domingo, 29 de julio de 2012

MEJOR ERA CUANDO DECÍAS QUE TAMBIÉN ME QUERÍAS

   


El Dr. Esparza, tras cuarenta años ejerciendo la cirugía infantil, ha publicado un artículo en el que se manifiesta a favor del aborto provocado a los fetos con malformaciones conocidas[1]. Pone sobre la mesa un asunto de enorme trascendencia médica. Es verdad que hoy en día se pueden diagnosticar intraútero muchas enfermedades que conllevan una vida de sufrimiento y dependencia, no sólo del enfermo, sino, también, y quizá tanto o más, de su familia, y cuyo tratamiento no es curativo en el momento actual. Se trata de una cuestión delicada en la que fácilmente se entremezclan los sentimientos con la razón. Pero dicho esto, quisiera hacer aquí algunas consideraciones al respecto.
Conociendo el sufrimiento que la enfermedad acarrea al paciente y a los que le quieren, y sabiendo como sabe que las soluciones actuales son parches incompletos, el Dr. Esparza nos ofrece una única salida posible para escapar al dolor: abortar al enfermo antes de que nazca. Y la opinión pública, que sintoniza fácil y rápidamente con los sentimientos de esas familias afectadas, se desliza espontáneamente a apoyar esa petición.
En un momento del artículo, el Dr. Esparza, poniendo un ejemplo, da a entender que desde la aprobación de la ley del aborto se ha producido un descenso en la incidencia de la espina bífida en España. No es exactamente así. De hecho, los abortos se han realizado sobre aquellos fetos a los que se había diagnosticado esa enfermedad. Es decir, que no es la incidencia de la enfermedad lo que ha disminuido; lo que ha disminuido es la esperanza de vida de esos enfermos.
Porque el Dr. Esparza plantea la cuestión de un modo que hace perder de vista el verdadero centro de atención. Si nos acercamos con compasión a esas situaciones, en seguida vemos que lo que hay que hacer es suprimir la causa del dolor. Pero puede parecer que la causa del dolor de la familia es el paciente y ese error lleva a pensar que suprimir la causa del dolor es suprimir al paciente. En cambio, si aplicamos nuestra compasión al enfermo, lo que procuraremos es aliviarle o evitarle sufrimientos en la medida que nuestros conocimientos y nuestra técnica nos lo permitan. Que es, justamente lo que el Dr. Esparza confiesa haber estado haciendo durante sus años de actividad profesional. Y entonces se pone de relieve una cuestión que no habíamos considerado: que hay dos formas de acabar con una enfermedad: vencer a la enfermedad o acabar con los enfermos. Pero no son equivalentes.
La réplica de Javier Mª Pérez-Roldán[2] al Dr. Esparza me traía a mí a la cabeza una vieja escena que comenté en otra parte: una madre empujaba el carrito de su hijo, aquejado de parálisis cerebral: retorcido, tembloroso, emitiendo sonidos confusos y cayéndosele un hilo de baba. Una mujer, a su lado, exclamó al verlo: “Pobrecillo, más valía que se muriera”. El niño logró hacerse entender con suficiente claridad: “Muérete tú, idiota, que yo no quiero”. Ahí está la clave: ¿a quién beneficiamos abortando a los enfermos? Determinar cuándo prefiere morirse el otro es un ejercicio altamente arriesgado.
Pero, en el fondo, lo que subyace es una antropología que cataloga las vidas humanas en “dignas” e “indignas”. Un hombre, o un grupo de hombres, se sienta y dictamina: “Esta vida –la vida de otro ser humano, no lo olvidemos- es indigna de ser vivida; así, pues, matémosla”. Esto vale también para quienes consideran que la vida de un feto no es una vida humana: “Esta vida, que si la dejamos continuar se convertirá en un vida humana, se convertirá en una vida humana indigna de ser vivida; es mejor que muera ya”. Nos olvidamos de que nadie es indigno de vivir: ni siquiera los terroristas, como reconoce nuestra legislación. Aunque sí hay personas que viven en condiciones indignas. Y lo que hay que hacer entonces es corregir, o aliviar, esas condiciones: que no siempre sea posible no autoriza a afirmar que, en vista de eso, ya no son dignos de vivir.
Con todo esto no quiero decir que no haya nada que hacer: ya se habrá entendido que hay que curar al enfermo de su enfermedad principal -si es posible- y de las complicaciones que vayan surgiendo. Y no es necesario añadir que no se debe dejar sola a la familia en esta situación, que el deber del Estado es atender las necesidades de sus ciudadanos y actuar subsidiariamente cuando así se requiera. Pero en ningún caso puede afirmarse una contradicción: la compasión no quita la vida, sino que la cuida hasta su final.


