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miércoles, 7 de abril de 2021

BLASTOIDES Y ÉTICA

La reciente publicación  en la revista Nature del desarrollo en laboratorio, a partir de células humanas adultas, de estructuras que recuerdan la fase de blastocisto de un embrión humano (“blastoides” los han denominado sus autores) ha planteado el problema de la licitud ética de trabajar con estas estructuras. Ante lo delicado del asunto y lo fácilmente que pueden surgir errores de concepto, creo que es oportuno entrar a considerar este asunto.

  Los últimos cincuenta años han visto cómo aumentaba vertiginosamente nuestro conocimiento de los procesos vitales básicos, de modo que ahora tenemos una imagen ajustada de cómo surge y se desarrolla un nuevo ser. Comprendemos el inicio de la vida como un proceso constitutivo, con un comienzo neto; el desarrollo posterior, como un proceso consecutivo, con crecimiento, maduración y envejecimiento, y la muerte natural, como el final, también neto, de ese proceso.

  La dotación genética recibida de sus progenitores le proporciona al ser vivo su identidad biológica, pero durante todo su desarrollo se da una interacción entre el medio -que es siempre cambiante- y el ADN, que va cambiando con el paso del tiempo por esa interacción. Y, así, por un proceso de retroalimentación, está continuamente modificándose esa información. Que es, por tanto, información genética y epigenética: genes y medio son necesarios para que se autoconstituya un ser viviente.

  Existe, por lo tanto, un primer nivel informativo: la secuencia de bases del ADN, que contiene la información genética propia del ser vivo y que le proporciona su identidad biológica a lo largo de toda su existencia.

  Y existe un segundo nivel informativo: el programa genético, que es la secuencia en que se emiten, ordenadamente en el espacio y en el tiempo, los mensajes de los diversos genes: cada uno en su momento y en su lugar, cada uno cuando toca y donde le corresponde.

  El primer nivel de información -la dotación genética- es idéntico en todas las células del organismo, y la utilización en cada lugar de sólo una parte de esa información -la parte que debe ser activada en ese territorio- es lo que permite la diferenciación espacial armónica y sincronizada en tejidos y órganos. Este desarrollo final conjunto, unitario, es la función del segundo nivel de información: el programa genético.

  Por lo tanto, la identificación entre genoma e individuo es un error de concepto: los cromosomas y genes que determinan las características de un individuo de una especie no son lo que hace de él un individuo; no son más -ni tampoco menos- que lo que determina las características de su ser y lo que dirige su desarrollo; pero lo que le constituye en viviente, en individuo de la especie, es el arranque del programa genético.

  El carácter de individuo que posee el embrión es también independiente del proceso por el que haya surgido. Para hablar de un nuevo individuo no es importante que sus genes procedan de la fusión de los pronúcleos haploides de una célula germinal femenina y otra masculina, o de clonación nuclear, o de la reprogramación de una célula adulta, o de cualquier otro proceso. Lo decisivo es la capacidad de la célula (o células) de partida para poner en marcha el “mensaje genético” comenzando por el principio.

  En el caso de los blastoides de que hablaba al principio, hay que recordar que ha sido preciso reprogramar la información del núcleo de la célula original. Esta reprogramación no es una simple manipulación de un embrión ya constituido, sino que es ella misma constitutiva, y sin ella no se conseguiría el blastoide. Es decir, sin esa programación nunca se conseguiría iniciar el complejo crecimiento que da lugar a un organismo. Y eso es precisamente lo que diferencia un organismo en desarrollo de un simple crecimiento celular más o menos embrioide. Por eso estas nuevas estructuras no pueden considerarse individuos de nuestra especie. 

sábado, 7 de febrero de 2015

LA HERENCIA MITOCONDRIAL Y EL TRASPLANTE NUCLEAR

                      
La aprobación por el Parlamento británico de un nuevo método para evitar algunas de las enfermedades “raras”, las llamadas “enfermedades mitocondriales”, ha puesto de actualidad la cuestión de la “herencia mitocondrial”.

