martes, 3 de noviembre de 2015

NO CANTAN IGUAL


Es experiencia común de todos que hay una forma masculina y una forma femenina de contemplar el mundo y de desenvolverse en él, que hombres y mujeres difieren no sólo por su cuerpo, sino también por su carácter, su corazón, su sensibilidad, su voluntad… La lista de las capacidades diferenciales es larga, y hay, en general, acuerdo sobre ella. Pero el acuerdo desaparece cuando intentamos explicar la causa de esta diferencia, y conviven diversas explicaciones, no siempre suficientemente justificadas.

Sabemos que la diferencia de sexos tiene consecuencias evidentes en asuntos tan aparentemente desconectados del sexo como los trasplantes de órganos -que tiene mejor pronóstico cuando donante y receptor son del mismo sexo- o la memoria a largo plazo –en la que hombres y mujeres implican distintas regiones del cerebro, y que es interferida por el propranolol de forma distinta en cada sexo-.

Se sabe que el cromosoma Y del varón, más pequeño que el X, se pone en marcha más precozmente en la vida embrionaria, haciendo que la glándula sexual indiferenciada se transforme en testículo y empiece a producir testosterona; sin ese cromosoma, la glándula se convertirá, más tarde, en un ovario. Pues bien, una de las funciones de esa testosterona es impedir que actúe un sistema enzimático que bloquea los genes en el propio ADN. Por eso, que un órgano se desarrolle bajo su influjo no resulta indiferente, y por eso, al nacer existen ya diferencias entre órganos semejantes de ambos sexos. Diferencias que se incrementarán más adelante, en la adolescencia, cuando maduren el testículo y el ovario y aumenten su secreción hormonal.

El resultado de todo esto es que en algunas regiones tiene más neuronas el cerebro masculino que el femenino, y, en otras regiones ocurre lo contrario. Y también se producen diferencias en el cableado del cerebro: en el hombre predominan las conexiones entre diferentes regiones del mismo hemisferio; en la mujer hay mayor conexión entre ambos hemisferios.

Toda esta explicación, sin embargo, es puesta en duda por algunos, que niegan que en todo esto juegue algún papel la biología, y centran su explicación en factores externos, como la educación recibida o el ambiente social en el que se desarrolla el individuo.

Se acaba de publicar en  Nature  un trabajo conjunto del University College de Londres y el Albert Einstein College of Medicine de Nueva York que estudia estos cambios en el comportamiento de los diferentes sexos (1). El trabajo se centra en el Caenorhabditis elegans, un gusano que no pasa de 1 mm de longitud y que tiene la particularidad de permanecer transparente a lo largo de toda su vida. Es el animal de  moda entre los hombres de ciencia: le ha tomado la delantera al mismísimo ratón de laboratorio y está colaborando en decisivos estudios, algunos de los cuales, centrados en la biología del ADN,  han sido premiados con el Nobel. Las razones por las que se prefiere este animalillo son de índole práctica: su pequeño tamaño ahorra costes y espacio, y su breve ciclo reproductivo le hace idóneo para numerosos estudios biológicos. Además de que, naturalmente, su transparencia es una cualidad muy apreciada por los estudiosos, pues permite la observación minuciosa de su interior sin interferir en su vitalidad y su comportamiento.

Pues bien, el trabajo al que me refiero da cuenta de un sorprendente cambio estructural que tiene lugar, durante la maduración sexual, en el cerebro del C. elegans macho –entre los C. elegans sólo hay machos y hermafroditas-. En la red neuronal surgen, a partir de células de otra estirpe, dos neuronas nuevas que establecen en seguida conexiones con otras preexistentes y remodelan los circuitos neuronales, de forma que se modifica el procesamiento de la información y el comportamiento del gusano, y la búsqueda de pareja sexual pasa a ser una actividad prioritaria.

Aumento del número de neuronas, y cambios en el cableado del cerebro, exactamente lo que encuentran los neurobiólogos cuando comparan los cerebros masculino y femenino. No es posible negar intervención alguna de factores ambientales, pero así es como las hormonas modulan nuestra actividad intelectual y nuestro estado de ánimo, nuestros procesos cognitivos y nuestros estados emocionales. No se trata de algo superficial y adventicio, sino que está fundado en lo más profundo de nuestro ser.

Los autores van más allá: para Arantza Barrios, española coautora del estudio, “nuestros hallazgos sugieren que las diferencias no dependen solo del sexo del animal, sino que influye también el sexo de la célula progenitora”. No sólo es cuestión de hormonas, dice nuestra compatriota, sino, también, de cromosomas.


Es decir, que la diversidad surge del propio “ser” del individuo. Para resumirlo con una gráfica expresión de Prieto Bonilla: “Quiquiriquí canta el gallo y clo-clo-clo canta la gallina, luego no cantan igual. Y no cantan igual, sencillamente, porque no son iguales”.

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(1) Michele Sammut, Steven J. Cook, Ken C. Q. Nguyen, Terry Felton, David H. Hall, Scott W. Emmons, Richard J. Poole, Arantza Barrios. Glia-derived neurons are required for sex-specific learning in C. elegans. Nature, 2015; 526 (7573): 385