 
[1]  http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/24/actualidad/1343153808_906956.html


jueves, 19 de julio de 2012

SER O NO SER, ÉSTA ES LA CUESTIÓN

El reciente documento de la Conferencia Episcopal sobre el amor humano ha sido recibido por algún medio de comunicación con el titular “Los obispos arremeten contra la ideología de género”. Me parece buena ocasión para tratar el asunto con cierto detenimiento.

Es un dato de la experiencia universal que el ser humano percibe su corporalidad como una parte constitutiva de su ser. La persona forma una unidad indisociable con su cuerpo, no tanto porque mi cuerpo y yo somos uno, como a veces se oye decir, sino porque yo soy corpóreo.

Pero el cuerpo humano existe necesariamente como masculino o femenino, y por eso, cada persona es –y lo es en cada una de sus células- masculina o femenina, varón o mujer. No hay otra posibilidad. Y lo es siempre, en todas las facetas y aspectos de la vida: este carácter sexuado es algo que afecta al núcleo más íntimo de la persona. Varón y mujer son dos formas polares de ser persona, como ser mano derecha y ser mano izquierda son dos formas polares de ser mano: diferentes uno y otra, irreducibles uno a otra, pero igualmente personas uno y otra.

La diferencia sexual expresa su recíproca complementariedad, pues se relacionan consigo mismos, con el mundo y con las otras personas respectivamente de manera distinta. Y se refiere también a la forma de sentir, expresar y vivir el amor humano, en el cual concurren inseparablemente con sus cuerpos.

El amor establece entre el hombre y la mujer una alianza que no es simple relación de convivencia, sino que afecta al mismo núcleo de la masculinidad y la feminidad y se refleja en todos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad… Una alianza de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir lo que tienen y lo que son, una alianza que exige abrirse y entregarse plenamente.

Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor que se renueva cada día y se hace más profundo y más fuerte compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de toda la persona. Aquí surge la exigencia de fidelidad: por el matrimonio cada uno de los esposos ha pasado a formar parte del otro, y por eso se “deben” el uno al otro. Y, siendo el amor conyugal una donación plena de sí mismo al otro, el matrimonio exige de raíz que esa donación sea en exclusiva y para siempre: “me entrego a ti, pero también me entrego a otros”, o “me entrego a ti de momento, pero mañana ya veremos” son frases que expresan exactamente lo contrario de una donación total.

Hasta aquí todo trascurre en el ámbito de la privacidad. Pero surge ahora otra dimensión del amor de los esposos. Al tratarse de un amor que rechaza cualquier forma de reserva, la expresión de ese amor, abierto a la sexualidad, se encuentra naturalmente orientada a la procreación. No es una casualidad que la expresión física de ese amor conduzca de modo natural a los mismos gestos que llevan a la procreación.

Pero esa procreación implica la crianza y educación de la prole, y eso exige continuidad, colaboración, estabilidad; pero también, muchas veces, sacrificio y renuncia de sus miembros. Porque vivir con rectitud el matrimonio cuesta, es difícil. Pero tiene un profundo interés social. Y por eso el Estado, que no se inmiscuye en la vida afectiva de los ciudadanos, que no le interesa quién quiere a quién ni quién se acuesta con quién -¡no faltaba más!-, pero que tiene un interés claro y decidido en el nacimiento y educación de nuevas generaciones, por eso -y sólo por eso- se hace presente en el momento de la formalización del matrimonio, recibe el compromiso de los contrayentes de constituirse como tales –con la aceptación de las mutuas obligaciones y de las que adquieren de cara a esos hijos y, por tanto, de cara a la sociedad - y, en justa reciprocidad, se obliga ante ese matrimonio, teniendo con él una consideración especial, que se traduce en el Derecho de Familia. Son las contraprestaciones a la insustituible función social del matrimonio, la forma que tiene el Estado de asegurarse de que la sociedad tendrá continuidad.