Cuando, tras la fecundación, se produce la fusión de genes paternos y maternos en el nuevo núcleo, se pone en marcha un programa genético absolutamente original, distinto de sus predecesores: se inicia una nueva vida. Pero el cigoto no tiene sólo núcleo: tiene también citoplasma, y ese citoplasma procede enteramente del óvulo, pues el espermatozoide carece de él, ya que sacrifica todo a su única misión: llevar su ADN hasta el óvulo.

Y en ese citoplasma se encuentran las mitocondrias, pequeños orgánulos que en tiempos pasados fueron seres autónomos, verdaderos fósiles vivientes que conservan, como un recuerdo, su propia cadena de ADN. De modo que no todo el ADN presente en el cigoto está en su núcleo, hay una fracción que se encuentra en las mitocondrias. Es verdad que se trata de una fracción muy pequeña: una cadena de 17000 eslabones y 37 genes, frente a los 3175 millones de eslabones y 21000 genes del núcleo: alrededor del 0,05% del total. Y es una fracción, como hemos visto,  que sólo pueden transmitir las madres.

Estos genes son muy importantes, porque son los que permiten a la mitocondria llevar adelante su misión, que es proporcionar a la célula la energía necesaria para vivir. Por eso, las enfermedades producidas por defectos en estos genes afectan principalmente a los órganos de mayor consumo energético: sistema nervioso central, músculo, hígado, riñón,… Son enfermedades raras, pero algunas tan graves como la neuropatía óptica hereditaria de Leber o la encefalomielopatía mitocondrial.

Sabiendo esto parece cosa sencilla prevenir su transmisión: ya que las mitocondrias defectuosas están en el citoplasma del óvulo, si cambiamos ese citoplasma por el de otro óvulo sano habremos evitado la enfermedad. O, dicho al revés, si le quitamos el núcleo a un óvulo sano y le ponemos el de un óvulo de la paciente, habremos obtenido un óvulo "híbrido" que podrá ser fecundado para tener un hijo con los  genes –nucleares- de la madre pero sin la enfermedad.

Todo parece fácil, un sencillo juego de mecano. El problema es que la biología real es algo más complicada que un juego de mecano, y cuando perdemos eso de vista las cosas empiezan a no cuadrar. Recordemos el entusiasmo que se despertó en todo el mundo con la oveja Dolly, el primer mamífero clonado utilizando, precisamente, el trasplante nuclear, una técnica semejante a la que se propone ahora. Dolly fue el único superviviente de una accidentada aventura en la que se consiguieron 277 embriones por trasplante nuclear, de los que sólo 30 lograron desarrollarse y ser viables. Y luego, de esos 30 embriones, únicamente 9 lograron implantarse con éxito en el útero, y, de ellos, sólo 1 desembocó en el nacimiento de una oveja aparentemente sana: Dolly. Pero era sana sólo aparentemente, y aunque la esperanza de vida de estos animales es de alrededor de 15 años, Dolly tuvo que ser sacrificada a los siete años –"nel mezzo del cammin"- víctima de artrosis y de cáncer de pulmón.

Nos encontramos ahora en una situación análoga a la que representó entonces Dolly. Cuando hablamos de trasplantar el núcleo de un óvulo a otro olvidamos señalar que no hay datos experimentales suficientes, que el principal soporte de la esperanza es el deseo. Con algún agravante ético que no se planteó en la producción de Dolly: los óvulos deberán proceder de mujeres sanas jóvenes que tendrán que ser sometidas a estímulo hormonal para garantizar la cosecha, y eso en cantidad suficiente para conseguir el éxito, que nadie puede garantizar. 

Porque van a hacer falta muchos óvulos. Si se superan los escollos del trasplante nuclear, lo siguiente es lograr a partir de ellos embriones viables por fecundación “in vitro”, algo en lo que los laboratorios con más experiencia tienen unos índices de éxito de alrededor de 25% , lo cual supone una alta pérdida de óvulos por el camino. Y luego hay que conseguir la implantación en el útero de la madre, fase en la que se produce una nueva pérdida de embriones.

