Oxford Dictionaries, la
sociedad que edita los diccionarios del mismo nombre, acaba de declarar palabra
del año el neologismo “post-truth”, que, aunque parece el nombre de un ave
corredora, se refiere a “las circunstancias por las que tienen más peso en la
opinión pública las emociones y las creencias personales que los hechos
objetivos”. Y que, aunque ha inundado los medios de comunicación a raíz del
referéndum que va a sacar al Reino Unido de la UE, y de las elecciones
presidenciales que tienen a la prensa mundial con los pelos de punta, no es,
dicen, algo nuevo entre nosotros.
No, la “post-verdad”
-que, en realidad, no es lo que viene después de la verdad, sino lo que usurpa su lugar, lo que la suplanta- no es nueva entre nosotros, viene de lejos. Viene de
Gorgias de Leontinos, aquel griego escéptico que decía que nada
existe, y que si existiese algo, no podríamos conocerlo, y si lo conociésemos,
no lo podríamos comunicar. Entonces estuvo Sócrates al quite, y aquello no llegó a más en aquel momento. Ha sido necesario que llegásemos nosotros, con
nuestro esfuerzo por negar la realidad y nuestro rechazo a la Filosofía, para
que se haya vuelto a escuchar la voz de Gorgias. Lo que ha venido después
estaba ya cantado, no podía no ocurrir.
Porque sustituir los
hechos objetivos por nuestras emociones o creencias tiene consecuencias que sí
son objetivas. En primer lugar: si no existe una realidad objetiva tampoco hay
una naturaleza humana. La consistencia de cada uno de nosotros es individual,
y, además, se modifica según las circunstancias y los intereses de cada
momento. Así que ya no hay una meta objetiva a la que dirigirse, y el único
punto de apoyo que le queda a la ética es el deseo: cualquier deseo, porque todos son igualmente
legítimos.
Por eso ya no hay
nada bueno en sí. Y por eso nos tropezamos con gente incapaz de concebir
que algo pueda ser bueno si no les produce a ellos –a cada uno en
particular- un beneficio. No es que antepongan el beneficio propio al bien
común, es que ni siquiera conciben que se pueda decir de algo que es bueno si
no produce una satisfacción inmediata, y, preferentemente, a ellos:
la bondad intrínseca de realidades como la muerte de Sócrates o la cúpula de
Santa María de las Flores de Florencia, resulta invisible para muchos de
nuestros contemporáneos. Para los mismos que niegan que alguien pueda actuar
sin perseguir directamente el propio provecho.
Especialmente cuando la
literatura ha renunciado a su tradicional papel de educador en humanidad,
cuando ha dejado de enseñarnos a identificar las emociones y los apetitos, y nos
ha dejado a merced de los medios de comunicación de masas, que presentan un
modelo muy rudimentario: atracción sexual, ambición de dominio, deseo de
venganza, afán descontrolado de éxito,… todo ello presentado de modo primitivo
y sin matices. Y así: sin conocimiento propio, sin saber adónde dirigirnos ni
qué hacer para sacar de nosotros -en palabras de Machado- “hombres buenos”,
condenados a acumular experiencias desconectadas entre sí, que ya no sabemos si
nos construyen o nos destruyen, y sin sospechar siquiera que somos libres para
dirigirnos a nuestra propia perfección –perfección cuya simple posibilidad hace
tiempo que ha desaparecido del horizonte-; así, es muy difícil elegir bien.
Y, por otra parte, como
el único criterio aceptado son las propias emociones y creencias, la sentencia
que asegura que «sobre gustos no hay nada escrito» -cuya falsedad podemos
poner en evidencia con sólo asomarnos a cualquier enciclopedia
de Historia del Arte-, ha adquirido un valor prácticamente universal, y se
aplica a todo el ámbito de la belleza. Pero es una belleza entendida en un
sentido muy pobre, devaluada, reducida casi exclusivamente a lo artificial, que
es justamente donde lo bello, por su menor categoría, por su menor «densidad
ontológica» resulta más problemático, más difícil de distinguir de lo que no lo
es.
Y esto es decisivo,
porque la belleza es una necesidad esencial del hombre. Pero pasa como con el
descubrimiento de la verdad y del bien: la apreciación de la belleza requiere
un empeño continuado en adquirir los hábitos necesarios que nos con-naturalicen
con ella. Y como esta formación interior ya sólo se ofrece en contadas
ocasiones -y ni siquiera es bien recibida-, buena parte de lo que hoy pasa por
“arte” y “cultura” incapacita para apreciar la belleza de más alto rango, la
que enriquece nuestra maltrecha y deteriorada humanidad. Y ya, sin la
preparación necesaria para apreciarla, sin aprendizaje y sin
entrenamiento, quedamos a expensas de las vivencias que crean éxtasis -como las
drogas- o que bombardean con impresiones que embotan la sensibilidad –como la
sucesión de sonidos estentóreos, imágenes y ráfagas-, o nos zarandean con
sensaciones fuertes –lo horrendo, lo macabro, lo atroz- que activan
pasajeramente nuestra emotividad.
¿Cómo sorprendernos,
luego, de estos lodos? La post-verdad es más amplia, y tiene más calado, de lo que nos dice Oxford Dictionaries.