martes, 30 de octubre de 2018

LLEVAR LOS UNOS LAS CARGAS DE LOS OTROS



A Julián González Sierra, porque es un ejemplo máximo de una vida volcada al exterior,  porque es amigo mío y porque es su cumpleaños.

El altruismo, el comportamiento por el cual nos esforzamos por proteger y beneficiar a otros, ha sido un largo motivo de debate por parte de filósofos y biólogos. A John Stuart Mill su utilitarismo le llevaba a creer que es una conducta antinatural, que el hombre debe ser educado a contravenir su naturaleza para llegar a ella; Richard Dawkins, empeñado en sustituir el todo por las partes, asegura que todo se reduce a una estrategia de los genes, a los que personaliza de tapadillo para salirse con la suya. Y en Genética en particular suscriben aquella frase de Haldane: “Daría mi vida por dos hermanos o por ocho primos”, que refleja una cierta sequedad desabrida, un amargo desencanto.

Sin embargo, la Etología plantea la cuestión de otra manera. Estudiando el comportamiento durante los primeros años de vida, los psicólogos han comprobado que el altruismo es evidente en el niño ya a la edad de 18 meses, apenas empieza a organizar actividades en torno a su ambiente, y antes, desde luego, de que la educación empiece a dar su fruto. Ayudar a los demás es algo connatural al hombre, y lo señala con particular elocuencia la Paleoantropología cuando recorre la historia del altruismo en paralelo con nuestra propia historia:

Shanidar I es el nombre de un esqueleto de neandertal de hace unos 35.000-45.000 años hallado en Irak en 1957 que es sorprendente por varios motivos: algo impactó contra él en su juventud, y, como consecuencia, quedó deformada una de sus órbitas, perdiendo la visión de ese ojo. Dañó también su cerebro, lo que debió afectar, total o parcialmente, a la movilidad de la parte derecha del cuerpo. La pierna presenta diversas fracturas consolidadas, con la consecuencia de una cojera residual como secuela y sufrió la amputación de un brazo. Haber sobrevivido en esas condiciones es una auténtica proeza, incluso para nuestra época; para la suya, es una muestra de heroísmo tanto individual como grupal, la demostración de que entre los neandertales existía el sentido de la solidaridad y se cuidaban unos a otros.

Esto, ya digo, hace unos 40.000 años. Retrocedamos algo más. En el yacimiento de la Gran Dolina, de Atapuerca, se ha descubierto la pelvis de un H. heidelbergensis de una antigüedad aproximada de 500.000 años que ha recibido el nombre de Elvis. El estudio de sus huesos ha revelado que corresponde a un varón de más de 45 años –un anciano de la época- con graves problemas de espalda y un proceso degenerativo lumbar de larga cronicidad. Debió de caminar apoyándose con un bastón, con pasos mucho más cortos y lentos que los del resto del grupo, necesitaría descansos frecuentes y tendría dificultades para transportar objetos. Si tenemos en cuenta que se trataba de grupos nómadas que vivían alerta para defenderse del ataque de predadores, comprenderemos que era un individuo altamente dependiente del apoyo del grupo, para el que habrá supuesto un grave inconveniente operativo durante mucho tiempo.

Sigamos hacia atrás, hasta hace 1,8 millones de años. El género Humano acaba de nacer. Los paleoantropólogos consideran que el dato determinante es la fabricación de herramientas: el H. habilis es el primero que golpea dos piedras para obtener un borde cortante. En 2003, en Dmanisi, Georgia, se encontró una mandíbula de hace 1,8 millones de años que tenía la particularidad de carecer de piezas dentarias. No es que se hubiesen desprendido tras la muerte del individuo: el “Viejo de Dmanisi” –de nuevo, un anciano de más de 30 años-  carecía de  alvéolos, los espacios en los que se alojan las raíces de los dientes. Llevaba tantos años sin dientes que el hueso había crecido y ocupado esos espacios. Hace 1,8 millones de años la dentición era imprescindible para sobrevivir: no poder masticar era no poder alimentarse. ¿Cómo logró sobrevivir? Sin duda –de nuevo- con el apoyo y los cuidados del grupo. Probablemente le masticarían la comida y luego él se la llevaría a la boca.

La historia del género humano está sembrada de actos de altruismo y atención al débil y necesitado literalmente desde sus orígenes. Ninguno de estos hombres que hemos recordado habría salido adelante sin la solidaridad y el cuidado de los miembros de su grupo, que se habrían ahorrado esfuerzos  -y peligros- dejándolos abandonados a la orilla del camino.