¿Cuál es el balance final? Dando por descontada la intención benéfica de los promotores de la técnica, y aun considerando superadas las dificultades del proceso, que no son pequeñas, parece conveniente considerar los “daños colaterales” a la hora de valorar esta propuesta, como nos ha recordado Nicolás Jouvé (1).

En primer lugar, la gran cantidad de óvulos sanos que se necesitan para un solo caso. ¿Cuántas mujeres jóvenes deberán someterse a un tratamiento hormonal de choque? No se trata de algo inocuo, pues aunque una amplia mayoría no sufre efectos nocivos, entre el 0,6 y el 14% desarrollará el “síndrome de estimulación ovárica”, que en sus formas más graves supone un grave riesgo para la salud.

En segundo lugar, tenemos que considerar los propios embriones producidos y destruidos en el proceso, y los embriones “sobrantes”, condenados a un letargo al que no se conoce otra salida que la muerte, vidas humanas perdidas en su amanecer que se desechan sin pensar.

Y, finalmente, el niño así concebido. Las buenas intenciones no son suficientes para alcanzar la meta perseguida. Los equilibrios entre genética y epigenética en el embrión son extremadamente delicados, y deberíamos sacar enseñanza de la abundante experiencia de niños concebidos por fecundación in vitro: aunque la mayor parte de ellos se desarrolla con normalidad, se extiende la  preocupación por la mayor propensión a diversas alteraciones y síndromes -incluyendo cáncer infantil- que llegan a multiplicarse por seis en algunos casos. Si esto está pasando con los niños concebidos “in vitro”, ¿qué nos encontraremos en los niños nacidos tras esta nueva técnica, cuya manipulación es incomparablemente mayor?

La experiencia de Dolly nos enseña a andar en estas cuestiones con pies de plomo, a no dejarnos deslumbrar por promesas sin el suficiente apoyo empírico. Es hermoso ofrecer un futuro consolador, y la tentación de rebasar las expectativas razonables y de cerrar los ojos a los inconvenientes puede ser fuerte. Pero una piedad sin contacto con la realidad puede acabar convirtiéndose en una nueva fuente de frustraciones y de dolor.


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(1)   "Los niños triparentales. Entre la utopía y la irresponsabilidad" (http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=6264&te=20&idage=11596&vap=0)

jueves, 1 de enero de 2015

GONZALO HERRANZ Y EL GATO CON BOTAS



El conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no procede de ninguna investigación de carácter científico: la afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce, principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo que se creía anteriormente. 

La fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.

Tampoco es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.

De modo que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.

El profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad. Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de las células de un embrión único en etapas precoces de su desarrollo.

Ha dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un artículo al anterior  hasta dar con aquél del que procede lo que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología. Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que la Ciencia ha elevado a dogma.

Me quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica, que  viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas, el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo,  porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios. Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia, pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de humanidad al embrión temprano.

El argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a la gestación monocorial humana.

Pero era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y, apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis pendiente de verificación-, sino como un  registro preciso de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en 1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible, insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.  

Hoy, merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría. Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada, constituida por una población celular que presenta gradientes específicos de activación génica y de actividad de señalización, y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación monocigótica.

Cuando el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin más argumento que el prestigio de su promotor.

Revelar a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de Perrault: 

¡Cómo no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con Botas dice que está a su servicio!



miércoles, 1 de julio de 2009

EL PRINCIPIO

Nos han acostumbrado a términos como “cigoto”, “preembrión”, “embrión”,… como si fueran entidades bien definidas, estables. La realidad es muy diferente: la fecundación del óvulo da lugar a una serie de acontecimientos en cascada cuyo interés va más allá de lo puramente biológico.

Para empezar, con la entrada del núcleo del espermatozoide se reanuda la división del material genético del óvulo, división que había quedado interrumpida hasta este momento y que es necesaria para permitir la unión de los dos núcleos. Es decir, que la entrada del espermatozoide no solamente da lugar a un nuevo ser genéticamente distinto de sus progenitores -el embrión (“cigoto” en este momento unicelular)- sino que, en rigor, es el hecho que capacita al óvulo para ello. A partir de aquí comienza el camino que dará finalmente como resultado un ser adulto.