Por eso cuesta entender que el Estado, ahora, agravie al matrimonio aplicando ese mismo Derecho de Familia a quien no contribuye al futuro de la sociedad de la misma forma que lo hace un matrimonio, porque el Estado, insisto, no se interesa en las relaciones amorosas de sus miembros –una intromisión gravísima en la vida privada de los ciudadanos que hasta hace poco se habría considerado inaceptable- sino sólo en proteger el motor del recambio generacional. Invirtiendo la razón y actuando contra sus intereses, el Estado es ahora el primero en desproteger el matrimonio, convirtiéndolo, con la ley de divorcio-express, en uno de los contratos que menos obligaciones comporta y cuya rescisión es más sencilla. O usurpando sus funciones, adjudicándose una responsabilidad en la formación moral de los ciudadanos que no le corresponde.

Una situación, en fin, en la que el Derecho promueve la mayor de las injusticias: tratar a una realidad como si fuese lo que no es.

lunes, 16 de julio de 2012

LA BATALLA DE LAS NAVAS: 800 AÑOS





Se cumplen hoy 800 años de la batalla de las Navas de Tolosa, una de las pocas fechas de la historia de España que todo estudiante recuerda sin esfuerzo. Se trata de una de las batallas más importantes de la historia medieval europea -durante siglos se refirieron a ella como "la Batalla"-tanto por lo numeroso de los ejércitos participantes como por las consecuencias de su resultado. Y es, con la de Covadonga, la batalla de nuestra historia que ha dado lugar a mayor número de leyendas. Pero mi interés por ella ahora es, además, porque, en épocas de crisis como la nuestra, es un ejemplo de la eficacia que supone la unión de esfuerzos por encima de diferencias superficiales.

Para poner las cosas en su contexto hay que recordar que con la invasión árabe de 711 nació en los focos de resistencia la idea de “la pérdida de España”, y su “recuperación” va a ser, desde entonces, el eje de la historia peninsular y, con intervalos, el móvil central de los reyes cristianos, que se consideran a sí mismos “reyes solidarios de España”.

En 1209, cuando el reino de Castilla se ha recuperado de la severa derrota sufrida quince años antes en Alarcos, el califa almohade an-Nasir, se propone acabar definitivamente con los levantiscos cristianos, a la vez que emular a Saladino, el líder recientemente fallecido que expulsó a los cristianos de Tierra Santa y unificó el Oriente Próximo. Pasa para ello desde su capital, Marrakesh, a la península con un ejército que incrementa sus fuerzas a su paso por al-Ándalus, y conquista la fortaleza de Salvatierra ante la impotencia del rey Alfonso VIII, cuyo ejército no puede hacer frente al del califa.

Envalentonado por el fácil éxito, el Califa desafía desde Sevilla a toda la cristiandad en una carta en la que anuncia toda clase de ultrajes al Papa y amenaza de muerte a todo el que no se convierta al Islam. La carta tiene una enorme difusión, y por toda Europa se extiende el temor de que España caiga en poder de an-Nasir y Europa entera caiga en una tenaza que la estrangule desde los dos extremos del Mediterráneo.

Alfonso, sin tiempo que perder y decidido a una lucha total hasta el final, envía a sus embajadores a recorrer Europa solicitando ayuda y convocando a las huestes cristianas a Toledo –su ciudad más poblada- el 20 de mayo de 1212. La respuesta es firme e inmediata: la Cristiandad entera vive el grave peligro que la amenaza y los caballeros de las distintas regiones de Europa -francos, italianos, lombardos, alemanes,…- se apresuran a unir sus fuerzas a las de Castilla. El papa Inocencio III urge a la unidad de los cristianos a favor de la gran empresa común por encima de diferencias personales, y concede a la campaña privilegio de Cruzada. Eso es decisivo, porque protege las espaldas de Alfonso de un ataque de sus vecinos: para un rey cristiano, atacar a Castilla en esas condiciones supone incurrir en excomunión y perder la obediencia de los hombres que le sirven.

A finales de 1211 Alfonso hace acopio de grandes cantidades de alimentos y de armas en Toledo, y desde enero empiezan a congregarse los primeros voluntarios de más allá de los Pirineos. Y también de otros reinos de la península: Pedro II de Aragón, amigo personal del Rey de Castilla, compromete su apoyo, y hasta el Sancho VII de Navarra, enfrentado con el Rey de Castilla, medita participar en la expedición. Sólo los reyes de León y Portugal, rivales de Alfonso, se mantienen al margen, aunque también muchos de sus caballeros acuden, a título particular, a Toledo.

Inocencio III ordena una rogativa general en Roma, y Europa entera aguarda, reza y contiene el aliento cuando los cristianos salen de Toledo, entre los días 19 y 21 de junio, en tres grupos mandados, respectivamente, por Diego López de Haro, Pedro de Aragón y el rey Alfonso. El día 24 los francos se sublevan y provocan entre los defensores de Malagón una matanza gratuita que horroriza a López de Haro. Tres días después provocan un nuevo motín: no están acostumbrados a esas marchas agotadoras y al calor del verano de Castilla. Para contener su descontento, el día 30 Alfonso les entrega el botín de la toma de Calatrava que correspondía a los castellanos. Pero la medida resulta contraproducente: los francos,  considerando satisfechas sus aspiraciones económicas, abandonan la campaña y vuelven a sus casas.

La expedición pasa por un momento sumamente delicado, y Alfonso teme que esta deserción tenga efectos irreparables, pues no sólo supone perder la tercera parte de sus fuerzas, sino que se trataba de guerreros experimentados, soldados profesionales ya veteranos. Cinco días inquietantes transcurren hasta que, inesperadamente, les alcanzan las tropas de Sancho el Fuerte de Navarra, quien, pese a que su reino hace más de cien años que no tiene frontera con los musulmanes, finalmente se ha resuelto a dejar de lado las rencillas personales que lo enfrentan a Alfonso. Con esta decisión se inicia el acercamiento definitivo de ambos reyes.

El 14 de julio el ejército cristiano se encuentra frente a an-Nasir en la vertiente andaluza de Sierra Morena. Alfonso deja que las tropas, agotadas por las marchas forzadas, descansen todo el domingo 15, y al amanecer del día 16 López de Haro, que dirige el cuerpo central, inicia el ascenso. La estrategia de los almohades es enfrentar una caballería ligera que se retira rápidamente fingiendo huir, sacrificar a los soldados de a pie y atacar con los arqueros y fuerzas de élite a los perseguidores castellanos, debilitándolos hasta el agotamiento. Pero Alfonso no ha olvidado la lección de Alarcos, y mantiene su caballería pesada en formación compacta, reservando las fuerzas de élite en retaguardia. López de Haro ataca pendiente arriba y elimina rápidamente a los voluntarios de al-Ándalus, que sólo buscan el martirio. Pero detrás está el grueso de las fuerzas almohades, que los reciben desde lo alto y los contienen, cerca ya de la guardia personal del Califa, convirtiéndolos así en un blanco inmóvil para sus arqueros.

Entre avances y retrocesos trascurre toda la mañana y, a mediodía, la columna castellana, próxima al agotamiento, parece que va a claudicar. Retrocede López de Haro, avanzan los almohades, y Alfonso, alarmado al ver desmoronarse la columna central, decide atacar allí con las fuerzas de retaguardia en un último esfuerzo. Llama en su apoyo a las alas, ocupadas por las tropas de Pedro de Aragón y de Sancho de Navarra, en el momento en que los musulmanes han abandonado su formación para perseguir a los castellanos que huyen monte abajo, y aprovechan una brecha para llegar al cuerpo central y a la guardia personal del Califa, que abandona el campo de batalla y huye. El ejército musulmán se desbanda y, en su persecución, los cristianos amplían las conquistas de la campaña.

La batalla de las Navas significó el declive definitivo del poder musulmán, que nunca volvió a suponer un peligro serio para los reinos cristianos en este extremo del Mediterráneo. El cronista musulmán Ibn Abu Zar, autor de un relato de la batalla que la historiografía musulmana denomina “de las Cuestas”, concluye con estas palabras: “Fue esta terrible calamidad el lunes 15 de safar de 609 (16 de julio de 1212) cuando comenzó a decaer el poder de los musulmanes en al-Ándalus. Desde esa derrota no alcanzaron ya victoria sus banderas; el enemigo se extendió por ella y se apoderó de sus castillos y de la mayoría de sus tierras”.

La batalla de las Navas puso la frontera en Sierra Morena y abrió la puerta para la expansión cristiana impulsada por el nieto de Alfonso, Fernando III de Castilla. En cuanto a sus protagonistas, se diría que culminaron ahí la razón de sus vidas: Pedro II murió al cabo de un año, el 14 de septiembre de 1213, en el asalto a la fortaleza de Muret. Tres meses después, el día de Navidad, murió an-Nasir, se dice que envenenado. Casi un año exacto después de Pedro, el 16 de septiembre de 1214, murió López de Haro, y veinte días más tarde, el 6 de octubre, su rey, Alfonso VIII. Sólo Sancho VII llegó a atisbar las consecuencias de su victoria: murió el 7 de abril de 1234; tenía 80 años y vivía recluido en su castillo de Tudela, inmovilizado por su enorme peso.