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domingo, 27 de octubre de 2019

IMAGINAR LA VIDA PERDURABLE


Los primeros días de noviembre llegan hasta nosotros enfocando nuestra atención en las personas que amamos y que ya fallecieron. Por excepción, dedicamos estos días unos breves minutos a considerar la realidad de la muerte, una realidad que hace tambalearse nuestras seguridades y a la que ordinariamente damos la espalda de diversas formas: esperando -con esperanza pseudocientífica- alejarla en un plazo previsible, quizás definitivamente; reduciéndola a un simple “pasar una puerta” que difumina todo su dramatismo; escamoteándola al estilo, algo infantil, de Epicuro, para quien la muerte era algo que sólo afectaba a los demás (“cuando tú eres, tu muerte no existe, y cuando tu muerte exista tú ya no serás”).

Ninguna de esas actitudes da verdaderamente cuenta de la realidad de la muerte, ninguna se enfrenta a ella humanamente, en toda su evidencia inasimilable, cuerpo a cuerpo, como se enfrentó a ella Unamuno, para quien “la única cuestión” era “saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera”. Aquella “única cuestión” ha dejado de ser la única, y ya ni siquiera hacemos de ella cuestión. Y, sin embargo, sigue siendo una “última cuestión”, que desangra a Fernando Savater en su reciente libro “La peor parte”, en el que expone la vulnerabilidad del amor ante la muerte.

La desnuda crudeza de la muerte real, la muerte que se nos impone y nos somete, ha hecho que durante mucho tiempo se haya relegado esta vida en favor de la otra, prescindiendo del mundo y abandonándose a la salvación y justicia divinas. Hoy, por uno de esos movimientos pendulares a los que nos tiene acostumbrados la Historia, vivimos otra consecuencia de la misma dirección y sentido contrario: olvidar la salvación y justicia divinas y plantear los problemas de este mundo aisladamente y en sí mismos.

La preocupación por este mundo es esencial, y pedimos expresamente que se haga –que hagamos- su voluntad en la tierra como en el cielo. Pero no podemos  olvidar que hay males que ninguna organización social, política ni económica puede remediar, y que el verdadero opio del pueblo consiste en inventar una panacea y negar todos los males que es incapaz de curar.

La muerte no puede ser eludida indefinidamente, su evidencia se impone más temprano que tarde, y nos interpela en nuestro núcleo más íntimo. Unamuno, revuelto con uñas y dientes contra ella, desembocaba en Dios como garante de una inmortalidad personal que le reconciliara con la vida. Indudablemente, Dios nos interesa por sí mismo, pero si el hombre muere total y definitivamente, entonces todo deja de importarle y ya nada es importante –ni siquiera Dios-, porque importante es lo que importa.

Yo creo que nos desinteresamos de la muerte porque nos desinteresamos de la vida perdurable, no al revés. ¿Qué es lo que se esconde detrás de la fórmula “vida perdurable”, inacabable?  Desde luego, no lo vamos a imaginar cabalmente, pero eso será porque nos quedemos cortos, ¿podemos pensar que lleguemos hasta donde Dios no llegue? Y la otra vida, por muy otra que sea, si va a ser mía tiene que ser coherente con la que he llevado aquí. Una vida, es verdad, en muchos modos inimaginable. Pero mía, la vida que he elegido - que he esbozado - vivir aquí. Y para siempre.

  La muerte entendida como final nos impide ver esto y nos usurpa la esperanza de llegar a ser, por fin y para siempre, lo que hemos querido ser. Si podemos imaginar esta vida como elección de la otra, si esperamos la otra vida como realización acabada de ésta, entonces la conexión entre este mundo y el otro aparece radicalmente referida a la propia vida personal que hemos elegido aquí nosotros.

Jorge Manrique decía que nuestras vidas son ríos que van a la mar, y que, llegados a la mar, todos nos hacemos iguales. A mí me gusta pensar, más bien, que esta vida es la materia prima de la otra, y que Dios nos espera para darnos la vida que hayamos escogido, a cada uno la nuestra. ¿No era “dar a cada uno lo suyo” la definición clásica de Justicia?

miércoles, 4 de abril de 2018

POLVO ENAMORADO


"...Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado" (Quevedo)


En 1781 publicó Leonardo de Uria y Orueta una biografía de Carlos XII de Suecia. En un momento en que la edición de libros, por su coste y por el escaso número de lectores, era una aventura financieramente arriesgada, el hecho de que se acometiese la publicación de esta obra da una idea del número de probables lectores interesados en ella: había un lugar para la esperanza en la España de su tiempo.