La primera división del cigoto produce la separación de dos células precisamente a la altura del punto de entrada del espermatozoide. Y esto no va a ser indiferente, porque esas dos células ya no van a ser iguales: la célula que englobe el punto de entrada tendrá mayor volumen que la otra y se dividirá antes. Luego, las células que provengan de esta “hermana mayor” constituirán la “masa celular interna”, de la que derivará el feto. Recientemente la doctora Magdalena Zernicka-Goetz ha demostrado que minutos después de que el espermatozoide se una al óvulo, surge el esquema corporal del feto, y las 24 horas aparecen los ejes delante-detrás y arriba-abajo.

Las sucesivas divisiones celulares trasforman el cigoto en un acúmulo celular llamado “mórula” por su semejanza con una pequeña mora. Pero ya sabemos que esa mórula está orientada espacialmente, y en su interior se forma una cavidad lateral, formando en la zona opuesta la “masa celular interna” ya mencionada. Cuando aparece esa cavidad denominamos al embrión "blastocisto".

En este momento han pasado siete días desde la fecundación, que ocurrió en el extremo de la trompa de Falopio, y el embrión ya ha llegado al útero, donde tiene lugar un reconocimiento recíproco que desembocará en la “implantación”, el anidamiento del embrión dentro del útero.

¿Es el embrión una parte del cuerpo de la madre? La respuesta nos la da la misma biología: el embrión manda unas señales biológicas a las que ella responde provocando un cambio en su sistema defensivo inmune. Y eso -que es exactamente lo que pretenden los médicos cuando administran medicación para evitar el rechazo de un órgano que han trasplantado- es lo que permite que el cuerpo de la madre tolere al de su hijo en su interior. Aunque en ocasiones la acción del embrión no es capaz de superar esa reacción defensiva, y el resultado es el rechazo de ese embrión, el aborto.

El lector atento habrá observado que en este relato no ha aparecido el llamado “preembrión”. La razón es que se trata de un concepto sin contenido biológico, un término acuñado por razones “legales” (ya dije que el interés de todo esto va más allá de lo puramente biológico) que pretende dar a la fase preimplantatoria una individualidad propia que en realidad no existe: el embrión es siempre el mismo ser en una evolución constante y paulatina, cuyas etapas se suceden sin cambios bruscos, como ocurre en el tránsito del niño al anciano. Términos como “cigoto”, “mórula” o “blastocisto” no son más que designaciones de las distintas formas que va adoptando en sus distintas fases la vida humana, lo mismo que "embrión", "feto", "niño", "joven", "adulto" y "viejo".

Todos los pasos que hemos visto en el desarrollo del embrión están programados y regidos internamente por su propio ADN. No hay marcha atrás, no hay retorno. La mórula no volverá a ser cigoto, el feto no volverá a ser blastocisto. Y no hay retorno porque tiende a un final pre-establecido, establecido con antelación. El embrión humano está programado y destinado a ser un niño, y lo será si no se interfiere. Pero si se interfiere no se convertirá en embrión de otra especie: simplemente, morirá. Diversos autores han señalado la semejanza que el embrión humano presenta con el embrión de animales como el pollo o el cerdo, por ejemplo. Esa semejanza es aparente: el libro de ruta de cada uno de ellos es absolutamente distinto, como no tarda en ponerse en evidencia. Borges habla de cierta enciclopedia china en la que encontró una clasificación de los animales: “pertenecientes al emperador”, “embalsamados”, “amaestrados”,…; el último grupo era el de los animales “que de lejos parecen moscas”. Puede ser que, de lejos, parezcan moscas, pero sólo hay que acercarse para ver que la realidad es que no lo son. De igual manera, puede ser que, al principio, un embrión humano parezca un embrión de pollo. No nos dejemos engañar: sólo hay que esperar para ver que en realidad es un ser humano.