No lo hicieron, y su testimonio ha llegado hasta nosotros para ejemplo del hombre actual: llevamos la preocupación por el bienestar del otro en nuestro propio ser, en nuestra misma entraña. No queremos eliminar al que sufre, sino aliviarle y hacerle la vida llevadera. De la misma manera que el que sufre busca el alivio en el cuidado –que es amor- de los demás.

viernes, 12 de octubre de 2018

SVANTE PÄÄBO, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS



El próximo día 19 se entregarán los Premios Princesa de Asturias. Este año el Premio a la Investigación Científica y Técnica ha recaído en Svante Pääbo, que ha alcanzado fama mundial tras haber logrado la recuperación y secuenciación de genomas antiguos. Pääbo ha publicado en sus memorias científicas (“El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos”) sus primeros intentos de rescatar ADN a partir de un trozo de hígado de ternera “momificado” en un horno de laboratorio; luego, el aislamiento del ADN de la momia de un faraón egipcio, y tras este éxito inicial, la obtención de ADN de los restos de un mamut congelado en Siberia, o del hombre de Hauslabjoch (“Ötzi”), un cadáver congelado de 3000 años de antigüedad encontrado en los Alpes en 1991.

Pero obtener ADN de tejido congelado no es lo mismo que recuperar ADN viable de restos óseos fosilizados hace decenas de miles de años. Por su condición de pionero, Pääbo tuvo que hacer frente a dificultades desconocidas hasta el momento en que se presentaban: desde el propio rescate de ADN -una molécula sumamente sensible y que espontáneamente se destruye una vez sobrevenida la muerte del individuo- hasta su aislamiento del ADN moderno que podía contaminar sus experimentos en cualquiera de los muchos pasos requeridos, pasando por las dificultades técnicas para extraer e identificar los diminutos fragmentos obtenidos, y para reconstruir con ellos el enorme puzzle del genoma antiguo, un puzzle cuya “imagen” final era previamente desconocida. Para hacernos una idea de la gesta que supuso, basta decir que la reconstrucción del genoma del hombre de Neandertal supuso el ensamblaje de más de ¡mil millones! de fragmentos de ADN.

El conocimiento del genoma nos ha permitido conocer rasgos del hombre de Neandertal que permanecían en la sombra. Por ejemplo: durante mucho tiempo se ha discutido si estarían más cerca del chimpancé o de nosotros en cuanto a la capacidad para desarrollar un lenguaje. Los trabajos de Pääbo han revelado que el neandertal tenía un gen FOXP2 -el gen encargado de regular el lenguaje- idéntico al humano: el hombre de Neandertal era capaz de un lenguaje articulado similar el nuestro.

Pero las consecuencias del trabajo del Svante Pääbo se extienden más allá, y han supuesto un cambio en el paradigma de los estudios sobre la evolución humana. No olvidemos que los estudios clásicos sobre restos fósiles se producen a partir del descubrimiento de fragmentos óseos, que, por sus rasgos físicos, hacen pensar a los investigadores que se trata, o no, de una nueva especie. Es decir: en el curso de la evolución humana se han definido especies diferentes -Australopithecus, H. habilis, H. erectus, H. ergaster, H. heilderbergensis, H. antecesor,…- a partir de características morfológicas de los fragmentos óseos encontrados. Pero eso está en contradicción con el concepto de especie que manejan habitualmente los biólogos. O, mejor, habría que decir “los conceptos que manejan los biólogos”, pues manejan uno u otro según el material de que disponen y el objeto que persiguen: “especie” puede significar un conjunto de individuos que se reproducen entre sí dando lugar a descendencia fértil (pero esto sólo vale para especies con reproducción sexual), o un conjunto de individuos que proceden directamente unos de otros en línea recta (por ejemplo, en el caso de las bacterias), o los individuos que comparten un “aspecto” general común (como en el caso de las especies extintas definidas por sus fósiles).

En el estado actual de la ciencia, sin embargo, el concepto de especie que tiene preeminencia es el que se basa en los datos genéticos, y ese conocimiento, que se ha acelerado en los últimos años, ha permitido rediseñar algunos aspectos del árbol de la vida: dos especies cualesquiera estarán más próximas entre sí desde el punto de vista evolutivo cuanto más semejantes sean sus genomas.

El trabajo de Pääbo ha supuesto aquí un cambio decisivo. La posibilidad de conocer genomas antiguos que se nos brinda ahora está permitiendo describir nuevas especies a partir de los datos genéticos: en el año 2008 se descubrió, en las cuevas de Denisova, al sur de Siberia, un pequeño fragmento del hueso de un dedo. El estudio de su genoma ha permitido saber que procede de una niña de entre 3 y 5 años perteneciente a una especie hasta entonces desconocida; poco tiempo después se encontraron dos dientes que resultaron ser de dos individuos distintos de la misma especie, llamada de momento -hasta que se alcance un acuerdo entre los especialistas- Denisoviano.

Y a partir de su genoma, comparando con poblaciones humanas actuales, se sabe ahora que el denisoviano se separó del neandertal después de que lo hiciera nuestra especie, y que, en su emigración hacia el este, siguió una ruta costera por el sur de Asia y alcanzó las islas Filipinas y Australia. Nada de todo esto se habría podido conocer si los estudiosos se hubieran limitado a discutir sobre formas, perfiles, orificios y crestas.

El doctor Pääbo ha descubierto nuevos caminos para el conocimiento de nuestro pasado. Y sus discípulos en distintos lugares del mundo están ya explorando esos caminos.

miércoles, 3 de octubre de 2018

UNIVERSIDAD PRECARIA



Circula por las redes la historia de un alumno que va a ver a su profesora de matemáticas para reclamar un suspenso en un examen. La mujer le dice que ha suspendido porque ha contestado que 2+2 es igual a 22 y le explica por qué está mal, pero el niño no atiende a explicaciones, se da media vuelta y se va tirando las cosas al suelo de un manotazo. 

Al día siguiente acuden los padres del niño, para quienes todo se reduce a una confrontación de opiniones. Consideran que la actitud de la maestra pone de manifiesto un sentimiento nazi de superioridad y, tras abofetearla, abandonan la sala amenazándola con hacer que la expulsen de su trabajo.

A la mañana siguiente es el Director el que va a verla. Le sugiere que ofrezca sus disculpas a la familia, ya que no es misión de los profesores transmitir prejuicios a los alumnos.

Al otro día la profesora se encuentra ante un tribunal académico. Hay que tomar medidas: el colegio ha sido demandado por acoso a un menor. Necesitan que se retracte, que admita que es posible que haya varias respuestas correctas para 2+2. Hasta entonces, está suspendida de empleo.

Todas las cadenas de televisión se hacen eco de estos hechos: una profesora clasista abusa de los derechos de un estudiante, y la profesora, finalmente, es despedida.

Aquí termina la historia. Una historia ficticia, sobra decirlo: una parodia, una bufonada.

Pero quizá sirva para valorar otra historia: Lisa Littman, ginecóloga de la Universidad de Brown, en los Estados Unidos, ha llevado a cabo una encuesta a 256 padres, todos ellos favorables a las relaciones homosexuales, cuyos hijos presentaron repentinamente, al llegar a la adolescencia, disforia de género. Littman advirtió que en un elevado número de casos la aparición de la disforia estuvo precedida por situaciones traumáticas o estresantes, lo que le ha llevado a sugerir que la disforia pudo surgir como mecanismo de defens por influencia del medio social –lo mismo que ocurre, por ejemplo, con el ingreso en tribus urbanas o con el desarrollo de aficiones sociales-.

La revista Journal of Adolescent Health publicó un avance del artículo en febrero de este año, momento en el que The Advocate, una revista LGTB, se apresuró a calificarlo como “ciencia basura”. El artículo completo ha visto la luz en agosto, publicado por PLOS ONE, y ha recibido de los colegas de Littman críticas favorables que llegaron hasta la revista The Times. La propia Universidad de Brown lo ha exhibido en su página web, entre las investigaciones novedosas que se llevaban a cabo allí. 

Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”. 

La historia de Lisa Littman es idéntica a la de la profesora de matemáticas que acabo de contar. Una bufonada. Pero no es una ficción, es una historia real, esa es la diferencia. Y en el mundo real las bufonadas no provocan sonrisas, sino rechazo. En este caso, un rechazo masivo del mundo de la ciencia, “más allá de lo esperado en una disputa académica normal”, en palabras de The Economist. La razón es muy sencilla: en una disputa académica normal las partes se apoyan sólo en datos científicos, que pueden ser contrastados, reproducidos y revalidados o contradichos. Nadie se asusta porque alguien rechace las conclusiones de otro autor. La discrepancia es norma -más que norma: en una ciencia sana, la discrepancia honesta es obligada-, y las opiniones encontradas se esfuerzan por aportar datos objetivos que sostengan su opinión. Todo, con el ánimo de desentrañar la verdad latente. Pero en el caso de Lisa Littman no ha sido así. No han sido los datos objetivos de la ciencia los que ha doblegado la honestidad intelectual de esas dos entidades: ha sido la presión de los grupos LGTB los que han amordazando la verdad por razones espurias.

El exdecano de la Facultad de Medicina de Harvard, Jeffrey Flier, en la línea de aquel "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo", ha recordado la larga lucha de las Universidades con los poderes fácticos en defensa de la verdad. "Su éxito en este aspecto - ha declarado- es uno de los grandes triunfos intelectuales de los tiempos modernos, que está en la base de las sociedades libres.” Más práctica, y más concreta, ha sido Alice Greger, historiadora de la Medicina y profesora de bioética en la Universidad Northwestern, en Chicago: “¿Qué investigador querrá trabajar en la Universidad de Brown cuando el valor de su trabajo está determinado por la presión política?”