha encomendado.

Pero hay algo que merece particular atención: entre las acusaciones vertidas contra el obispo destaca la de “homofobia”. Aceptando que la palabreja signifique “odio al homosexual”, esa acusación me hace pensar que no han entendido muy bien el significado de una amonestación: cualquier persona que haya educado a unos niños, o se haya interesado por el bien de un amigo, puede entender que es posible –casi diría que es forzoso- amar a quien se corrige, y que querer a alguien no es lo mismo que aceptar como bueno todo lo que esa persona haga. No, no se puede acusar a monseñor Reig de odio a los homosexuales, como no se le puede acusar de odio a los casados, a los empresarios, a los trabajadores o a los sacerdotes. El obispo se refiere a comportamientos, no hace ninguna mención a las personas. Odia el pecado y ama al pecador: nada nuevo.



miércoles, 4 de abril de 2012

NO ME ARREPIENTO DE NADA



Las FARC han estado de nuevo de actualidad por la liberación de los policías y militares que mantenía retenidos. Hace un año el que saltaba a la actualidad era José Luis Álvarez Santacristina, “Txelis”, antiguo jefe de ETA, que tras haber pasado 19 años en prisión, y después de haber renegado de su pasado, de haber perdido perdón a las víctimas y haberlas “indemnizado” según sus posibilidades, era fotografiado cuando se acercaba a comulgar.

Estamos tan acostumbrados a vernos comparados con los animales –especialmente ahora que cada día salen a relucir las semejanzas de nuestro genoma con el de alguna especie cercana- que se nos pasa por alto que lo único que diferencia a las personas de los animales es que las personas no somos animales: no tenemos un repertorio de instintos que nos permitan responder automáticamente a la situación en que nos encontramos. Nosotros no tenemos las respuestas “hechas”, tenemos que inventárnoslas cada vez, tenemos que deliberar, siquiera sea por un instante, y decidir qué vamos a hacer. Es decir, tenemos que decidir en qué situación queremos estar luego, más tarde, una hora después o dentro de un año.

Eso es la libertad. No consiste tanto en la facultad de escoger nuestro comportamiento como en la facultad de escoger quién voy a ser yo mañana. Pero muchas veces pasa que lo que pretendemos conseguir mañana no es más que un espejismo, una ilusión, y cuando lo alcanzamos, cuando deberíamos sentir la satisfacción del objetivo cumplido, lo nos sentimos es engañados por un señuelo. O bien, que lo que nos parecía valioso ayer hoy ya no nos lo parece tanto. No sé cuál es el caso de Txelis y de las FARC, pero sí sé que me ha hecho pensar en una frase que escuchamos con creciente frecuencia y en numerosos ámbitos: “no me arrepiento de nada”. Parece ser que el arrepentimiento no goza de buena fama, que se considera indicio de debilidad, cuando no de masoquismo; algo, en fin, que debemos alejar cuanto antes de nosotros si queremos alcanzar una vida noble, fuerte y segura de sí misma.

Sin embargo, yo dudo de que podamos alcanzar una vida simplemente humana si no conocemos el arrepentimiento, si nos encontramos permanentemente amarrados a nuestro pasado, porque me da la impresión de que no está cercano el día en que todas nuestras decisiones sean acertadas. Y, al contrario de lo que parece creerse, dar carpetazo a la dirección que habíamos dado a nuestra vida, olvidar el pasado y lanzarnos hacia un futuro nuevo rompiendo con lo que hemos sido hasta ese momento tiene muy poco que ver con la debilidad o el miedo: hace falta valor para romper con el pasado, porque no es fácil admitir que lo que hicimos de nosotros no es algo valioso que merezca la pena conservar.

Pero el que es capaz de dar ese paso recibe una nueva oportunidad de cotizarse al alza, de revalorizarse. El que se arrepiente se vuelve sobre sus pasos para rehacerse, para borrar lo malo y apegarse a lo bueno descubierto. Asume su pasado para superarlo, y, como lo asume, no ofrece excusas ni se disculpa: pide perdón. Pero el perdón es justamente lo que no se merece, lo que no se puede exigir, un regalo inmerecido, una gracia, un don sobreabundante, un (su)per-don. No se puede exigir, pero siempre puede esperarse. Siempre. Estos días recordamos, después de tanto tiempo, al ladrón que literalmente en el último momento dio un volantazo decisivo a su vida y recibió el regalo sobreabundante: -"Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino". -"Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso".