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lunes, 14 de diciembre de 2020

UN CALLEJÓN CON SALIDA


Peter Singer, el célebre filósofo utilitarista que apadrina aquel Proyecto Gran Simio del que hace tiempo que no oímos hablar –lo cual no significa nada- lleva cuarenta años defendiendo que es preferible acabar con ciertas personas cuya vida no le parece digna de ser vivida. Hasta que un día diagnosticaron alzheimer a su madre, y tuvo que enfrentarse a un dilema: hacerse cargo de ella hasta el final, o ser consecuente con la postura que había defendido públicamente durante años, y adelantar su muerte. Singer prefirió amar a ser consecuente, y su madre murió años después, de modo natural.

Ésa es la consecuencia de pasar de planteamientos teóricos a la vida personal. “Ama, y haz lo que quieras”, decía san Agustín, sabiendo que, cuando amamos, lo que queremos es lo que quiere el amor. Singer dejó a un lado los planteamientos impersonales y se centró en una persona concreta, a la que él amaba; eso lo cambió todo. 

La experiencia de la realidad de la muerte, propia o ajena, no deja indiferente a nadie. Y, a pesar de que la sabemos ineludible, nada afrontamos con más improvisación. Cuando una persona sabe que su muerte está cerca valora cosas que antes no valoraba, y cambia muchas de sus actitudes. También la gente que le rodea y que le quiere cambia, y se muestra dispuesta a lo que nunca habría pensado con tal de proporcionarle compañía, afecto, consuelo, comprensión, aliento, alivio, comodidades. Se llega a resolver alejamientos y a perdonar lo que hasta ese momento parecía imperdonable.

La hora de la muerte es un momento de planteamientos radicales sobre la propia vida, la familia, los afectos, los logros y los fracasos. Y esto no siempre es fuente de paz: «morir en paz» no es tan accesible y habitual como debería. Lo habitual es que en ese momento los fracasos y las decepciones se saquen de contexto y se magnifiquen.

¿Qué papel debe jugar el personal sanitario que está cerca, aunque muchas veces esa cercanía sólo sea física? El mecanismo psicológico “de defensa” es el rechazo de la compasión, la indiferencia como escudo: no implicarse afectivamente. Pero nadie prefiere una muerte así. Y, desde luego, no hay en ello nada de colaboración para lograr una muerte digna.

Si no es humano pensar que una persona viva sola, tampoco lo es que muera sola. Hay que saber acompañar ese paso de la muerte. ¿Qué cuidados necesita un enfermo terminal para encontrar la paz a pesar de sus vivencias negativas? ¿Y cómo conseguir que los que están alrededor del moribundo no caigan en la desesperanza, la tristeza y la depresión por lo inevitable? 

El enfoque adecuado en ese momento es el enfoque de los cuidados paliativos: que se tengan en cuenta y se comprendan todas las dimensiones de la persona. Una atención integral, que permita dignificar la situación que atraviesa el enfermo terminal. Para decirlo con las palabras de José María Pardo Sanz: «la muerte y el dolor se dignifican si son aceptados y vividos por la persona en toda su dimensión orgánica, psicológica y espiritual». 

 Cuando los pacientes no logran resolver estas tres dimensiones (orgánica, psicológica y espiritual), se sienten atrapados en un callejón sin salida, y sienten la urgencia de salir de él. El primer impulso es que si no hay salida hay que terminar pronto con todo: que les aceleren la muerte. Pero si se maneja adecuadamente la situación clínica -especialmente el control del dolor y síntomas más gravosos-, y el apoyo psicológico y la compañía familiar y espiritual están resueltos, al paciente no le urge ya morir. Es lo que el poso de la experiencia ha resumido en el consejo «si su médico no le alivia el dolor, no pida la eutanasia: pida que le cambien el médico». 

El momento de la muerte es muy doloroso, pero es el definitivo, y puede ser el más valioso, decisivo, en la vida de esa persona. Puede llevar implícito terminar serenamente la vida. Y el personal sanitario es el primero que debe aportar lo necesario para permitir que el paciente terminal se prepare externa e internamente para morir en un ambiente auténticamente humano.

sábado, 28 de julio de 2018

NADIE ES UNA ISLA






La revista World Archaeology ha publicado recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York, en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y 70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además, numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es paralela a la hominización.

Es verdad que la historia de la humanidad cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son ”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación, los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad: los negros, los esclavos, los siervos,…

Pero el desarrollo de la humanidad también se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad de sentenciar a una persona a muerte.

Sin embargo, ahora queremos dar esta misma facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma  atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.

Porque la que es digna es la persona, y la persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.

 Pero es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que acaben con su vida.

Por otra parte, si convertimos la sensibilidad personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.

Al Estado le corresponde defender la vida humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral, criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales, policía, ejército, tribunales,…

¿Y defender la vida contra la voluntad del propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.

En realidad, lo que sabían aquellos hombres de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway reprodujo en “Por quién doblan las campanas”  y con el que quiero terminar:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.” 


martes, 5 de junio de 2018

UNA APORTACIÓN AL DEBATE DE LA EUTANASIA


El debate sobre la eutanasia, en los medios de comunicación, se produce siempre en el contexto de la asistencia médica. Habría que preguntarse por qué. Por qué no se pide ayuda al bioquímico o al farmacéutico, que podrían disponer de más información sobre sustancias letales, por qué no se pide la ayuda del veterinario, que sin duda tiene más experiencia en la administración de inyecciones letales. Sin duda, su objeto es mitigar la indignación ética que produce espontáneamente la idea de procurar la muerte de una persona, “lavándola” con la imagen social del médico, vinculada a procurar el bien del enfermo. Pero la consecuencia final de esa vinculación del médico con la eutanasia puede no ser la deseada construcción de una buena imagen de la eutanasia, la consecuencia puede ser la destrucción de la buena imagen del médico. Es lo que sugiere la experiencia de Bélgica y de los Países Bajos: han recorrido ya toda la "pendiente resbaladiza"  que va desde la "eutanasia voluntaria" para casos de dolor invencible y enfermedad incurable, pasando por la "eutanasia no voluntaria" de aquellos enfermos inconscientes de los que “se supone” que pedirían la muerte si pudieran, hasta la "eutanasia involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta –la misma eutanasia que ya aplicaron los nacionalsocialistas alemanes en los años 40- y el resultado ha sido la quiebra de la necesaria confianza en el médico. En consecuencia, los enfermos graves que se lo pueden permitir cruzan la frontera para buscar asistencia sanitaria en otros países.

¿Qué pensar de la “eutanasia voluntaria”? ¿No es precisamente la aparición de ese deseo el síntoma, por ejemplo, de una depresión? Una persona en tales circunstancias posiblemente satisfará todas las condiciones restrictivas para tener derecho a la eutanasia activa: la persistencia del deseo de morir, la capacidad de consentimiento, la competencia de juicio, la consulta médica, etc. Sólo que su deseo de morir no es voluntario. Lo que necesita una persona que en esta situación solicita ayuda no es ayuda para morir, sino ayuda para vivir.

En cuanto a la “eutanasia no voluntaria” y la “involuntaria”, se confunden con la voluntaria desde el mismo momento en que se acepta la eutanasia voluntaria como una buena acción, puesto que una buena acción no debería negarse a quien no puede solicitarla. Y entonces los fondos públicos para ofrecer cuidados paliativos corren peligro de ser recortados, pues es mucho más barato recurrir a la eutanasia que instalar en los hospitales unos costosos servicios para el acompañamiento hasta el final de estos pacientes: lo determinante para la implantación de la eutanasia activa no son ya criterios éticos, ni siquiera médicos, sino económicos y empresariales.

Según datos de los médicos que se dedican a ella, la medicina paliativa moderna está en condiciones de aliviar el dolor al 99% de los pacientes, y posibilitar una vida digna y sin sufrimiento. Los pacientes bien atendidos con la medicina paliativa casi nunca manifiestan el deseo de acortar su vida. Pero, dándole la espalda a esta realidad “incómoda”, los medios de comunicación insisten una y otra vez en la agonía dolorosa, aumentando el miedo a la muerte y preparando el terreno para la implantación final de un modelo de sociedad que se apoya sólo en el sentimiento para elevar la irreflexión ética a la categoría de argumento. Hay que subrayar que quien abre el derecho positivo a la legalización del homicidio asistido lo deja reducido a un simple acuerdo, modificable a discreción, para eliminar problemas, y se olvida de que el derecho extrae su legitimación última de un discurso ético fundamentante.

Se sugiere que en determinadas condiciones de salud o de discapacidad no se puede exigir que se siga soportando una vida semejante. Habría que preguntar quién no pueden seguir exigiendo a quién, qué es exactamente lo que no se puede seguir exigiendo, y qué consecuencias tiene esa inadmisibilidad, y para quién en concreto.

-¿No se le puede seguir exigiendo al discapacitado o a la persona que padece grave sufrimientos que viva su propia vida, y por eso nos hacemos cargo de ella anticipadamente de un modo tutelador, patriarcal?

-¿No se le puede seguir exigiendo a la sociedad que ayude a quienes sufren de ese modo, porque ello comprometería una parte importante de los recursos económicos de los que dispone para la atención sanitaria, y por eso se les quita la vida?

-¿O es a la familia cuidadora a la que no se le puede seguir exigiendo que haga frente a ese sufrimiento? Dicho de otro modo, ¿es a los sanos a los que no se puede seguir exigiendo que se ocupen de los enfermos o discapacitados? Pero entonces, ¿no habría que remediar primero, mediante ayudas, la situación de los cuidadores, en vez de eliminar a aquellos a los que hay que cuidar?

-¿O es el enfermo quien llega a creer que no debe seguir exigiendo a los demás que se ocupen de él, y ponga fin a su vida por compasión hacia sus familiares? Por desgracia, una y otra vez ocurre que el paciente, con fundamento o sin él, se siente empujado a no ser una carga para sus familiares. Frente a esta tendencia debe ser o hacerse posible transmitir de palabra y con hechos al enfermo y al moribundo el mensaje de que es querido, y que se desean su presencia y su compañía hasta el último día.
No, el argumento de la compasión no es sacrosanto ni está a salvo de toda sospecha. Debe ser examinado críticamente, y enérgicamente. Quizá incluso hasta vigilado con recelo: no se le puede conceder el marchamo de “calidad humanitaria” sin superar antes un examen riguroso.