Pero lo que me interesa señalar es que en el “Prólogo al lector” Uria se refiere a su biografiado como “Príncipe a quien universal compasión lloró luterano”. No es frecuente encontrar expresiones como ésa, y menos motivadas por la fe religiosa. Son palabras que, leídas en frío, pueden parecer fruto de la ampulosidad literaria del momento, pero yo he vuelto a ellas ahora, unos días después de asistir en la prensa al dolor desesperanzado de Fernando Savater en el tercer aniversario del fallecimiento de su esposa. “El amor continúa en la ausencia -dice el filósofo-, sin consuelo ni desánimo”. El dolor, que no es la soledad, sino la ausencia, el hueco que deja la persona amada. Fernando Savater nos enfrenta a la pérdida del amor profundo, verdadero, que se perpetúa en la queja de quien “nunca dejará de echar de menos”. Es inevitable que nos alcance ese sentimiento de compasión del que hablaba Uria.

Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia es seguir fiel a la presencia borrada del amor”, nos dice Savater. El amor nos transforma, nos configura para incluir a esa persona. Ya no podemos renunciar a ella, porque supondría dejar de ser quien somos. Sólo podemos seguir viviendo en hueco, en falso.

No estamos acostumbrados a asistir públicamente a esa clase de amor. Lo que estamos habituados a ver son los amores de quita y pon, que funcionan como remolinos de superficie: nos alcanzan y se alejan de nosotros sin afectar a las corrientes profundas de nuestra vida.

"No hay mayor dolor que recordar el tiempo de  felicidad en la desgracia", decía Dante. Por eso conmueve la situación de Savater. Por eso, y porque nos sorprende desarmados, indefensos, sin nada a lo que agarrarnos para sobrevivir a la riada. Y, sin embargo, ya desde los enterramientos del hombre de Neandertal se pone de manifiesto que el hombre ha sentido, desde sus orígenes, cómo la vida ordinaria, la vida concreta de cada uno, de cada día, se abre a la trascendencia. Y se abre de forma natural, no forzada, como consecuencia del vivir real y ordinario del hombre concreto. Aspiramos a la inmortalidad porque amamos, y no renunciamos pacíficamente a amar.

Por eso, Gabriel Marcel, hombre esperanzado, aseguraba que “Amar a alguien es decir: -Tú jamás morirás”. Jamás morirás, porque tu desaparición supone la mía, mi vida exige que vivas tú para que yo pueda seguir siendo quien soy: mi vida -mi amor- reclama tu inmortalidad. Sólo el amor vuelve a poner a la vida en su lugar. En 1981 se despedía Simone de Beauvoir de Jean Paul Sartre, su cuasi-compañero de más de cincuenta años, con estas palabras abatidas: “Su muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”. Es la expresión de su propia vida desolada. Entre nosotros, Julián Marías afrontaba la proximidad de la muerte con la ilusión del que se acerca a su plenitud: “Mientras me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable…”. Dos filósofos en las antípodas, dos conceptos antagónicos de la vida humana.

La muerte no puede tener la última palabra, porque es inconciliable con nuestra más íntima realidad, con nuestra más profunda aspiración. Transformaría nuestra vida en un absurdo, y nos enseñaron en el colegio que la reducción al absurdo probaba la falsedad de una sentencia. No es sorprendente que el propio Sartre definiera al hombre –se definiera a sí mismo- como “una pasión inútil”: la vida humana carente de sentido, el absurdo como bandera.

Planteada la muerte en serio, que es como la plantea la vida real, se esfuman esas concepciones vaporosas del “donde quiera que esté” y otras parecidas. Planteada en serio, la cuestión de la muerte sólo se resuelve de una de estas dos maneras: o en el absurdo y el nihilismo de Sartre y de Beauvoir, que cierra el paso a la felicidad ya desde ahora, o la actitud esperanzada y abierta a la plenitud en la trascendencia de Marcel y Marías. Precisamente en estos días celebramos la muerte y la resurrección de Jesús, el hombre en el que se manifestó Dios, del que dice la Escritura que es Amor, y del que brota la vida. Porque sólo la vida perdurable es capaz de albergar al amor en su plenitud. Tenían razón Marcel y Marías, se equivocaban Sartre y de Beauvoir: la vida tiene un sentido, el amor nos ha hecho inmortales y no hay mayor consuelo que considerar, en la desgracia, la felicidad que se aproxima.